Religión e historia
FRANCISCO BUSTELO
EL
PAÍS - Opinión - 23-12-2004
Toda religión se mueve en lo que parece ser una contradicción
permanente. Sus creencias responden a una verdad revelada y, como tal,
son inmutables. Sus principios, en consecuencia, tendrían que aplicarse
íntegramente en todo tiempo y lugar. Ocurre, sin embargo, que las
sociedades, aun las más religiosas, cambian porque lo hacen sus ideas,
sus instituciones, su acervo científico, sus leyes, su vida material.
Esos cambios, al menos los registrados en tiempos modernos, no suelen
guiarse por criterios religiosos.
Ante ello, una religión tiene dos opciones. O se aferra a su dogma y
se aleja así de la sociedad convirtiéndose en una secta minoritaria, tal
los amish norteamericanos, que no aceptan el automóvil, o los testigos
de Jehová, que rechazan las transfusiones de sangre, o bien adapta sus
principios a la realidad.
El cristianismo es probablemente, entre las grandes religiones, la
que ha demostrado mayor capacidad de adaptación. Si no fuera así, no se
explicaría su vinculación al poder, con el que estuvo tan unido en
Occidente durante 15 siglos, con una enorme influencia en toda la vida
social, política y económica de los países cristianos hasta la Edad
Contemporánea. Un influjo que sin duda fue benéfico en su conjunto, al
suavizar los rasgos más crueles y violentos de una sociedad que en
muchos aspectos resultaba despiadada, sobre todo para el pueblo llano.
Pero esa alianza con quienes gobernaban también condicionó a la
religión, que ya no pudo exigir a los poderes públicos el cumplimiento
estricto de su doctrina. Son muchos los ejemplos de adaptación que cabe
citar. Muy pronto el cristianismo tuvo que aceptar en su seno a los
ricos, sin obligarlos a dejar de serlo, pese a las tajantes palabras del
Evangelio de que es más fácil el pasar un camello por el ojo de una
aguja que entrar un rico en el reino de los cielos (San Mateo, 19.24, y
San Marcos, 10.25). Si el mensaje evangélico se hubiera aplicado al pie
de la letra, hubiera hecho incompatible al cristianismo con cualquier
progreso económico, que exige, claro es, la creación de riqueza, lo que
difícilmente se logrará sin que existan ricos. Todavía en el siglo XIII
San Alberto Magno predicará, con escasas consecuencias prácticas, que
todo rico es injusto o heredero de injusto.
También tuvo que aceptar el cristianismo casi en sus primeros tiempos
un hecho tan poco cristiano como la esclavitud. De no haberlo hecho, no
se habría convertido en la religión oficial del Imperio romano, uno de
cuyos pilares era la servidumbre forzosa de millones de personas. Una
aceptación que duró lo que duró esa bárbara institución. En el siglo XVI,
Vázquez de Menchaca, uno de los teólogos españoles en el Concilio de
Trento, diría que había que resignarse ante la esclavitud, pues peor
sería que los vencedores exterminasen a los vencidos. Una teoría del mal
menor, por cierto, que quizá cabría aplicar hoy en día a procederes,
como el aborto, menos inicuos que la esclavitud.
En cuanto a la guerra, otra institución tan extendida como
anticristiana, se santificó aquella contra el infiel, lo que contribuyó
a alentar la expansión ultramarina de los europeos desde el siglo XV, en
la que se aunaba, como dice Colón en su diario, una poco evangélica sed
de oro con la predicación de la Verdadera Fe. También el catolicismo
justificó la guerra contra el hereje, con lo que desde el final de la
Edad Media las guerras entre cristianos fueron una constante de la
historia europea. Todavía en el siglo XX, la absurda Primera Guerra
Mundial fue bendecida por las respectivas Iglesias nacionales de los
países enfrentados. Y no hace falta recordar que hasta hubo guerras
civiles, las menos cristianas, si cabe, de todas las guerras, que se
consideraron cruzadas. Fue la desaparición de los conflictos bélicos en
Occidente lo que hizo defender tan encomiablemente ideas de paz al
catolicismo, en una adecuación más a los cambios históricos.
