Seminari: Testimonis del segle XX

 

Primera Sesión.

  • Simone Weil.
    Por Emilia Bea. Profesora de la Universitat de València. 15 de noviembre de 2003. Es la autora de Testimonis del segle XX, ed. Publicacions Abadía de Monserrat, Barcelona, 2001

 

Simone Weil (1909-1943)

 1.      Introducción

Lo primero que podemos resaltar en Simone Weil es el poder de atracción de su figura, pues genera una gran fascinación entre gente muy diversa y es citada con entusiasmo por representantes de visiones del mundo muy diferentes entre si. Por referirnos sólo a los más conocidos, podemos aludir a Juan XXIII, Pablo VI, Octavio Paz, Georges Bataille, Liliana Cavani, Maurice Blanchot, Carlos Fuentes o George Steiner. La lista sería interminable, ya que las frases de Simone Weil aparecen en los lugares más recónditos de la literatura contemporánea. La atracción y fascinación que suele despertar, se une en algunos casos a un cierto rechazo o indignación. Es un personaje que no suele dejar a nadie indiferente y que resulta incómodo por su inconformismo y radicalidad. Sus manifestaciones son siempre provocativas, extremas y conmovedoras. En este sentido, Susan Sontag la compara con otros escritores de marcado radicalismo personal e intelectual, pues "se trata en todos los casos de vidas que contemplamos a distancia, con una mezcla de repulsión, piedad y reverencia; vidas que nos inquietan y alimentan, que nos llevan a reconocer la presencia del misterio en el mundo". Por eso a la hora de entrar en su obra hay que afrontar un riesgo: el riesgo de desmontar nuestras categorías mentales y nuestros puntos de vista, ya que al leer sus escritos se experimenta una transformación interior. Ella está en constante tensión espiritual, en actitud de vigilia, de búsqueda apasionada de la verdad. De hecho, confiesa sentirse desbordada por una inspiración -una "revelación"- que le desborda y que debe comunicar a los demás. Su escritura muestra este lenguaje inspirado, desnudo y poético en el que sus palabras resultan realmente insustituibles.

Se manifiesta, así, algo que parece incuestionable en ella: su gran originalidad y su carácter profético, puestos de manifiesto en su capacidad de anticipación sobre problemas del futuro. Simone Weil es en muchos ámbitos una precursora o una pionera, capaz de vislumbrar lo que estaba por venir muy por encima de la mayoría de hombres y mujeres de su generación. Y todo ello por su gran inteligencia, por su búsqueda apasionada de la verdad y por su independencia de criterio, que le llevó a sentirse incómoda en los diferentes ámbitos en que se comprometió y a una gran soledad intelectual. Libertad de conciencia que se hace patente en  las variadísimas cuestiones que abordó a lo largo de su corta vida. Resulta casi increíble todo lo que escribió y todos los temas que fueron tratados por ella si pensamos en que murió a los 34 años, aquejada, además, por permanentes migrañas y con una imparable actividad social. No es fácil entender cómo un cuerpo tan frágil pudo albergar tanta energía creativa.

Por último, resaltar en esta introducción que las cuestiones que Simone Weil plantea quedan siempre como cuestiones abiertas, pues lo que ella reclama es un "esfuerzo de invención" en diferentes ámbitos: inventar otras formas políticas, otra organización productiva, otra religiosidad e, incluso, otra ciencia. Su pretensión es contribuir a crear una nueva civilización a través de una transformación radical en el plano material y espiritual, ya que el gran error es separar ambos planos. Una revolución auténtica tiene que partir de la existencia de los seres humanos, de la reconstrucción sustancial de su posición en el mundo, de su relación consigo mismo, con los otros seres humanos y con el universo. Cambiar la realidad no puede hacerse huyendo de la realidad. No debemos caer en vanas esperanzas creadas por nuestra imaginación. Para transformar el mundo hay que tener un cierto grado de idealismo, de impulso utópico, pero también de realismo: hay que vivir el destino del mundo y asumir el sufrimiento. Todo el pensamiento de S. Weil es un intento desesperado  por formular el grito del desgraciado, y por ello es un pensamiento esencialmente comprometido y compasivo.  En ella se da siempre una clara sintonía entre la experiencia y la escritura, entre pensamiento y acción o entre vida y obra. Razón que impide abordar sus aportaciones de una forma exclusivamente sistemática y nos obliga a adentrarnos en su vida para comprender su obra. Así, veremos, en primer lugar, un panorama general de su itinerario vital, al hilo del cual apuntaremos parte de su pensamiento, para pasar a tratar, en un segundo momento, lo que podríamos considerar su obra de madurez.

