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EL
MUNDO Y EL HOMBRE VISTOS DESDE Y POR LA IGLESIA[1]
Por
Juan José Garrido Zaragozá
En
el libro Comentarios de Cuadernos para el Diálogo al Esquema XIII, se
lee lo siguiente:
"No cabe duda de que el fenómeno
del Concilio ha sido un acontecimiento original de la Iglesia. Evidentemente,
cada Concilio aporta a la vida de la Iglesia su propia originalidad, que es lo
mismo que decir su propia individualidad. Pero este Concilio Vaticano II es, en
el sentido más estricto y específico de la palabra, un fenómeno nuevo y
original de la vida de la Iglesia, capaz de abrir una página específicamente
inédita de su historia. Y es que en la nueva psicología católica del aggiornamento
del Concilio, la Iglesia ha tomado conciencia de no ser «la realidad» (res),
y quiere ser conscientemente el
sacramento (sacramentum) de la realidad del mundo. Así, ni opuestos ni
confundidos la Iglesia y el mundo, sino abrazados como el agua acaricia la
carne en el bautismo, el Concilio, como conciencia de fe de la Iglesia, la hace
aparecer en una perspectiva nueva capaz de superar los ciegos impases de la
Iglesia ante el mundo y las viejas antipatías por la Iglesia de un mundo
legítimamente orgulloso de haber conquistado, desde hace cuatro siglos, su
autonomía y su mayoría de edad en la historia. [...] Pero de toda la novedad
original del Concilio, lo más nuevo, lo más original ha sido este viejo esquema
XIII que hoy llamamos para suerte y fortuna del mundo y de la Iglesia, la
Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual"[2]
Y
unas páginas antes se había dicho que la Gaudium et Spes "es la ofrenda más decisiva hecha a los
hombres por los padres conciliares desde la perspectiva de la esperanza"[3] Este
texto, y otros muchos que se podrían aducir, expresa muy bien la convicción
compartida de que la Gaudium et Spes constituye un hito importante en la
vida de la Iglesia. Su redacción no fue fácil; colaboraron en ella las figuras
más señeras del pensamiento católico. Recuerdo que en mis años de estudiante de
filosofía en Lovaina, el profesor A. Dondeyne, muy escrupuloso en el
cumplimiento de sus deberes, se ausentaba con frecuencia de clase, allá en los
años 64 y 65 para ir a Roma y trabajar en el entonces llamado esquema 17, luego
esquema 13. Regresaba a veces preocupado, e incluso disgustado; otras no podía,
sin embargo, ocultar su alegría y nos hablaba con entusiasmo del progreso de
los trabajos y de lo decisivo que iba a ser para la Iglesia lo que en Roma se
estaba haciendo.
Yo
no entendía muy bien todo lo que nos contaba; ignoraba entonces que el profesor
Dondeyne, al igual que otros, había sido objeto de criticas oficiales poco antes,
con motivo de su libro, Foi chrétienne et pensée contemporaine, publicado
en 1951, libro en el que se había propuesto tender un puente entre el pensamiento
católico y la filosofía contemporánea, especialmente la de carácter humanista,
para contrarrestar la impresión negativa que había causado la aparición en
agosto de 1950 de la Humani generis de Pío XII. Ignoraba también
entonces las tensiones que se habían producido por esa época entre los teólogos
representantes de lo que se llamó
Nouvelle Théologie[4] (H. De Lubac, M.D.
Chenu, Y. Congar, etc.) y algunas instancias romanas. No podía, en
consecuencia, hacerme cargo de toda la alegría que el Concilio estaba
suscitando ni de las esperanzas que en él se habían puesto. Sólo mas tarde,
cuando inicié mi formación teológica en el inmediato postconcilio (1967) y
cuando fui conociendo mejor las tormentosas relaciones entre la Iglesia y el
mundo moderno, entre la fe y la cultura humana, pude comprender la pasión y la
ilusión con que se trabajó en la Gaudium et Spes; y no era para menos,
pues esta Constitución Pastoral iba a dibujar una nueva manera de situarse la
Iglesia en el mundo y, por tanto, de comprenderlo.
El
tema de mi reflexión es: El mundo y el hombre vistos desde y por la Iglesia.
Para ello he tomado como hilo conductor el problema de la autonomía de lo
humano, ya que por mundo se entiende el mundo de los hombres. En mi opinión,
es un problema clave para el tema que nos ocupa.
Es
un hecho histórico que a partir de la modernidad se fue abriendo una fosa cada
vez mayor entre un mundo que reclama autonomía y quiere liberarse de la tutela
de instancias consideradas externas, como la religión y la Iglesia, y una
Iglesia que comienza a mirar con recelo y desconfianza ese proceso que se
autoconcibe como liberador. Esa fosa será cada vez mayor, afectará a la
política, a las ciencias y a las artes, a la filosofía, y en el siglo XIX será
ya un auténtico divorcio. Poner fin a semejante situación, tan cargada de
incomprensiones e incluso de agresividades no era tarea fácil. Sin embargo, la
Constitución Gaudium et Spes supone el comienzo oficial de esa
superación, el comienzo de un camino que ya no permite la marcha atrás.