Otro caso notable de adaptación fue el de la usura. Con este nombre
actualmente se denomina el hecho de que un prestamista exija al
prestatario intereses excesivos, pero antaño designó el cobro de
cualquier interés, alto o bajo, en un préstamo o crédito. Hasta bien
entrado el siglo XVIII, la Iglesia católica sostuvo que ese cobro era
pecado muy grave, pues pecunia pecuniam parere non potest ("el
dinero no puede crear dinero") y fenus pecuniae, funus animae
("el interés del dinero es la muerte del alma"). Tal condena, claro es,
resultaba de todo punto incompatible con una economía moderna. Calvino,
cuya doctrina supuso una gran adecuación al capitalismo incipiente, fue
el primero en aprobar el pago de intereses.
Entre los católicos, los escolásticos españoles hicieron muchas
disquisiciones, unas bien razonadas, otras disparatadas, para aunar ley
divina, derecho natural y realidades económicas, que fueron las que
acabaron imponiéndose. Hoy sería inaudito que un banquero católico
consultara a su confesor si puede cobrar tales o cuales intereses. No lo
sería, sin embargo, para un banquero musulmán, ya que el islamismo, con
su menor capacidad de adaptación, sigue condenando el pago o el cobro de
intereses. No todos los musulmanes cumplen esa norma, pero sí los
suficientes para que recientemente se haya creado en Gran Bretaña un
banco islámico, que funcionará, curiosa y difícilmente, respetando ese
precepto religioso.
Sobre los dineros de la Iglesia católica española, el asunto ya se
planteó en el siglo XIX con más acritud que ahora y también hubo una
inevitable adaptación. La Iglesia se opuso frontalmente a la
expropiación de sus inmensas propiedades cuando la desamortización. La
existencia de las llamadas manos muertas, que podían recibir en donación
tierras pero no venderlas, estaba reñida con la economía de mercado, y
la Iglesia, aunque llegó a excomulgar en un primer momento a quienes
compraran tierras que, en una privatización pionera, habían sido
nacionalizadas para luego venderse a particulares, acabó aceptando el
nuevo estado de cosas y levantando la excomunión, tal vez porque ésta no
surtió efecto en los compradores, casi todos ellos nobles y burgueses
acomodados, a pesar de que fueran personas en las que cabía presumir
sólidas creencias religiosas.
La historia muestra así dos cosas que a primera vista parecen
contradictorias, pero que,bien mirado, son consecuencia lógica una de
otra. Por un lado, la gran influencia del cristianismo en la historia de
España; por el otro, su adaptación a los cambios que ha ido registrando
el país. Sin embargo, tal adaptación puede ser a veces trabajosa y
llevar tiempo. Y es que desde el postulado de que su verdad es única e
indiscutible, toda religión se ve en ocasiones tentada a recriminar a la
sociedad en la que está implantada que no cumpla cabalmente todos sus
preceptos, corriendo así el riesgo de caer en el integrismo. Baste
recordar el fundamentalismo vigente hoy en algunos países musulmanes.
También en España hubo integrismo. El vocablo mismo es una aportación
española. A finales del siglo XIX se fundó en nuestro país el Partido
Católico Nacional e Integrista, que pretendía aplicar íntegramente la
doctrina católica a la vida política y social. Duró hasta 1936 y, aunque
minoritario, influyó en el franquismo, pues integrismo y fundamentalismo
eran aquellos dislates de fuerte contenido religioso de por el imperio
hacia Dios o España, reserva moral de Occidente.
En honor de la verdad hay que decir que luego la jerarquía católica
aceptó sin renuencia la democracia y la aconfesionalidad del Estado
proclamada en el artículo 16 de la Constitución de 1978. Y es que en
España sólo hubo integrismo religioso cuando hubo fundamentalismo
político.
Por eso sorprende que hoy se oigan voces autorizadas de la Iglesia
que critican ásperamente al Gobierno y a la sociedad por apartarse de la
religión. No obstante, si atendemos a la historia, hay que pensar que
esas descalificaciones y los enfrentamientos consiguientes serán
pasajeros. A decir verdad, no parece posible que la Iglesia española,
cuyos vituperios recientes la singularizan entre los países católicos,
vaya a vivir en pelea continua con los gobernantes de turno, a poco de
izquierdas que sean, ni con una mayoría de gobernados, por cuestiones
que como la contracepción, el divorcio o el reconocimiento de la
homosexualidad, centenares de millones de personas de todo el mundo
consideran logros irreversibles del progreso. Nunca la Iglesia en España
practicó ese enfrentamiento de forma duradera y no es verosímil que lo
vaya a hacer ahora.
Tal vez, en aras de la convivencia, habría que pedir a los obispos
que, a la hora de lanzar condenas contra comportamientos o leyes, tengan
más presente la propia historia de la institución que dirigen, una
institución vieja de siglos y sabia de experiencias.