 

2.      Recorrido biográfico y evolución de su pensamiento

Simone Weil nace en París en 1909 en el seno de una familia de clase media con un nivel cultural muy elevado y una especial sensibilidad por el arte y la música. Los Weil eran judíos agnósticos y la unidad familiar la componían los padres (el doctor Bernard Weil y Selma Reinherz) Simone y su hermano André, que pronto destacaría como matemático. Ante su gran capacidad intelectual, llegará a confesar: “a los catorce años pensé seriamente en morir a causa de la mediocridad de mis facultades naturales; los dones extraordinarios de mi hermano me obligaban a tener conciencia de ello; no añoraba los éxitos exteriores, sino el no poder esperar ningún acceso a ese reino trascendente en el que sólo entran los hombres auténticamente grandes y donde habita la verdad; preferiría morir que vivir sin ella; después de varios meses, tuve de repente, para siempre, la certeza de que cualquier ser humano, incluso si sus facultades naturales son casi nulas, penetra en ese reino de la verdad reservado al genio, si únicamente desea la verdad y hace perpetuamente un esfuerzo para alcanzarla”. Este párrafo dice mucho de su filosofía y de su actitud vital pues la búsqueda de la verdad, junto a la lucha por la justicia, son los datos de los que parte y el horizonte de toda su obra.

En el desarrollo de estos rasgos connaturales a su personalidad y en su formación intelectual tendrá una gran importancia su encuentro con Alain, su maestro en el Instituto, quien le ayudará a entrar en contacto con la filosofía clásica, especialmente con Platón, y despertará en ella su temprana preocupación política. Esta preocupación inicial, de signo pacifista y sindicalista, se pondrá ya de manifiesto en la etapa de los estudios universitarios, que realizará en la prestigiosa École Normale Supérieure, por la que pasan en esos años intelectuales de la talla de Sartre, Paul Nizan, Raymond Aron, Levy-Strauss... Pero Simone Weil, que era la única chica de su promoción, tiene poco que ver con esta élite de inconformistas distantes del pueblo y en muchos casos cercanos al Partido Comunista Francés. En este sentido afirma: “a los 18 años sólo me atraía el movimiento sindical”. Y, en efecto, siempre se vincula a grupos de extrema izquierda de carácter anarquista y sindicalista-revolucionario y centra su interés en una acción sindical libre e independiente de los partidos, fuertemente obrerista y preocupada, sobre todo, por la educación popular, en la línea de Sorel, Pellouitier o Proudhon.

Desde que en 1931 aprueba la oposición de catedrática de instituto y se incorpora a su primer destino en la ciudad de Puy, siempre compaginará su actividad profesional con múltiples actividades relacionadas con la defensa de las reivindicaciones obreras y con la formación de los trabajadores, por ejemplo impartiendo clases en las bolsas de trabajo y en las universidades populares. Esta incansable tarea y, en concreto, la participación en una manifestación de parados, determinarán su traslado forzoso del instituto, al igual que le sucederá en otros destinos donde también tendrá problemas con la administración, llegando en uno de ellos a suprimirse la clase de filosofía. Resulta muy elocuente el apodo con el que se le conocía: “la virgen roja”.

Como parte de su inquietud sindical y obrerista, viaja a Alemania en 1932 para comprobar in situ los efectos del nacional-socialismo en la clase obrera. Frente a muchos otros que aún abrigaban esperanzas, predice la victoria rotunda de Hitler y la caída del movimiento proletario alemán. También frente a una gran parte de intelectuales de izquierda, toma conciencia de la subordinación de los partidos comunistas occidentales al aparato estatal soviético, que ya no puede considerarse un estado obrero dada su degeneración autoritaria y burocrática. A partir de ahora, en los escritos reunidos en la obra Opresión y libertad, criticará duramente el estalinismo y el fascismo, siendo una de las primeras en denunciar el poder totalitario. A su juicio, los regimenes totalitarios y burocráticos - y también el poder tecnocrático, es decir, la tecnocracia que domina en la economía americana- determinan el nacimiento de una nueva forma de opresión –la “opresión en nombre de la función”- que vendría a desmentir las previsiones marxistas. Weil admira en muchos aspectos el pensamiento de Marx, pero de forma rigurosa revisa y desmonta muchas de sus tesis. No podemos entrar a fondo en esta revisión crítica del marxismo ni en su análisis de la opresión, pero para hacernos una idea de su interés, diremos que según Albert Camus, editor de las obras de Simone Weil, “desde Marx el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético”. La nueva forma de opresión descrita por Weil estaría cerca de lo que Hannah Arendt denomina “dictadura de lo impersonal”, esto es, un sistema en el que nadie crea, nadie entiende y nadie responde de nada en primera persona, donde el poder ya no pertenece al sujeto sino a la función. La raíz de la opresión está en la propia estructuración del sistema industrial, que determina la división entre trabajo manual y trabajo intelectual y la subordinación de los que ejecutan a los que coordinan. Lo importante no es tanto conocer quien posee los medios de producción, sino cómo se organiza la producción.