1.
EL CONFLICTO IGLESIA‑MUNDO
Como
he señalado, el tema de la autonomía está en el corazón mismo de la fosa
abierta entre la Iglesia y el mundo. Con frecuencia va asociado, e incluso se
emplea como sinónimo, al término secularización. Aunque este último es ambiguo,
lo cierto es que se ha usado, tanto por historiadores y sociólogos, como por teólogos,
para describir lo ocurrido en Occidente en lo referente a las relaciones del
cristianismo con el mundo moderno. Conviene aclararlo un poco. Podemos
distinguir en él tres núcleos significativos.[5]
El
primero hace referencia a fenómenos jurídico políticos, como la separación
Iglesia‑estado: el estado moderno, preocupado por subrayar su soberanía,
no podía permitir la dominación de la instancia religiosa, ni la injerencia en
sus asuntos y, por ello, procuró regular sus relaciones con ella y mantenerla
bajo control, pero marcando siempre la diferenciación de los ámbitos y
competencias. Es la autonomía del estado y del ámbito de lo político, que se
plasma en el progresivo reconocimiento del estado aconfesional y laico.
El
segundo tiene que ver con el apartamiento o separación cada vez más pronunciado
entre la esfera de lo público y la de lo religioso, relegando esta última al
campo de lo privado. Esta tendencia se inicia fuertemente con los teóricos de
la política del siglo XVII (Hobbes, Spinoza, Locke). En ella se postula que la
escuela, la universidad, los servicios sociales, la moral ciudadana, etc.,
deben ser civiles o públicas y que la religión como tal puede subsistir siempre
que se mantenga al margen (marginación de lo religioso), a título privado, y no
perturbe el derecho dictado por el soberano o el estado. Se sobreentiende que
el estado y sociedad modernas deben subvenir a todo y todo debe quedar, en
consecuencia, bajo su dominio. Aquí se reivindica para el estado aconfesional
su autonomía también en el campo de lo social y sus instituciones.
Hay
un tercer núcleo que está relacionado con el ámbito del saber y de la cultura.
Las ciencias, con su método y su riqueza de saberes, van cada vez más
conociendo y dominando el mundo. Por encima de los conocimientos científicos,
sean del tipo que sean, no debe haber nada; las ciencias, además, no precisan
de la hipótesis de Dios.
El
avance del saber implica un retroceso de la religión. La religión como saber
diferente capaz de englobar y jerarquizar los otros saberes y de ordenar la
totalidad de los conocimientos, ya no tiene cabida. La ciencia hace, pues,
inútil la religión. En esta concepción se afirma la autonomía absoluta del
hombre y de sus conocimientos, y se rechaza la necesidad de salvaciones sobrenaturales.
Lo que la religión afirma sólo puede sobrevivir si es reconvertido a otro
lenguaje, el lenguaje de lo mundano, especialmente el lenguaje de la ética o
de la antropología. Ahora bien, una vez hecha la traducción y salvado así lo
que de "racional" encerraba, la religión deja de tener validez como
tal religión. Mantenerla es prolongar "la infancia de la humanidad",
la heteronomía, "la minoría de edad", etc.
Es
obvio que estos tres núcleos significativos están histórica e intelectualmente
relacionados y, con frecuencia, confundidos. Y esto acarreará no pocos
problemas y explicará en parte la situación que estamos intentando comprender.
A
primer y segundo núcleo significativos podemos llamarlos "secularización
externa"; en ellos la religión queda separada, marginada o relegada a lo
privado; pierde el privilegio de ser "la definidora de la realidad";
pero, en principio, no se entra en la interpretación de sus contenidos: el
cristianismo queda como tal en su esencia, pero pierde influencia sobre lo político
y social. El único problema serio que plantea es su reducción a la esfera de lo
privado, en la medida en que ello mutila a la fe cristiana de su dimensión
social y obliga a distinguir entre ciudadanos y cristianos.
El
núcleo tercero, sin embargo, expresa ya una secularización interna: a todo lo
anterior se añade la traducción reductora de la fe, cuyos contenidos son
sometidos a las más variadas redefiniciones según el enfoque ideológico que
predomine en un autor o en una época.[6]
Este
proceso de reinterpretación de la fe se inició en la época moderna y es
característico de la Ilustración. Hay toda una amplia corriente de pensamiento,
que abarca a autores tan diversos como Spinoza, Kant o Feuerbach, que se esfuerzan
por liberar al cristianismo de todo carácter exterior y sobrenatural, de toda
vinculación con el misterio y de toda doctrina salvadora, para hacer de él un
sistema ético (Spinoza o Kant) o una antropología (Feuerbach, en quien esta traducción
antropológica es ya ateísmo). Kant, por citar un ejemplo, distinguía entre
religión revelada, estatuaria o fe eclesial por un lado, y, religión natural,
por otro; y entendió el cristianismo histórico (con sus ritos y dogmas) como un
medio exterior que debía conducir a un fin: el reconocimiento de la mayoría de
edad del hombre y, con ello, el advenimiento de la religión de la razón;
interpretó a Cristo como un símbolo real del imperativo categórico y a la
Iglesia como un instrumento pedagógico en orden al advenimiento de la religión
universal.
