| ABC. Editorial, 25 de octubre de 2004
CATÓLICOS AGRAVIADOS
SE anuncian movilizaciones, apoyadas por las diócesis, a cargo de los
católicos que se sienten agredidos por el laicismo militante que practica
el Gobierno socialista. Estamos en presencia de una extraña ofensiva en
materias tan delicadas como la enseñanza de la Religión y el matrimonio de
homosexuales; en el horizonte próximo puede alcanzar también al derecho a
la vida (aborto y eutanasia) e incluso a la financiación de la Iglesia. Se
trata de una política errónea desde el punto de vista ideológico, puesto
que reabre viejas heridas cerradas felizmente desde la Transición. Resulta
además sorprendente y profundamente injusta, si atendemos a criterios
sociológicos, ya que la Iglesia y los movimientos vinculados a ella
realizan una labor fundamental en favor de los grupos menos favorecidos,
en ámbitos tales como la inmigración, los enfermos y los marginados. Al
tiempo, el Ministerio de Justicia anuncia acuerdos con otras confesiones
religiosas, aunque luego -como es costumbre- rectifica a medias. Estas
medidas son, por supuesto, muy respetables, pero afectan a sectores
minoritarios; de ahí que muchos católicos se consideren agraviados y
reclamen la aplicación estricta del artículo 16 de la Constitución, que
establece un Estado aconfesional pero no laico y exige que los poderes
públicos mantengan relaciones de cooperación especial con la Iglesia
católica, reconociendo así una abrumadora realidad histórica y cultural.
La jerarquía eclesiástica ha reaccionado con prudencia y buen sentido,
evitando atizar una hoguera que podría desembocar en una peligrosa
fractura moral. Pero el clima de indignación se extiende en muchos
sectores de base. En una sociedad poco vertebrada, como es la nuestra, la
Iglesia cuenta a su favor con una organización estable y diversificada,
capaz de movilizar a muchos miles de personas en las iniciativas que ya se
anuncian, tales como recogida de firmas o una gran manifestación en
defensa de la libertad de enseñanza. No se debe atribuir estas actuaciones
a la búsqueda de privilegios ni mucho menos al interés de grupos de poder
social o económico. Los números no mienten y la realidad demuestra que son
las clases medias -en el más amplio sentido- las que prefieren la
enseñanza concertada y exigen para sus hijos una instrucción religiosa
como expresión de valores enraizados en la mentalidad colectiva.
Nadie discute que en el Estado democrático contemporáneo las leyes
aprobadas por el Parlamento expresan la soberanía popular. Pero ello no
justifica, como a veces se pretende, el deseo de reducir al silencio la
voz de los obispos o, en general, la opinión de los creyentes. Sería una
discriminación intolerable, contraria a la imagen que transmite de sí
mismo un gobierno que se proclama intérprete de la voluntad general. Sin
embargo, el propio Rodríguez Zapatero habla, con lenguaje impropio de un
presidente del Gobierno, del progresismo frente a los «carcas» y circula
por ciertos ambientes una supuesta «hoja de ruta» para orientar la
política en un sentido que se dice laico y que es, en rigor, anticatólico.
Por lo demás, llama la atención que entre los ideólogos del nuevo enfoque
se encuentre uno de los ponentes de la norma fundamental, que durante años
ha manifestado públicamente su posición sobre la compatibilidad entre
socialismo y cristianismo. Algunos sectores del PSOE próximos a los
movimientos católicos de base han manifestado su contrariedad y alertan
sobre la pérdida de votos que todo esto podría suponer en futuras
elecciones. Sin embargo, predomina por ahora una concepción ideológica
militante, que busca quizá una bandera común para atraer a las diferentes
y heterogéneas formaciones de la izquierda española. El rechazo a las
medidas anunciadas debe ser motivo de reflexión para un Gobierno que
pretende consolidar su precaria mayoría a base de la yuxtaposición de
múltiples minorías, en perjuicio de una sociedad moderna que ha sabido
superar viejas querellas |