Pero Simone Weil no se conforma con un análisis externo de la opresión;  quiere conocerla desde dentro y por ello en 1934 asume la condición obrera entrando a trabajar en la cadena de montaje de una fábrica metalúrgica de la empresa Renault. En la fábrica experimenta una situación de subordinación y dependencia –de esclavitud- más alienante de lo que hubiera podido imaginar. La descripción de la condición obrera se realiza en páginas conmovedoras (La condición obrera), donde el sufrimiento cotidiano del trabajador anónimo se presenta en toda su crudeza. Simone Weil intenta expresar la desgracia callada, el cansancio, el miedo, la humillación, la angustia y la muerte de las facultades mentales.

Frente a esta situación, el proyecto alternativo que propone tiene como objetivo fundamental la consecución de la libertad humana, entendida como relación adecuada ente pensamiento y acción. El trabajo manual consciente reviste para ella una función liberadora incomparable; de ahí que reclame la necesidad de pensar una filosofía del trabajo que lo coloque en el centro de nuestra civilización. Se trataría de crear una civilización del trabajo, es decir, una civilización de la sobriedad donde no se despilfarraran los recursos y el consumo limitado fuera compartido por todos, ya que es el único tipo de civilización que puede ser hoy universal. Weil fue una pionera también en este campo. Mucho antes de extenderse la sensibilidad ecológica, había proyectado importantes transformaciones de tipo técnico y organizativo. A su juicio, el objetivo de vivir en comunidades construidas “a escala humana” debía pasar por la creación de una tecnología no agresiva para el hombre y para la naturaleza y por el diseño de una organización productiva descentralizada, en la línea de lo que años después explicitaría el economista F. Schumacher.

La experiencia obrera, además de influir en su análisis de la opresión, tiene una gran repercusión en su evolución personal y se relaciona con otra experiencia decisiva en su itinerario vital: la experiencia mística, que supone su aproximación a la Iglesia, que, sin embargo, nunca llegaría a culminar en la recepción del bautismo. Su primer contacto con el cristianismo se produce a raíz de un viaje a Portugal inmediatamente después de su experiencia en la fábrica. Como ella misma afirma: “en la fábrica la desgracia de los demás había entrado para siempre en mi carne y en mi alma” y, precisamente, en este estado de ánimo y ante una procesión en la orilla del mar siente por primera vez el parentesco existente entre la desgracia, la compasión y la cruz de Cristo.

Poco tiempo después, se produce un segundo contacto inesperado con el cristianismo. Será en Asís, en una capilla románica de gran belleza en la que algo más fuerte que ella misma le obligó a arrodillarse por primera vez en la vida. El contacto definitivo se producirá en la Abadía de Solemnes, donde se había retirado para descansar durante la Semana Santa de 1938. Como ella misma escribirá en una carta autobiográfica, allí la Pasión de Cristo penetró para siempre en su espíritu y, mientras leía un poema de un poeta inglés del siglo XVII, llegó a experimentar la insólita presencia de Cristo, “una presencia más personal, más cierta y más real que la de un ser humano”. Simone Weil ni había previsto ni había buscado esta aproximación al cristianismo ni al a figura de Cristo (pensemos que era judía y agnóstica) y nunca había leído a los místicos.

Sin entrar a analizar las peculiaridades de su experiencia mística, que se repetiría en muchas ocasiones, hay que subrayar que esta experiencia se autentifica sobre todo por su vida, ya que no supuso un alejamiento del mundo, sino, al contrario, un compromiso todavía mayor por compartir el sufrimiento. De hecho, sus actividades y escritos de tipo social y político se intensifican. Entre estas actividades cabe destacar su participación como miliciana en la Guerra Civil española junto a los anarquistas en la columna Durriti, participación que será muy breve por un accidente. Esta experiencia tendrá también un gran impacto sobre ella y sobre su visión de la condición humana. Su objetividad e imparcialidad en la descripción de los hechos superará el partidismo de la mayor parte de la literatura sobre la contienda.