Este
vaciamiento de lo religioso en la moral racional o en el mundo ha sido una
tendencia muy constante entre los filósofos y pensadores de las más diversas
orientaciones, y ello hasta nuestros días. La Ilustración fue un movimiento
militante. Urgía, para garantizar el progreso de la humanidad, conquistar
niveles cada vez más altos de autonomía y libertad, desprenderse de la tutela
de lo religioso. El hombre, por sí mismo, con su razón, su ciencia, podía y
debía alcanzar las promesas contenidas en la religión. En la medida en que
estos tres aspectos que hemos señalado en el término secularización estaban
confundidos en un todo, a las reivindicaciones justas (como separación Iglesia‑estado,
autonomía de las ciencias, etc.) se unían otras que implicaban la supresión de
lo religioso. El llamado pensamiento laico y progresista tenía por evidente que
el hombre no alcanzaría su madurez ni recuperaría su esencia e identidad hasta
que no se liberara de lo religioso. La Ilustración, en especial la francesa,
adoptó con frecuencia una actitud agresiva contra la religión cristiana y
contra la Iglesia. Y la Iglesia se colocó a la defensiva.
Por
un lado, separándose cada vez más del mundo y de sus manifestaciones políticas
y culturales, aislándose de la realidad y quedando ajena a las aspiraciones de
progreso, justicia y libertad. Por otro, puso en marcha un pensamiento
fundamentalmente "apologético" en el que el término "mundo
moderno" significaba casi siempre algo reprobable y contrario a la fe.
Teniendo en cuenta todo lo que de uno y otro lado significaba "mundo
moderno", era comprensible la actitud de rechazo global que en algunos
momentos adoptó la Iglesia y la permanente desconfianza con que contempló sus
logros más sobresalientes, como la ciencia ‑en el campo del saber‑,
el liberalismo y la democracia‑en el campo sociopolítico‑. En este
contexto hay que entender toda una serie de manifestaciones del Magisterio
sobre la libertad de conciencia y la libertad de culto, sobre la separación
Iglesia‑estado, sobre la autonomía de las ciencias, etc., manifestaciones
que quedan compendiadas en el Syllabus de Pío IX (1867), que ofrece un
completísimo elenco de "errores de nuestra edad", y entre las que se
encuentra el siguiente: "[es un error afirmar que] el Romano Pontífice puede,
y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la
civilización moderna" (Dz 1780).[7]
2.
INTENTOS DE RENOVACIÓN FRACASADOS
Hubo
movimientos en la iglesia que se propusieron cambiar esta situación y
propugnaron un acercamiento al mundo y al hombre modernos, como el catolicismo
liberal en Francia, en Bélgica, en Italia, en Alemania e incluso en España (en
España este movimiento estuvo desde sus comienzos viciado por una aceptación
algo tardía de las ideas de la Ilustración europea, es decir por un racionalismo
poco compatible con una posición creyente). Los católicos liberales "se inquietaban
al ver que la Iglesia se solidarizaba con un estado de civilización que pronto
sería superado y que se renovaba y justificaba la tesis de la incompatibilidad
entre la civilización moderna y el catolicismo; algunos veían, con más o menos
lucidez, los valores auténticos y el verdadero progreso humano que representaba
la corriente liberal, aunque no compartían sus excesos; eran conscientes de que
la sociedad civil iba alcanzando su madurez lentamente y que un nuevo humanismo
se estaba elaborando; se hallaban dispuestos a acoger con simpatía una
concepción moderna del hombre, más respetuosa de los derechos de la personalidad,
más abierta a la autonomía del orden temporal. Sin embargo, su posición era a
veces poco clara y no siempre se daban cuenta de los riesgos que existían al
exagerar esa autonomía".[8] El Syllabus
(1867) acabó prácticamente con este amplio y variado movimiento, venciendo
la postura intransigente. (Como tal movimiento se disuelve en el congreso de
Malinas en el mismo año).
También
el modernismo, a finales del s. XIX y principios del XX, se propuso algo
semejante, pero desde una preocupación no tanto sociopolítica como intelectual.
Quiso ser una "nueva apologética" capaz de asumir las verdades de la
"filosofía moderna". Su objetivo era laudable: volver a reconciliar
la razón humana con la fe. Pero se dejó llevar por una excesiva confianza en
la razón y su poder crítico y, al menos en sus representantes más eximios,
redujo el dogma a objetivación variable de los sentimientos de los hombres,
concibiendo la revelación de una manera inmanentista.
Tal
movimiento, en sus concreciones históricas, tenía que fracasar y ser inevitablemente
rechazado, y así lo hizo Pío X en 1907 en su encíclica Pascendi. Pero
quedó en pie el proyecto, la necesidad de buscar caminos que hicieran posible
un diálogo de la fe cristiana con la ciencia, la filosofía, la cultura del
hombre moderno.
