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UNISCI DISCUSSION PAPERS Octubre de 2004
1. El cristianismo, una religión pública e intramundana
Quizá ha sido Max Weber —que centró gran parte de su obra en el estudio de
las éticas económicas de las grandes religiones— quien mejor ha
desarrollado la sociología del cristianismo. Para este autor, hay que
distinguir entre
religiones extramundanas
y
religiones intramundanas;
las primeras se basan en un rechazo del mundo, mientras que las segundas
se centran en una transformación del mismo. Ambas son religiones, es
decir, tienen un centro sagrado, por lo general monoteísta, un sistema de
creencias, un conjunto de rituales y prácticas de oración, una
escatología, etc. Lo específico de las religiones intramundanas es que
vinculan estrechamente la fe y la adoración religiosa con la creación de
un determinado orden social. Max Weber señala este rasgo con toda
claridad: “Dios quiere que los cristianos actúen en la sociedad, puesto
que quiere que la vida social se configure conforme a sus preceptos y se
organice de modo que responda a aquel fin. El trabajo social (del
cristiano) en el mundo...” (Weber: 1904-1905, 87). El cristianismo es una
religión ético-profética e intramundana y, por ello, debe ser considerada
como una
religión pública
con una pretensión de incidencia social; por este motivo, constituye un
factor socio-político. Su dimensión ética contiene valores que buscan en
cada coyuntura histórica ser puestos en práctica y su dimensión profética
le lleva inexorablemente a ejercer la crítica de aquellas realidades que
niegan esos valores. Esta característica del cristianismo originario fue
reconocida por F. Mitterrand en 1993 en la entrega de la Legión de Honor
de Francia a Gustavo Gutiérrez, precursor de la teología de la liberación:
“qué es la fe si no puede estar al servicio de los hombres, ella debe
tener una traducción en los hechos, en la organización de la sociedad y en
la defensa de los pobres”.
La pregunta que hay que plantearse es si este carácter intramundano que le
otorga una politicidad consustancial a la religiosidad cristiana es
compatible con la necesaria e imprescindible desreligiosización de la
política. Una fenomenología del
cristianismo originario
permite contestar afirmativamente a esta cuestión. El cristianismo es
político en su teología y nada teológico en su visión de la política; es
decir, contiene elementos ético-proféticos que le llevan a implicarse en
la transformación del mundo, pero no propugna una política directa desde
el Evangelio. Reconoce la autonomía de la política y su función profética
tiene que ver más con la crítica que con la legitimación o el
reconocimiento de una política como cristiana. El cristianismo originario
no es una
religión política,
esto es, no contiene un modelo sacralizado de Estado, de ideología y de
forma de organización de la vida social. Basándose en esta seña de
identidad y partiendo de la figura de Jesús de Nazaret como crítico de la
religión política del judaísmo, las teologías políticas más recientes han
desarrollado una interesante crítica cristiana de diversas manifestaciones
de
religión política:
fundamentalismos católicos y protestantes, teorías como las de Carl
Schmitt o Donoso Cortés, ideologías del nacional-catolicismo hispano y
polaco, formulaciones doctrinales de la democracia cristiana, ideologías
totalitarias de izquierda. Evidentemente las diversas etapas de lo que
podemos denominar la historia política del cristianismo no siempre han
estado guiadas por estas características originarias, pero precisamente
por eso cabe una crítica de los diversos tipos de integrismos y
fundamentalismos políticos del cristianismo en su desarrollo histórico.
Desde esta perspectiva, no cabe ni una democracia cristiana, ni un
socialismo cristiano, sino una fecundación de la política de cada
coyuntura histórica con los valores ético-proféticos y las dimensiones
intramundanas de fondo contenidas en el Evangelio. El cristianismo busca
en cada momento histórico aquellas mediaciones laicas que puedan traducir
y llevar a la práctica, al menos en parte, los valores evangélicos. Son
estos valores, llenos de una carga fortísima de transformación social y de
liberación de los empobrecidos, los que crean en los seguidores de esta
religión una
ética política
muy relevante para el cambio social.