A la vuelta de España, Simone Weil escribirá penetrantes alegatos pacifistas y agudas críticas a la política exterior del gobierno francés, tanto en lo referente a su política de neutralidad o de no-intervención, como en cuanto a la cuestión colonial. Así, arremete contra la conjunción de dominación política, explotación económica y desarraigo cultural vivida en las colonias y contra la indiferencia e insensibilidad con la que se trata el problema (Escritos históricos y políticos).

En 1939, el estallido de la segunda guerra mundial confirma sus peores augurios sobre los riesgos del totalitarismo y la crisis de nuestra civilización. En adelante, ya no denunciará una coyuntura o una política concretas, sino que buscará construir un futuro en el que se erradiquen de una vez para siempre las bases en las que se asienta toda dominación colonial generadora de violencia y uniformidad.

La ocupación de Francia por las tropas alemanas resulta determinante en la vida de Simone Weil, pues su origen judío la condena al exilio. En 1940 tiene que abandonar París ante la persecución antisemita buscando refugio en Marsella, en la Francia libre, donde pasará dos años especialmente fructíferos, centrados en su búsqueda religiosa, de la mano del filósofo católico G. Thibon (en cuya explotación agrícola trabajaría algún tiempo) y del sacerdote dominico, el padre Perrin. Este periodo será vivido por ella como una apasionante aventura espiritual reflejada en escritos de una gran belleza (A la espera de Dios, Pensamientos desordenados, Intuiciones pre-cristianas).

En 1942, para no dejar solos a sus padres, marcha con ellos a Nueva York donde reside su hermano. Pero, lejos de disfrutar de su privilegiado destino, siente terribles remordimientos por haber abandonado su país en momentos tan difíciles. Después de tan sólo cuatro meses, viaja a Londres con la intención de realizar alguna misión de sabotaje o de espionaje en la Francia ocupada. Sin embargo, se le asigna un trabajo en el futuro gobierno provisional de la república francesa, consistente en revisar los informes enviados por los comités de la Resistencia y en redactar un  proyecto sobre las reformas a practicar tras la liberación. El resultado de este trabajo será su ensayo más emblemático, L’enracinemant (Echar raíces) y los textos reunidos en Escritos de Londres y últimas cartas. Meses después, en agosto de 1943, morirá en un hospital de Ashford, cerca de Londres, a causa de una tuberculosis agravada por su negativa a comer más que las raciones de los soldados. Tenía, como hemos dicho antes, treinta y cuatro años.

 

3.      Pensamiento de madurez

Una vez que hemos culminado este recorrido por su biografía, vamos a abordar algunos aspectos de la nueva cultura que ella cree necesario fundar para el nuevo orden internacional de después de la guerra. Se trata de definir una nueva cultura, en el sentido fuerte del término, un nuevo “ser en el mundo”, una nueva civilización; civilización que debe ser, ante todo, de índole universal en la línea de la idea de universalidad que ya impregnaba su proyecto alternativo a la opresión y sus reflexiones sobre el colonialismo, y que implica, ante todo, abrir los ojos a las diferentes visiones del mundo a lo largo del espacio y del tiempo y rechazar, de pleno, el imperialismo cultural occidental.

En su acercamiento a la Iglesia, cuando se plantea seriamente la posibilidad de bautizarse, el primer obstáculo es precisamente éste: la ausencia en la tradición eclesial de lo que sería, a su juicio, una auténtica universalidad –catolicidad- en el reconocimiento de la “revelación”; actitud que se manifiesta en el uso histórico de la condena por anatema de los pensamientos contrarios a los dogmas pronunciados por la Iglesia. La crítica de Simone Weil se inscribe en un contexto histórico anterior al Concilio Vaticano II y se adelanta, sin duda, al espíritu conciliar y a ideas de la teología contemporánea, como la de Karl Rahner sobre los “cristianos anónimos”, la teología ecuménica de las religiones, el diálogo interreligioso y la inculturación de la fe, tal como han puesto de manifiesto, entre nosotros, los teólogos EvangelistaVilanova, Juan José Tamayo y González Faus (que es partidario de su canonización).

Simone Weil lamenta que la Iglesia deje fuera manifestaciones valiosísimas de la verdad que se han dado en épocas históricas remotas o en pueblos alejados de nosotros. Desde este punto de vista, considera su decisión de no recibir el bautismo como una auténtica vocación personal de solidaridad con los que están fuera de la Iglesia aunque deberían ser reconocidos bajo su seno.