Muchos,
incluso situados fuera de la Iglesia, acogieron con simpatía este movimiento y
desearon sinceramente que llegara a buen puerto. Así, entre nosotros, por
citar un caso, Ortega y Gasset. Ortega habla del modernismo a propósito de la
lectura de la novela de A. Fogazzaro El santo. Esta novela, dice,
"se propone con energía un problema doliente del alma contemporánea sobre
el cual obligó a meditar [...] yo debo gratitud a este libro; leyéndolo he
sentido lo que hace mucho tiempo no he podido gustar: la emoción católica
[...]; ha reanimado algunas cenizas que quedaban ocultas en las rendijas de mi
hogar espiritual [...]. Esta fórmula del futuro catolicismo [...] nos hace
pensar a los que vivimos apartados de la Iglesia: si fuera tal el catolicismo
¿no podríamos nosotros ser también católicos?".
Ortega
simpatiza con los modernistas porque ve en ellos un proyecto renovador del
catolicismo: "la intención de los modernistas no puede ser más piadosa:
quieren alhajarnos la mansión solariega del evangelio según el confort moderno,
para que no echemos de menos nuestras costumbres mentales de crítica; de
racionalidad".
Y
ante los que pudieran pensar que su simpatía se debía al hecho de ver a la
Iglesia envuelta en problemas, replicaba: "Es mucho más noble y discreto
el origen de nuestra simpatía. Una Iglesia amplia y salubre que acertara a
superar la cruda antinomia entre dogmatismo teológico y ciencia, nos parecería
la más potente institución de la cultura: esta Iglesia sería la gran maquina
de educación del género humano. Por eso, todo intento que fomente la venida de
esa Iglesia parecerá simpático, tendrá derecho a que le ofrezcamos el rescoldo
caliente de nuestros deseos y esperanzas".[9]
Ortega
se dio cuenta más tarde que el modernismo era inviable, entre otras razones
porque para llevar a cabo su proyecto "creyó necesario podar el árbol
dogmático", mermando con ello el tesoro de la fe. Pero no podía menos que
simpatizar con el proyecto, pues veía en él una necesidad para el mundo y para
la misma Iglesia. Por eso, años más tarde, elogiará la egregia labor que, según
su opinión, estaban llevando a cabo los católicos alemanes: "Hombres como
Scheler, Guardini, Prizywara, se han tomado el trabajo de recrear una
sensibilidad católica partiendo del alma actual. No se trata de renovar el
catolicismo en su cuerpo dogmático (modernismo), sino de renovar el camino
entre la mente y los dogmas. De esta forma han conseguido, sin pérdida alguna
del tesoro tradicional, alumbrar en nuestro propio fondo una predisposición católica...".[10]
Si
estos eran los deseos de alguien situado fuera de la Iglesia, podemos pensar
lógicamente cómo serían los de aquellos que estaban dentro de ella en cuerpo y
alma. A lo largo de la primera mitad del s. XX cada vez son más numerosas y más
cualificadas las voces que piden un cambio en el sentido de una apertura al
mundo y una renovación del pensamiento teológico. El fracaso del modernismo y
las sospechas que suscitó entre los teólogos y pensadores cristianos, quizá
retrasaran el momento. Pero ese momento llegó: fue el Concilio Vaticano II.
3.
LA NUEVA ACTITUD DE LA IGLESIA
¿Cómo
no iba a sorprender el Concilio? Suponía el final de una penosa historia de
tensiones y malentendidos, al menos en lo que respecta al tema que estamos
tratando. La Iglesia quiere renovarse. Adquiere una conciencia más nítida de su
naturaleza y misión, y ello le lleva a una actitud de apertura al mundo y a un
reconocimiento de sus valores. Y en este campo, la Gaudium et Spes marca
un antes y un después. Esta Constitución Pastoral, leída hoy, a más de treinta
años de su promulgación, sigue sorprendiendo positivamente por su profunda
inspiración cristiana, por su talante abierto y dialogarne, por la acertada
descripción del mundo en que vivimos y por la lucidez en que entiende la misión
de la Iglesia en él.
Solidaridad, diálogo y anuncio de salvación
Sabemos
cómo comienza esta constitución: "Los gozos y las esperanzas, las
tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres
y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de
los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco
en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos
en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino
del Padre, y han recibido la buena nueva de salvación comunicada a todos. La
Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y
de su historia" (GS, n .º 1).
Nos
sigue diciendo que la Iglesia "no puede dar mayor prueba de solidaridad,
respeto y amor a toda la familia humana que dialogar con ella acerca de todos
los problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del
género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu
Santo, ha recibido de su fundador. Es la persona del hombre la que hay que
salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el
hombre, pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia
y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir." (GS, n.
3) Y afirma ‑todos lo sabemos, pero quiero recordarlo‑ que
"para lograr este intento, es deber permanente de la Iglesia escrutar a
fondo los signos de los tiempos, e interpretarlos a la luz del Evangelio, de
forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los
perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y
futura y sobre la mutua relación de ambos" (GS, n.° 4).