Una de las peculiaridades del cristianismo originario respecto a otras
religiones públicas es su rechazo de la teocracia, del mesianismo
milenarista, del confesionalismo político y del fundamentalismo
religioso-nacionalista. Jesús de Nazaret no apoya ni los planteamientos de
la aristocracia sacerdotal ni los de los zelotes (grupo de oposición
armada a los romanos) precisamente por la carga teocrática que contienen.
O. Cullmann, en su obra ya clásica
El Estado en el Nuevo Testamento,
afirma que “el ideal teocrático judío es rechazado expresamente como
satánico por el Cristianismo” (Cullmann: 1966, 21). La primigenia
desteocratización del Estado judío y romano, basada en el rechazo de Jesús
de Nazaret a otorgarle al Estado la misma relevancia que a Dios o a
concederle más de lo que le pertenece (“darle al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios”), introduce un proceso de secularización de la
política y de desconfesionalización de la misma.
Jesús de Nazaret introduce un tipo de mesianismo distinto al mesianismo
político esperado por el pueblo judío. La gran esperanza de Israel era el
Reinado de Dios que sería inaugurado por el Mesías, líder consagrado por
Dios, guerrillero victorioso que expulsaría a los romanos, derrotando y
humillando al gran imperio pagano. Esta especie de golpe de Estado o
revolución por intervención divina mediante el Mesías restauraría el poder
de Israel e iniciaría una época de prosperidad bajo el gobierno del
Rey-Mesías auxiliado por Dios. Jesús de Nazaret rechaza este tipo de
mesianismo y esta imagen de Dios; especialmente a través del relato de las
tentaciones (Mt. 4, 1-11), se puede observar que se opone al uso de
milagros, de la omnipotencia divina y del poder idolátrico para realizar
su misión. Este relato es exponente de lo que podríamos llamar una
laicidad religiosa opuesta a teocratismos y fundamentalismos religiosos.
El mesianismo de liberación de los pobres que impulsa Jesús de Nazaret no
se basa en una intervención divina directa, sino en un mensaje de
construcción humana de otro tipo de sociedad basado en una conversión, en
una catarsis que cambia, con la ayuda de Dios, las actitudes, los
comportamientos y las relaciones sociales. Este mensaje de cambio es
universalista, rechaza el fundamentalismo nacionalista, particularista y
excluyente de los judíos. La apertura a los paganos niega los privilegios
sagrados exclusivos de Israel como pueblo elegido.
La novedad del cristianismo como
religión pública e intramundana
radica en que une consustancialmente la fe en Dios, la adoración
religiosa, la salvación eterna y la liberación de los pobres (Mt. 25,
31-46; Lc. 4, 16-20). En la medida en que esta religión establece la
práctica de liberación de los pobres y oprimidos como prueba de
verificación de la autenticidad religiosa introduce un radicalismo que va
a establecer inexorablemente una afinidad electiva con políticas que
tengan como finalidad la emancipación de los explotados y empobrecidos.
Lo innovador en el cristianismo no radica sólo en la centralidad de la
liberación de los pobres, sino en la ausencia de programas propios y, por
tanto, en la necesidad de buscar mediaciones para hacer efectiva esta
finalidad. Este componente pone barreras a integrismos y fundamentalismos
político-religiosos y posibilita aunar laicidad y religiosidad,
dificultando la teocracia, la privatización de la religión y el laicismo.
En la medida en que el cristianismo no presenta un proyecto político
propio, contribuye a evitar fanatismos en política. Si esta religión no
propone soluciones técnicas a los problemas humanos, nos está indicando
que no es posible la magia en política y que sólo cabe la búsqueda humana
de medios para lograr esa liberación de los pobres guiada, eso sí, por
determinados valores, actitudes, motivaciones, cambios de comportamientos,
aspiraciones vitales, esperanzas, etc., que es donde ella influye.