A estos efectos, Weil se adentra en un peculiar recorrido histórico en busca de los pueblos, las culturas y las doctrinas cuya inspiración procede de una fuente auténtica. En Marsella y en Londres realiza un gran esfuerzo en este sentido: busca consejos, mantiene conservaciones inacabables con sus amigos católicos, traduce textos griegos, sánscritos, textos pertenecientes al folklore de diversos pueblos; lee a los grandes místicos de las grandes religiones, compara las visiones científicas de las diversas épocas, estudia el significado de las figuras geométricas, relaciona diferentes visiones del arte… Su búsqueda de la verdad no tiene tregua.

Sin embargo, como afirma Margueritte Yourcenar, “la necesidad apasionada de encontrar en todas partes la Revelación espiritual sume con frecuencia a esta mujer admirable en una especie de delirio interpretativo”. La parte más débil del pensamiento de Simone Weil es seguramente ésta: su polémica interpretación de la historia, que le lleva casi a encarnar el bien y el mal en diferentes pueblos y culturas. Los malos serían los que se han movido por el deseo de poder, de dominio, por la barbarie, por el principio de la fuerza o de la gravedad, que ella siempre opone al de la gracia (La gravedad y la gracia). Se trata de pueblos, en definitiva, que albergan un espíritu totalitario, ya sea de signo ateo o religioso. En el primer caso estarían los romanos y los herederos de sus métodos imperialistas; en el segundo caso, el pueblo judío al que critica con una dureza extrema, inexplicable si pensamos en la persecución y exterminio que estaba viviendo en estos momentos. La sola idea de pueblo elegido representa todo un escándalo desde su punto de vista, ya que supone la intervención de Dios en la historia y el ejercicio de su poder a favor de una colectividad.

A pesar de su extremismo, creemos que resulta valiosa la razón última de su controvertido recorrido histórico, que no es otra que pretender superar una visión dominante de la historia que la identifica con la historia de los vencedores y de los poderosos. Visión que desprecia todo aquello que por rehusar el uso de la fuerza ha acabado por sucumbir: “la justicia es la eterna fugitiva del campo de los vencedores”; se trata de “leer en la historia el silencio de los vencidos”. Simone Weil reclama así una auténtica solidaridad universal, en la línea de lo que Benjamín o Metz definen como “solidaridad anamnética”, una solidaridad que recuerda y asume la causa de los vencidos y los olvidados de la historia.

Frente a la historia de la fuerza, la historia de los vencedores, hay que reivindicar la otra historia escondida, silenciosa, la protagonizada por los pueblos y las personas que han sabido guiar sus pasos por el espíritu de verdad, justicia, amor y belleza. Grecia es la cultura privilegiada en este sentido, especialmente la Grecia arcaica, órfica, pitagórica y la de Platón y algunos estoicos. Pero en la concepción de Simone Weil, Grecia, cuna de la civilización occidental, es también su otro, pues nos une a Oriente en un vínculo indisoluble. La Grecia que ella admira es la transmisora de las civilizaciones orientales. Grecia lleva dentro de si las voces de la cultura asiática que constituyen su alteridad asumida.

Y el rayo que ilumina a Grecia desde su “antes” oriental es el mismo que la expone a la luz que llega desde su “después”, es decir, el cristianismo, también nacido de Oriente. La "civilización románica" expresa a través de su arte, de su música, de su belleza, este misterioso encuentro entre Grecia y el cristianismo. Weil no duda en afirmar que “este fue el verdadero Renacimiento: el espíritu griego renacía bajo la forma cristiana que es su verdad”. Por esta razón, la postura de Simone Weil ha sido calificada de "paganismo cristiano" o de "platonismo cristiano", ya que, a su juicio, es Platón el autor que condensa todo lo mejor de la antigüedad de Oriente y Occidente; su pensamiento ayuda a comprender el Evangelio incomparablemente más que todo el Antiguo Testamento.

Ante la posibilidad de interpretar el cristianismo de dos formas distintas -como cumplimiento del Antiguo Testamento o como la respuesta definitiva a todas las búsquedas de las diferentes religiones y tradiciones espirituales de todos los tiempos- la segunda opción es para ella la única correcta, pues “siendo la religión, como la lengua, un aspecto de la cultura de un pueblo, cambiar de una religión a otra es un peligro, una traición y un absurdo; la conversión al cristianismo no es un cambio de religión, es el paso de la religión a la Revelación; es decir, de la pregunta a la respuesta. El cristianismo no es la religión de una cultura, sino que es una Revelación dirigida a todos los hombres de todas las religiones y de todas las culturas”.