Comentemos
brevemente algunas palabras‑clave.
a)
"La Iglesia se siente intima y realmente solidaria del género humano y de
su historia".
La
Iglesia no se siente ni se establece fuera del mundo y su historia; ni contra
el mundo y su historia. Forma parte del mundo, sin confundirse con él, y por
eso todas las vicisitudes gozosas o dramáticas del hombre le son propias. La
Iglesia está, vive y se desarrolla en el tiempo de los hombres y con los
hombres de cada tiempo. Al igual que Cristo, su fundador, se solidarizó en la encarnación
con el género humano, así también la Iglesia, continuadora en el tiempo de la
misión de Cristo. Por eso no condena el mundo, sino que lo ama y respeta y por
eso quiere aportarle el Evangelio y colaborar con los trabajos y afanes de los
hombres en sus caminos hacia la verdad y la justicia. Con esta afirmación la
Iglesia cancela siglos de aislamiento y se afrenta a una nueva presencia en el
mundo.
b)
"La mayor prueba de solidaridad que la Iglesia puede dar es dialogar con
la entera familia humana acerca de todos sus problemas".
Diálogo
es otra palabra clave. Aparece unas veintisiete veces en el Concilio, de ellas
diez en la Gaudium et Spes.
Para
dialogar hace falta "tener algo que decir" y también estar en disposición
de "dejarse decir algo" por el otro, es decir, escuchar y exponerse a
la verdad del otro. Todo diálogo supone, por ello, respeto del otro y
reconocimiento de su competencia para hablar y de su capacidad de decir verdad.
El diálogo sólo es comprensible si cada uno de los dialogantes acepta la
autonomía del otro y, en consecuencia, si se da entre ellos una cierta simetría
de relaciones. Se va siempre al diálogo desde las propias convicciones y
verdad, pero si es sincero, se va exponiéndose a tener que rectificar, revisar
o buscar mejores y más adaptados argumentos para hacerse inteligible.
Es
obvio que no hay diálogos perfectos. Incluso es posible que aquellos a los que
la Iglesia se acerca con esta actitud no quieran dialogar; así ocurre con
demasiada frecuencia. Pero la Iglesia salida del Concilio quiere dialogar:
quiere escuchar, rectificar lo que sea necesario, hacerse más inteligible y
transparente; y quiere hacerlo porque está convencida de que tiene algo que
aportar a los hombres y al mundo que éstos no se pueden dar. Hablar, de
diálogo significa, pues, reconocer al mundo una dimensión de autonomía.
c)
El diálogo es, pues, necesario, y lo es muy especialmente para la misión que
la Iglesia tiene conciencia de tener en el mundo. En ese diálogo con los
hombres acerca de sus problemas “La iglesia pone a disposición del género humano,
conducida por el Espíritu Santo, el poder salvador que ha recibido de Cristo, y
la luz del evangelio para discernir, aclarar, orientar e iluminar”.
La
misión esencial de la Iglesia consiste en eso: ofrecer a los hombres el
evangelio, ofrecer a Cristo, para que mediante la fe los hombres puedan encontrar
plenitud de sentido a su vida e historia, y salvarse. En ningún momento olvida
el Concilio la misión específicamente divina de la Iglesia en el mundo, que es
evangelizar y aportar la salvación de Cristo. La humanización del mundo, la reforma
o cambio de sus estructuras, la transformación de la cultura, y tantas y tantas
tareas de este orden, hay que entenderlo como un efecto en lo temporal de la
fuerza salvadora de Dios en Cristo. La mejor y más genuina colaboración de la
Iglesia en la renovación de la sociedad humana consiste precisamente en esta su
misión evangelizadora: que todos los hombres conozcan a Cristo, y que conociéndolo,
puedan con su luz y fuerza insertarse en el mundo de los hombres y
transformarlo según los designios de Dios. "La Iglesia, al prestar ayuda
al mundo y recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el
advenimiento del Reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el
bien que el pueblo de Dios puede dar a la familia humana, en el tiempo de su
peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es «sacramento
universal de salvación», que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio
del amor de Dios al hombre" (GS, n.2 45).
Pero
la relación de la salvación de Dios que la Iglesia aporta y el mundo no es
externa, en el sentido de que no es un añadido que se superpone al mundo y al
hombre. Como veremos, la Iglesia cree que tanto el mundo como el hombre
encuentran su última verdad en Cristo, por lo que acoger a Cristo y dejarse
guiar por su luz es al mismo tiempo recuperar su auténtica realidad y el
verdadero sentido de sus afanes y esperanzas. No hay dos vocaciones en el
hombre, una mundana o natural y otra divina o sobrenatural, sino una única
vocación, y esta sobrenatural: "la vocación suprema del hombre es una
sola, es decir, divina", se dice en el n. 22 de Gaudium. et Spes. Por eso
afirma el Concilio: "El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se
encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las
cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el
cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la
humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones"
(GS, n. 45). La consumación de la historia coincide, pues, plenamente con el
designio amoroso de Dios, "restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo
y en la tierra" (GS, n.° 45).[11]
Escrutar
los signos de los tiempos
El
diálogo con el mundo y el hombre, cuya finalidad es aportar la salvación de
Dios en Cristo, exige "escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos
a la luz del evangelio". Es decir, el diálogo supone una hermenéutica del
mundo y del hombre y especialmente, una hermenéutica de la cultura por medio de
la cual el hombre se autocomprende y edifica un universo de sentido.