Insisto, su negación del “Dios tapa agujeros” —deus
ex máchina—,
magníficamente reflejada en la afirmación de Bonhoeffer “ante Dios y con
Dios estamos sin Dios” y en el “diálogo del Gran Inquisidor” de
Los hermanos Karamazov
de Dostoievski, es un refuerzo de la libertad humana y un principio de
crítica de todo fundamentalismo político-religioso que quiera presentarse
como la solución segura a los problemas de la vida social.
En los últimos decenios la teología de la liberación y los movimientos
cristianos que se inspiran en ella constituyen un magnífico ejemplo de
estas características del cristianismo originario. La teología de la
liberación es una manifestación de una religión pública e intramundana que
ejerce un rol ético-profético intenso —hasta el punto de ser declarada por
Estados Unidos en los
Documentos de Santa Fe
como “el principal obstáculo a los intereses norteamericanos en América
Latina”— sin por ello generar un fundamentalismo religioso de izquierdas
ni crear organizaciones revolucionarias confesionales. Desde este rol
ético-profético ha animado a los cristianos a buscar mediaciones laicas no
confesionales para traducir política y económicamente sus valores. El rol
de los cristianos en la creación del PT (Partido de los Trabajadores) de
Brasil, el mayor de toda la izquierda latinoamericana, es un ejemplo bien
elocuente. El cristianismo de liberación, que es algo más amplio que esta
teología, ha mostrado que es posible una religión pública con laicidad y
sin fundamentalismo. Ha puesto también de manifiesto que el laicismo y los
intentos de privatización forzada de este tipo de religiosidad no son otra
cosa que una forma de fundamentalismo; es decir, el laicismo —la expulsión
de la religión de la vida pública— es la otra cara de la moneda del
confesionalismo. La aportación propia y específica del cristianismo a la
historia de la laicidad y la secularización es algo que ya fue subrayado,
entre otros, por Max Weber, pero que no termina de ser captado por
determinados sectores de la izquierda.
Lo dicho hasta ahora sitúa al cristianismo como un factor político
indirecto. El hecho de que en este libro se vayan a mostrar las
dimensiones políticas de esta religión no significa que quiera reducir el
cristianismo a un fenómeno político y moral. Una fenomenología del
cristianismo impide un reduccionismo político o ético de esta religión, ya
que ésta tiene otro tipo de dimensiones sumamente importantes que van
mucho más allá de la política y de la moral. El cristianismo contiene un
específico sistema de creencias y múltiples componentes místicos,
escatológicos, carismáticos, ascéticos, comunitarios, catequéticos,
litúrgicos, testimoniales, etc. que no tienen que ver directamente con la
política y la moral o que, al menos, están más allá de éstas. En este
libro sólo voy a abordar una de las múltiples dimensiones del
cristianismo, la socio-política.
1.1. El proceso de secularización
El hecho de que consustancialmente el cristianismo sea una religión
ético-profética, esto es, pública e intramundana, no significa que los
procesos sociales, culturales y políticos sean indiferentes para el
desarrollo de la misma. El cristianismo influye en la sociedad, pero
también es influido poderosamente por ella. Si bien él en sus orígenes
introdujo en la historia factores importantes de desacralización de la
política, el proceso de secularización ha proseguido su curso y
especialmente en Europa y en algunos países de América Latina es cada vez
más intenso y afecta al despliegue de su rol ético-profético en el campo
de la política, la economía y la cultura.