Sólo partiendo de estas premisas, el cristianismo puede llegar a resultar realmente significativo y puede llegar a iluminar toda la vida social, no quedando restringido al ámbito privado, es decir, como expresa gráficamente, a un  asunto del domingo por la mañana. La separación entre la civilización y la espiritualidad, que ya resulta casi irreparable, le parece un gran disparate. Simone Weil no pone en cuestión el principio de tolerancia o de libertad de conciencia, sino un tipo de “laicismo” que no quiere escuchar aquello que la religión puede decir sobre la sociedad. El cristianismo debe cumplir una función crítica liberadora; una doble purificación de lo político y de lo religioso a través de una crítica radical a la representación de Dios y del poder.

El Dios del que ella habla no es el Dios omnipotente que ejerce su poder en la historia; es el Dios desposeído de todo su poder, el de los místicos de todas las religiones. Dios es pensado desde la ausencia, desde el abandono, la kenosis y el anonadamiento que ya encontramos en la Creación, pues ya por la Creación Dios se vacía de su divinidad y toma la forma de siervo, de mendigo a las puertas de nuestro corazón. La Encarnación y la Pasión son la culminación de la renuncia de Dios a ejercer su poder. Las palabras de Cristo en la cruz, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, expresan la gran verdad sobre la condición humana y sobre el sentido de la realidad.

Al igual que Dios se ha vaciado de su poder, el ser humano debe renunciar al propio yo egoísta, debe descentrarse, dejar de interpretar el mundo en función de los propios deseos, creencias y ambiciones. Weil llama a esto –con un término bastante desafortunado- “decreación”, que es otra forma de denominar la conversión.

La conversión no supone adherirse a unas creencias, ni proviene de un esfuerzo por cumplir preceptos morales. La actitud vital que lleva a la conversión es una actitud de escucha, de renuncia, de espera, que ella explica a través de la noción de “atención”; noción que se manifiesta en dos formas de amor implícito a Dios; es decir, dos realidades aparentemente alejadas de Dios pero en las que el Dios ausente se hace misteriosamente presente; dos realidades por las que el hombre puede llegar a Dios sin haberlo buscado directamente. Estas dos formas de amor implícito a Dios son la atención a la belleza del mundo y la atención a la desgracia.

En cuanto a la primera, vemos que para Weil la belleza juega un papel fundamental en la conversión, ya que la naturaleza es el espejo de Dios. Dios hace existir este universo consintiendo a no dominarlo y el hombre también debe renunciar a verlo sólo como un objeto de dominación y, por el contrario, aprender a contemplarlo de forma respetuosa. El universo se encuentra ante el hombre como una primera revelación y el hombre debe descifrarlo de manera creativa. Debemos aprender a descifrar el lenguaje de la creación; la contemplación de la naturaleza constituye un aspecto fundamental de la espiritualidad, captado especialmente por las culturas orientales y que ha impregnado también el cristianismo. Si el cristianismo es la respuesta a todas las religiones, debe enseñarnos a ver en la belleza del orden del mundo una primera manifestación del amor de Dios que deja su huella en todo lo real. Debemos aprender a leer el mundo en todos sus elementos como un vehículo que permite el contacto con la verdad gracias a la belleza. Sólo así se podrá llegar a la reconciliación entre la ciencia y la religión “dramáticamente disociadas en la modernidad”, sólo así nuestra civilización científico-técnica comenzará a reconciliarse con la espiritualidad.

La otra gran forma de amor implícito a Dios es la atención a los desgraciados. La desgracia –que, como recordareis, había entrado para siempre en su carne y en su alma durante su experiencia obrera- es algo diferente al simple sufrimiento, pues se apodera de la persona y la marca hasta el fondo con el signo de la esclavitud. Sólo hay verdaderamente desgracia cuando el acontecimiento que se ha apoderado de una vida y la ha desarraigado le alcanza en todas sus partes: física, social, psicológica… La desgracia es indiferente, anónima y fría, y es el frío de esta indiferencia -un frío metálico- el que hiela hasta el fondo mismo del alma de aquellos a los que alcanza. La desgracia es el extremo de la carencia de atención, de la falta de calor humano. La desgracia es el gran enigma de la vida humana y, precisamente, en este enigma es donde encontramos la iluminación más intensa de la verdad. La máxima verdad sobre la condición humana se encuentra en la desgracia, pues es donde se manifiesta lo que realmente somos, cuando desaparece todo lo que creíamos ser, es decir, cuando las circunstancias nos han privado de todo aquello que nos parecía parte de nosotros mismos. De ahí que llegue a afirmar: “en este mundo sólo los seres que han caído en el último grado de humillación, no sólo sin consideración social, sino mirados por todos como desprovistos de la dignidad humana, sólo ellos tienen la posibilidad de decir la verdad, todos los demás mienten”. Existe una alianza natural entre la verdad y la desgracia porque una y otra “son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz ante nosotros”. Los que conocen la verdad no pueden expresarla y no son escuchados por nadie; son los excluidos, los sin-voz.