El
objetivo de esta hermenéutica es claro: mirar con profundidad el mundo que nos
rodea y sus realizaciones, especialmente las culturales, para descubrir, quizá
en estado latente, aquellas expresiones que denuncian "la preocupación
última del hombre", en expresión de P. Tillich; para captar en las
inquietudes y gozos, en las esperanzas y temores de nuestros contemporáneos la
huella de Dios y la fuerza del Espíritu, la exigencia, con frecuencia no
manifiesta, de una Palabra nueva pero que, a la vez, responde a lo más íntimo
del hombre. Se trata, pues, de captar los signos que en la vida, historia y
discursos de los hombres apuntan, desde la insuficiencia de lo meramente
humano, por muy valioso que sea desde una perspectiva estrictamente inmanente,
hacia el ámbito de la trascendencia. Y Cristo, en tanto que sentido pleno de la
historia y del hombre, en tanto que verdad en la que encuentran plenitud y
significación las verdades de los hombres, es el criterio fundamental de esta
hermenéutica. Así lo hicieron los Padres de la Iglesia con respecto al mundo
clásico y su cultura; así nos invita a hacerlo el Concilio como una tarea
imprescindible mediante la cual, acomodándose a cada generación, pueda la
Iglesia "responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el
sentido de la vida presente y futura, y sobre la relación de ambas".
El
Concilio, en la Gaudium et Spes, lleva a cabo también esta hermenéutica.
Descubre con gozo los momentos positivos del mundo en que vivimos, las asume
desde la fe y exhorta a potenciarlos: así, la nueva sensibilidad humana sobre
la dignidad de la persona, el agudo sentido de la libertad, las aspiraciones de
mayor fraternidad de la comunidad humana, el crecimiento consecuente de la
solidaridad, el incesante incremento de la comunicación de ideas, la permanente
búsqueda de un orden temporal mas justo, etc. Pero el Concilio supo ver también
signos inquietantes en nuestro mundo, como, por ejemplo, los desequilibrios
cada vez mayores, los humanismos ateos, los dolorosos y rápidos cambios de la
sociedad que causan desarraigo, la industrialización dominada exclusivamente
por el criterio de la eficacia y el valor del mercado, la ciencia y la técnica
cada vez‑ más independientes de lo humano e insensibles a valores éticos‑,
y muchas cosas más.
A
veces se ha dicho que el Concilio se dejó llevar por un ingenuo optimismo con
respecto al mundo y al hombre y sus posibilidades; otras veces se ha hecho de
este optimismo una bandera para descalificar las tomas de posición posteriores
de la Iglesia, que califican de pesimistas y negativas. Creo que ambas
opiniones son erróneas. Baste la lectura del siguiente texto:
"El hombre moderno
aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues tiene
abierto el camino para optar entre la libertad y la esclavitud, entre el
progreso y el retroceso, entre la fraternidad y el odio. El hombre sabe muy
bien que está en su mano dirigir correctamente las fuerzas que él ha
desencadenado y que pueden aplastarle o salvarle. Por eso se interroga sobre sí
mismo" (GS, n.° 9).
El
Concilio, en mi opinión, se mueve dentro de lo que yo llamaría realismo cristiano:
describe las cosas como las ve, deja constancia de las luces y las sombras que
lo humano presenta siempre. Sabe que vivimos aún bajo el signo del pecado, pero
también que hemos sido redimidos y que Dios ha inaugurado su Reino con la
venida de Cristo. Este realismo del Concilio se llama esperanza. Su visión del
mundo, del hombre y de su cultura es esperanzada porque, a pesar de todo, la fe
en Dios, la experiencia de su obra redentora en Cristo y el aliento del
Espíritu, la fuerzan a ver en el hombre más de lo que el hombre mismo ve y presenta:
la Iglesia lo contempla desde, la mirada de Dios, lo percibe desde la luz de
Cristo.
4. EL SENTIDO DE LA AUTONOMÍA DE LO HUMANO
Ya
casi podemos concluir en qué sentido la Gaudium et Spes afirmará la
autonomía de lo humano. Pero digamos algo al respecto. En primer lugar, el Concilio reconoce como
algo positivo y justo que el hombre reclame la autonomía que le corresponde:
"En todo el mundo
crece más y más el sentido de la autonomía y, al mismo tiempo, de la
responsabilidad, lo cual tiene una enorme importancia para la madurez
espiritual y moral del género humano" (GS, n g 55). Y en Apostolicam
actuositatem: "ha aumentado, como es justo, la autonomía de muchos
sectores de la vida humana" (AC 18).