Desde una perspectiva histórica, hay que tener en cuenta que la
imprescindible laicización de la política y del Estado se han visto
dificultadas desde hace siglos por la peculiar institucionalización y
eclesiastización sufrida por el cristianismo originario. Esta religión
que, en sus inicios fue un factor de secularización de la política, fue
convirtiéndose en un instrumento de sacralización de la misma al servicio
de los intereses de dominación de la Iglesia, llegando incluso a provocar
intensas guerras de religión que impidieron la paz en Europa y en otros
territorios. Es lógico que la construcción de la laicidad necesitara del
laicismo y del antieclesiasticismo, dado el poderío de la Iglesia. Esta
necesaria afirmación de la laicidad de la política y del Estado y el
terror a volver a formas de confesionalismo político —sean de derechas o
de izquierdas— han alentado procesos de privatización forzada del
cristianismo y rechazos intelectuales para incorporar la dimensión pública
y laica del mismo. Existe, pues, una
secularización forzada
del cristianismo desde ciertos poderes políticos y culturales —del mismo
modo que España sufrió la
religiosización forzada
del nacional-catolicismo— , pero también una secularización natural, es
decir, el surgimiento de una estructura social, una cultura y una
mentalidad que erosionan la plausibilidad del cristianismo sin la
pretensión de atacarlo directamente; simplemente se sitúan en otro
territorio y van desplazando poco a poco por el natural despliegue de sus
contenidos la centralidad que tuvo en otros tiempos la religión
cristiana.
La secularización se ha desplegado en los últimos decenios en tres
dimensiones: diferenciación de esferas institucionales, declive de
creencias y prácticas religiosas y privatización del hecho religioso. La
complejidad y laicidad de las sociedades industrializadas ha afianzado la
autonomía y especialización funcional de cada una de las instituciones que
forman la estructura social; desde esta perspectiva, muchas de las
funciones sociales ejercidas durante siglos por las religiones han sido
absorbidas por otras instituciones y esto ha supuesto una pérdida de
relevancia social para la religión cristiana. Por otro lado, la
uniformización religiosa de la sociedad descansaba en un sistema de
dominación cultural o en un atavismo tradicionalista que impedía o hacía
innecesaria la opción religiosa libre; una vez difuminadas las estructuras
que sostenían artificialmente el asentimiento religioso, se desploma esa
uniformidad y la opción religiosa desciende numéricamente, pues se
enfrenta a las dificultades connaturales a todo proceso de iniciación y
conversión a un hecho tan fuera del marco de la normalidad cotidiana como
es el de la experiencia religiosa. La secularización como privatización
tiene dos acepciones; por un lado, hace referencia al proceso de
personalización de la religión que requiere una fuerte interiorización de
la misma; por otro lado, significa también la marginación o desaparición
de la religión de la esfera pública política, económica y cultural,
quedando reducida a un fenómeno ritual.
La primera acepción de la secularización (diferenciación) entronca
perfectamente con el cristianismo originario, aunque conlleve un
debilitamiento de las relaciones Iglesia-Estado. La segunda
(decrecimiento), aunque aparentemente signifique un debilitamiento por la
reducción numérica de los adheridos, puede suponer una depuración y hasta
una innovación interna que lo refuerce. La tercera (privatización) también
puede fortalecer al cristianismo, pues lo privado puede ser muy influyente
si actúa como sistema motivacional y dinamizador del comportamiento y la
actividad pública, convirtiéndose así en un factor de politización y
moralización desde la subjetividad.
Es especialmente interesante afrontar la acepción de privatización como
marginación e irrelevancia pública del cristianismo. Considero que este
sentido de la secularización es un hecho si se compara la relevancia
pública del cristianismo en la actualidad y en siglos pasados. Esta
relevancia e influencia ha disminuido por razones externas e internas,
pero ello no significa que el cristianismo no ejerza ya un rol público en
las sociedades occidentales. Como ha mostrado J. Casanova en
Public Religions in the modern world,
una de las obras más importantes de sociología de la religión en el último
decenio, estamos asistiendo a un intenso proceso de desprivatización de la
religión cristiana en todo el mundo que se diferencia de los intentos de
construir una nueva cristiandad alentados por el neofundamentalismo
católico y protestante. La novedad radica en que este nuevo rol de un tipo
de cristianismo antifundamentalista se desempeña fundamentalmente en la
esfera pública
de la sociedad civil y se aleja de otros intentos que pretenden una
regulación y tutela católica o protestante del Estado.
2. Política laica y religión cristiana: autonomía y relación.
La relación entre la izquierda y el cristianismo la he basado en la
concepción de la política como
reforma intelectual y moral
y en el carácter público e intramundano de esta religión. Voy a abordar en
este apartado algunas condiciones que deberían ser tenidas en cuenta para
que esta relación se pudiera desarrollar respetando la especificidad y
autonomía de la esfera política y de la esfera religiosa.