Y Cristo fue uno de ellos. Por eso Cristo es la Verdad. La Cruz de Cristo es la asunción de la condición humana en su verdad, en su desnudez. La Pasión de Cristo, revivida por todos los desgraciados de la tierra, se convierte así en el lugar desde el que el mundo debe ser pensado y transformado. Cristo es la clave del conocimiento. ¿Cómo puede dejar el cristianismo de ser la luz de nuestro mundo si expresa la verdad de nuestra condición?

A través de la Cruz, Dios es el sufriente que está presente en todos los sin-voz, en todos los excluidos, en todos los desgraciados; el amor a éstos es amor a Dios mismo, es un amor de índole sobrenatural porque supera nuestra tendencia natural a huir del sufrimiento y a engañarnos sobre lo que realmente somos: “el espectáculo de la desgracia causa al alma la misma retracción que la proximidad de la muerte causa a la carne”. La ausencia de compasión tiene como razón de fondo este temor a la verdad.

La compasión consiste en ponerse en el lugar del desgraciado, en sufrir con él su misma miseria. Gracias a la compasión, el desgraciado deja de ser un sujeto anónimo, indiferente; se le reconoce su existencia. “Los desgraciados sólo tienen necesidad en este mundo de hombres capaces de prestarles atención”. La compasión salva, cura del mayor sufrimiento del desgraciado, el de sentir que no cuenta para nada ni para nadie, que es un ser invisible, inexistente para los demás. La compasión humana participa de la compasión de Dios, pues siempre que los desgraciados son amados por si mismos, Dios está presente. No olvidemos que la atención al desgraciado, como la atención a la belleza del mundo, es una forma de amor implícito a Dios.

Frente al individualismo, que es el mayor enemigo de la compasión, Simone Weil reclama una vida comunitaria plena, en la que la relación entre los seres humanos sea más rica que la proporcionada por meras relaciones mercantilistas o por la sumisión común a un Estado. La consideración del individuo como un ser aislado, la desintegración de toda vida comunitaria y de toda conciencia de identidad grupal, la ausencia de una experiencia común compartida, engendra soledad, egoísmo y angustia, lo que conduce a un consumismo desenfrenado y puede explotar también en manifestaciones de violencia y nihilismo.

Aquí aparece uno de los temas principales desarrollados en sus últimos escritos, el desarraigo, es decir, la pérdida de las raíces, la carencia de referentes y los efectos devastadores en múltiples experiencias de sin-sentido.

De hecho, para Simone Weil, el arraigo es la necesidad más importante y más desconocida del alma humana; es una de las más difíciles de definir: “El ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural, en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro; el ser humano tiene necesidad de múltiples raíces, necesita recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual de los medios de que forma parte naturalmente”. Por eso, la destrucción del pasado es para ella uno de los mayores crímenes que se puede cometer, ya que el pasado que se destruye no se recupera jamás: “Un saco de trigo siempre se puede sustituir por otro; el alimento que una comunidad suministra al alma de sus miembros no tiene equivalente en todo el universo. Además por su duración la colectividad penetra en el futuro, es alimento no sólo para el alma de los vivos, sino también de los aún no nacidos, que llegarán al mundo en los siglos venideros” (lo que hoy llamamos “derechos de las futuras generaciones”).