La
Gaudium et Spes reconoce esa autonomía en el campo de la cultura (GS, n.
56), de las artes y de las disciplinas humanas (GS, n. 59), de las ciencias
(GS, n. 36), y de la política y de las instituciones de la sociedad (GS, n. 76,
AC n. 11 c).
Siempre
habla, sin embargo, de una autonomía justa y legítima; y siempre critica y se
opone a una autonomía cerrada, excluyente y prometeica, a la que califica de
falsa. Así afirma:
"Si por autonomía de
la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma
gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y
ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de
autonomía" (GS, n.g 36).
Pero
al mismo tiempo advierte. "Si «autonomía de lo temporal» quiere decir que
la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad
envuelta en tales palabras" (GS, n.2 36); y dice también, como en verdad
así es, que una de las causas del ateísmo sistemático es "el afán de
autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto a Dios"
(GS, n. 41).
Lamenta,
por otro lado, "ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido
de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los
propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a
muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe" (GS, n 36); y
recuerda a este respecto que las ciencias, las letras y en general la cultura
humana "tienen siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse
y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principio" (GS,
n. 59).
Y
plantea este interrogante: "¿De qué manera [...] hay que reconocer la
legítima autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente
terrestre o incluso contrario a la misma religión?" (GS, n.° 56).
El
Concilio en modo alguno favorece, por lo que se desprende de los textos, una
autonomía del mundo y del hombre cerrada a lo sobrenatural o ajena al mismo.
Esto sería absurdo, aunque en el inmediato postconcilio hubo lecturas que iban
en este sentido, las que se hicieron bajo la influencia de cierta teología de
la secularización y de la muerte de Dios.
Pero
tampoco alienta una heteronomía incapaz de reconocer la natural competencia del
hombre en sus saberes y haceres; una heteronomía en la que la religioso
invadiera todos los ámbitos hasta el punto de absorberlos y hacerles perder su
identidad mundana. La autonomía frente a lo sobrenatural tal como la entendió
la Ilustración y la heteronomía tal como la misma Iglesia la practicó en los
siglos anteriores a la Ilustración y que motivó en parte la reacción de ésta,
quedan rechazadas. A mi entender, el concepto que expresa mejor la doctrina de
la Gaudium et Spes es el de teonomía, concepto acuñado por Paul Tillich.[12]
En
primer lugar, porque quizá el binomio autonomía‑heteronomía no tenga
sentido o no sea correcto cuando se aplica a las relaciones del hombre y sus
producciones y Dios y su obra salvadora. Es decir, tiene sentido hablar de autonomía‑heteronomía
a propósito de relaciones entre realidades que guardan entre sí proporción, por
ejemplo, en las relaciones humanas: un hombre puede perder su libertad y quedar
sometido a otro; una institución humana de orden político o social puede anular
la capacidad que cada hombre tiene de regirse a sí mismo y proyectar su vida
desde su libertad.
Entre
los seres humanos pueden, pues, existir relaciones de heteronomía, y también de
autonomía, cuando unos y otros se respetan en lo que son y valen. Pero cuando
hablamos de las relaciones del hombre con Dios estos conceptos ya no me parecen
válidos. Hay una dependencia del hombre respecto a Dios, pero esta dependencia
no anula a la realidad humana, sino que la hace ser. La relación de apertura
del hombre con Aquel de quien procede y en quien culmina toda realidad, no es
limitadora, sino posibilitadora. Sólo cuando el hombre movido por la soberbia
hace de sí mismo un dios puede ver en el Dios creador y redentor un competidor.
Pero entonces entramos ya en el terreno del misterio del pecado. El hombre,
como decía Zubiri, es un relativo absoluto, es un modo finito de ser
Dios."[13] Ahí está su grandeza: su
carácter absoluto de realidad personal, de realidad que se posee a sí misma y
por medio de la cual la naturaleza entera se hace consciente; pero un absoluto
relativo, un pequeño Dios,[14] pues
no se ha implantado a sí mismo en el ser, no es su propio fundamento, es
contingente y limitado, sujeto al tiempo y a la muerte, expuesto a perderse y
hacer un uso indebido de su libertad y de su poder.
La
dependencia del ser humano respecto a Dios es, en consecuencia, una dependencia
posibilitante. La filosofía, que ha centrado sus reflexiones sobre estos conceptos
de autonomía y heteronomía, debiera ya a estas alturas repensar sus posiciones
y ahondar más en esto que ahora sólo señalo.
A
esto apunta el Concilio cuando dice: "En esta misma ordenación divina la
justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que
más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada"
(GS, n.°‑ 41).
Por
eso, en segundo lugar, la autonomía de la que habla el Concilio es una
autonomía consciente de que la grandeza y la profundidad del hombre proceden de
Dios y se encuentran en Dios. Un Dios que deja ser al hombre porque quiere ser
reconocido en libertad pero de quien derivan, en última instancia el ser y el
sentido de cuanto hay. Este Dios, fuente y meta de todo lo creado, no es el
absoluto que anula la conciencia metafísica y moral –como pensaba
Merleau-Ponty–[15], sino el Padre revelado
por Jesucristo, el amor mismo subsistente.