La política tiene una racionalidad específica y diferenciada de la
religión. Convendría, pues, tener en cuenta aquella crítica formulada por
Unamuno respecto a la degeneración de estas dos áreas de la vida social,
cuando se refería a la práctica de la religión como política y de la
política como religión. El encuentro entre ambas no puede llevar a la
disolución de la una en la otra o al intercambio de identidades. Considero
que es posible una relación dialéctica que respete la distintividad de
cada área. Evidentemente, hay que precisar el tipo de apertura y de cierre
respectivos para asegurar, a la vez, la autonomía y la relación.
Por lo que respecta a la izquierda, la apertura al cristianismo está
asociada a la relevancia que le conceda a las
culturas de sentido
que tienen una dimensión política y moral y a las organizaciones e
instituciones que trabajan en la sociedad civil. Esta apertura está
también estrechamente unida a la importancia otorgada a la crítica
ético-profética y al cultivo de la tensión fecundante entre racionalidad
política, utopía y valores prepolíticos y metapolíticos. Todo ello implica
un reconocimiento de los límites de la política como mera tecnología del
poder, la necesidad de buscar un
espíritu
que guíe la acción política y un rechazo de aquellas concepciones que
reducen el quehacer político a una mera gestión del orden social
existente.
La apertura al cristianismo está también relacionada con el valor que
otorgue la izquierda a la ética política íntima y al sistema personal de
convicciones y motivaciones en la lucha por el socialismo. Esta es una
cuestión relacionada con el mantenimiento y la realimentación de la
inspiración matricial que dio lugar al nacimiento de la izquierda, una
inspiración llena de aspiraciones morales y no sólo de reivindicaciones
sociales.
La disposición de la izquierda para un encuentro fecundante con el
cristianismo requiere un rechazo del
laicismo
como una forma perversa de fundamentalismo. Como podremos ver más
adelante, este rechazo no disminuye, sino que refuerza la
laicidad
de una sociedad. La crítica del laicismo por parte de la izquierda está
asociada a un reconocimiento de la pretensión pública del cristianismo
como religión ético-profética e intramundana, según la acepción de Max
Weber. ¿En qué consiste esta pretensión pública? En primer lugar, hay que
tener en cuenta que toda religión intramundana no puede dejar de ser
pública; desde esta premisa, la cuestión que hay que plantearse es si esta
identidad es compatible o no con la laicidad de la política. El
cristianismo pretende construir la historia desde unos determinados
valores explicitados en los Evangelios, por eso no puede serle indiferente
el tipo de configuración social, cultural y moral que adopta la sociedad.
Esos valores evangélicos generan una determinada mentalidad y una visión
de la realidad, inspiran cultura y prácticas sociales, se convierten en
principios de crítica y discernimiento de todo tipo de acontecimientos y
propuestas.
El cristianismo no tiene un modelo cerrado de sociedad, cultura, moral,
política o economía, pero sí contiene valores muy concretos desde los
cuales se puede construir o fecundar sociedades, culturas, éticas,
políticas, sistemas económicos y estilos de vida afines a esos valores. De
hecho, a lo largo de su ya muy dilatada historia, el cristianismo ha
producido —para bien y para mal— prácticas sociales, culturas políticas,
morales, valoraciones de la economía, modelos de sociedad, instituciones y
organizaciones diversas, arte, etc. En cada época histórica, el
cristianismo a través de personas, movimientos e instituciones busca la
realización práctica de sus valores fundamentales. Por este motivo se
resiste ante cualquier intento de reducirlo a una religión ritual o de la
mera interioridad.