Junto al arraigo, Simone Weil habla de otras “necesidades vitales” análogas al hambre; necesidades que en unos casos tienen relación con la vida física y, en otros, con la vida moral, y que, si no son satisfechas, llevan a caer progresivamente en un estado más o menos similar a la muerte, más o menos próximo a la vida puramente vegetativa. Como correlato, como respuesta a estas necesidades básicas, habla de obligaciones y sólo secundariamente de derechos, pues su motivación es siempre la de mirar la realidad desde la perspectiva del otro: “la obligación tiene por objeto las necesidades terrestres del alma y del cuerpo de los seres humanos cualesquiera sean; a cada necesidad responde una obligación”. "Cualquiera que tenga su atención y su amor dirigidos hacia la realidad extraña al mundo, reconoce al mismo tiempo que está sujeto, en la vida pública y privada, por la única y perpetua obligación de remediar, en la medida de sus responsabilidades y de su poder, todas las privaciones del alma y del cuerpo capaces de destruir o de mutilar la vida terrena de un ser humano, cualquiera que sea". "Las personas se inclinan con más o menos fuerza a consentir o rechazar adoptar esta obligación como regla de conducta… Por un lado, la proporción de bien y de mal en una sociedad depende de la cantidad de consentimiento y rechazo; por otro, de la distribución del poder entre quienes consienten y quienes rechazan". Simone Weil elabora en Londres un auténtico proyecto de "Declaración de las obligaciones respecto al ser humano", de gran interés.

Desde su punto de vista, la articulación del ideal democrático está aún por estrenar y debería vertebrarse desde la exigencia de reconocimiento y satisfacción de estas necesidades humanas básicas, que es el último criterio de legitimidad de todas las instancias de poder. La quiebra de legitimidad que padecemos tiene mucho que ver con un rasgo central y escandaloso de nuestra cultura: la concepción de la solidaridad o de la caridad, es decir, de la atención al otro necesitado, como un asunto privado que no resulta exigible. Esto conduce a situaciones paradójicas como la evocada por esta imagen: “robar en una tienda es un delito, es algo regulado por el derecho, mientras que dar limosna es un asunto de caridad; el tendero puede denunciarme y puedo ir a prisión en el primer caso, en el segundo, si yo me niego a prestar ayuda a un mendigo, aunque su propia vida dependiera de mi ayuda, no puede denunciarme a la policía y mi conducta queda totalmente impune”. Aquí se plantea el complejo problema de la relación entre el derecho y la moral, con todos los riesgos y confusiones que puede generar. Pero lo esencial y permanente de su crítica es la denuncia de la cómoda doble moral que practicamos y que nos permite vivir relativamente tranquilos -seamos creyentes o no- mientras hay a nuestro alrededor un terrible panorama de hambre tristeza, explotación y miseria. La respuesta que ella sugiere –lo que ella llama la “caridad obligatoria”- estaría en la línea de una concepción muy amplia, muy extensiva, del “deber de socorro” o del delito de “no asistencia a persona en peligro”.

Las propuestas de Simone Weil exigen un cambio radical de mentalidad, que ella confía en que se produzca después de la guerra. Europa debe jugar un papel muy importante en el nuevo orden internacional, pues Europa -situada como “media proporcional entre América y Oriente”- deberá cumplir la misión de volver a unir, como en los momentos más fecundos del pasado, la cultura oriental y la cultura occidental, ya que no tiene quizá otro medio para evitar descomponerse por la influencia americana, que mediante un contacto nuevo, verdadero y profundo con Oriente.

La fórmula federalista -fundada en la “unidad en la diversidad” (Denis de Rougemont)- es, a su juicio, la más apta para organizar Europa en el futuro. Solución que supone un cambio importante en la forma de entender la soberanía, ya que “la noción jurídica de la nación soberana es incompatible con la idea de un  orden internacional”. El federalismo implica un reparto de poder, e incluso una soberanía compartida, entre comunidades más grandes y más pequeñas que los Estados actuales. Si Europa continúa dividida en Estados, que “se imponen como únicos objetos de fidelidad, convertidos en lo único común de la sociedad”, no podrá proporcionar los alimentos necesarios para que el ser humano se sienta arraigado en una comunidad real, más allá de la frialdad de la estructura estatal.

Ahora bien, cuanto pueda decirse sobre Europa, debe ser escuchado en sintonía con la crítica que Weil realiza del eurocentrismo. Europa, como punto posible de equilibrio entre Oriente y Occidente, conlleva la apertura a lo diferente, a la riqueza plural de las diferentes culturas. Como hemos ido viendo a lo largo de todo este recorrido por la vida y la obra de Simone Weil, lo que ella reclama es una cultura realmente universal, construida entre todos los hombres y pueblos de la tierra, y donde juegue un especial papel la voz de los sin-voz, de los excluidos y vencidos.

Emilia Bea
Universitat de València

 

 

 

Bibliografía: Emilia Bea, Testimonis del segle XX, ed. Publicacions Abadía de Monserrat, Barcelona, 2001.

 

Les sessions comencen a les 18.00.

Celebració de la Eucaristia a les 17.30.

Col.legi del Corpus Christi

Plaça del Patriarca, 1 València