El
texto que expresa de un modo especialmente claro esto que quiero sugerir con el
concepto de teonomía es el n.22 de la Gaudium et Spes, aunque aquí sería
más exacto hablar de cristonomía, cuando expone la doctrina de Cristo, el
hombre nuevo y perfecto. “El
misterio del hombre sólo se esclarece desde el misterio del Verbo encarnado”
La
antropología que este texto nos ofrece tiene en Cristo su base y culminación;
Él ha revelado en su vida la auténtica vocación del hombre al revelarnos la
paternidad de Dios. En consecuencia, la referencia a Cristo no es necesaria
sólo para la comprensión del hombre cristiano, sino de todo hombre en general
(GS, n.22)
En
pleno racionalismo Pascal afirmó que "el hombre es un monstruo de
incomprensibilidad", es decir. una realidad que por sí misma es
ininteligible.[16] El hombre, decía, sólo es
comprensible desde fuera de sí mismo, y ese fuera, que es a la vez lo más
íntimo es Jesucristo:
“No solamente no conocemos
a Dios sino por Jesucristo, pero tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino
por Jesucristo [...] fuera de Jesucristo no sabemos ni lo que es nuestra vida,
ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos”.[17]
En
la medida en que desde la creación la locación del hombre es Cristo, en esa
misma medida el hombre sólo puede conocer su ser y su poder, su verdadera
identidad, en Cristo. Por ello, ser cristiano es la manera más excelente de ser
hombre; y por ello también, potenciando al máximo su verdad, el hombre, con el
ejercicio de su inteligencia y libertad, ha de reencontrarse necesariamente en
Cristo. Esta relación intrínseca es lo que expresa el concepto de teonomía.
Creo que es desde ahí desde donde tenernos que plantear la autonomía del hombre
y del mundo y la misión de la Iglesia que, en solidaridad y diálogo quiere
aportar al mundo el poder salvador de Dios en Cristo. El Concilio ha abierto una nueva etapa en las relaciones de la Iglesia y el mundo. Es tarea nuestra, es decir, de los cristianos, transitar por este camino con un espíritu fiel a sus criterios y orientaciones.
[1]
Texto de una conferencia pronunciada en 1996 en la Facultad de Teología
"San Vicente Ferrer" de Valencia con motivo de celebrar el 30
aniversario de la Gaudium et Spes.
[2]
Comentarios de Cuadernos para el Diálogo al
Esquema Xlll, Madrid 1966, pág. 12.
[3]
Ib., pág. 7
[4]
Sobre
este terna, puede verse el capítulo 7° de La Teología del siglo XX, de
GIBELLINI, R. Santander 1998, págs. 172‑270.
[5]
Cfr. VALADIER, P., L’Eglise en procés. Cathoticisme el societé moderne,
París 1987, págs t 7‑60.
[6]
Sobre los conceptos de secularización externa e interna, cfr. GARRIDO, J.J.,
"Razones culturales que justifican la aparición del documento La verdad
os hará libres", en Para ser libres nos libertó Cristo, Valencia
1990, págs, 169‑173.
[7]
Una descripción breve de esta división entre la Iglesia y el mundo moderno en
HOUTART, F., L'Eglise et le monde, París 1964, págs. 23‑48. Una reflexión
teológica sobre este tema en CONGAR, Y., Le Concille au jour le jeour.
Paris 1965, págs. 143‑176.
[8]
AUBERT, R., "Pío IX y su época", en Historia de la Iglesia de
FLICHE-MARTIN, vol. 24, Valencia 1974, págs. 258 y ss.
[9]
Obras
Completas, Madrid 1985, vol. I, págs. 431‑432. Sobre el
modernismo en Ortega, cfr. BOTTI, A., La Spagna e la crisi modernista,
Brescia 1987, págs. 218 y ss
[10]
Obras
Completas, vol. III, pág. 565.
[11] Sobre este
tema de la vocación única del hombre, cfr. LADARIA, L., "El hombre a la
luz de Cristo en el Concilio Vaticano", en Vaticano II Balance y
perspectivas, Salamanca 1990, págs. 709 y ss.
[12]
Una reflexión más extensa en GARRIDO, J.J., "El compromiso cristiano en un
mundo cultural en crisis", en Communio (marzo‑abril 1990) 92‑96.
[13]
ZUBIRI,
X., El hombre y Dios, Madrid 1984, pág. 356.
[14] ZUBIRI, X., Naturaleza,
Historia, Dios, Madrid 1965, págs.
330 y 389.
[15] MERLEAU-PONTY, M., Sens et non sens,
Paris, 19666, pág. 166.
Cfr. GARRIDO, J.J., “La filosofía y el absoluto cristiano.
La posición de Merleau-Ponty”, en Actas del III Simposio de Teología
Histórica, Valencia, 1984, págs. 267-279.
[16] PASCAL,
Pensamientos, ed. De J. Chevalier, n.30
[17] PASCAL,
Pensamientos, n. 728
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