Esta pretensión pública del cristianismo ha sido reconocida por diversos
partidos y organizaciones de izquierda que afirman explícitamente que esta
religión es una de las bases en las que se inspiran. Estos partidos y
organizaciones valoran la presencia pública de las iglesias y movimientos
cristianos y están abiertos a sus propuestas, demandas y críticas; de
hecho, los han convertido en interlocutores sociales naturales en su
acción política. Del mismo modo que tienen una política hacia otros
sectores de la sociedad civil (ecologistas, feministas, asociaciones de
vecinos, instituciones culturales, ONG, etc.), realizan una política
específica con el mundo cristiano para aprender de sus prácticas, su
cultura y sus demandas. Ciertamente, ésta no es la actitud de toda la
izquierda, pues hay partidos y organizaciones de este signo ideológico y
político que niegan la pretensión pública del cristianismo y optan por una
estrategia de privatización de esta religión, favoreciendo su marginación
y silenciamiento. Esta práctica impide la relación entre izquierda y
cristianismo más allá de la pugna institucional entre Iglesia y Estado.
2.1. El rechazo del fundamentalismo religioso
La relación correcta del cristianismo con la política pasa por el rechazo
del
confesionalismo político
como una forma perversa de fundamentalismo. Esto significa que es
necesario reforzar permanentemente aquellos rasgos del cristianismo
originario que más contribuyeron a la secularización de la política y que
se perdieron en algunos momentos del desarrollo histórico de esta
religión. En este sentido, conviene acentuar frente a fundamentalismos
religiosos que la política no se deriva de la religión, por lo menos desde
la perspectiva cristiana originaria. Por lo tanto, todo confesionalismo
político católico o protestante no es otra cosa que una degeneración del
ideal cristiano originario. Ninguna propuesta política es la realización
de la voluntad divina en la tierra. Las dimensiones ético-proféticas e
intramundanas del cristianismo necesitan mediaciones políticas no
religiosizadas para ir desarrollándose en cada coyuntura histórica con
imperfecciones difíciles de evitar. Si es rechazable el confesionalismo
político, tanto y más debe ser todo intento eclesiástico de configurar el
Estado desde sus planteamientos. Las convicciones y exigencias evangélicas
tienen una lógica propia de invitación, sugerencia y consejo para una vida
buena y feliz y nunca puede pretender una institución religiosa
convertirlas en efectivas a través de vías impositivas con protección
estatal. El Concilio Vaticano II reforzó la secularización de la política
a través de la afirmación de la
autonomía de lo temporal
y del establecimiento de la
misión religiosa
de la Iglesia. Concretamente en la constitución conciliar “Gaudium et Spes”
se dice lo siguiente en un apartado que se titula “la justa autonomía de
la realidad terrena”:
“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una
excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la
religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la
ciencia. Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las
cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el
hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente
legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen
imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responden a la
voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas
las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un
propio orden”.
Evidentemente, como no podía ser menos en un Concilio religioso, también
se afirma que ningún creyente puede identificar esta justa autonomía con
una falta de referencia a Dios. Me parece que la afirmación de que la
realidad (en este caso, la política) tiene unas leyes y un orden propio
supone una gran contribución al reforzamiento del carácter laico de la
acción política y un rechazo de todo confesionalismo político. Más
adelante, en esta misma constitución conciliar, se refuerza esta
perspectiva al afirmar en el apartado 42 que “la misión propia que Cristo
confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin
que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma
misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir
para establecer y consolidar la comunidad humana”.
No basta con que el cristianismo vuelva a sus orígenes y afirme el
carácter laico y autónomo de la política. Si éste pretende contribuir a un
avance de la justicia, la igualdad, la libertad y la fraternidad entre los
hombres, debe superar aquellas adherencias históricas que en más de una
ocasión lo han convertido en una religión burguesa y conservadora. El
encuentro con la izquierda está asociado a esta tarea de
desaburguesamiento del cristianismo histórico, al incremento de la
presencia pública de los movimientos y asociaciones cristianas en la
sociedad civil y a su creatividad en el campo de la cultura moral y la
cultura política. El mundo cristiano ha de mostrar su capacidad de activar
los valores evangélicos de cara a las transformaciones que cada sociedad
requiere y saber buscar las mediaciones que puedan hacer realidad esos
valores.
2.2. La afirmación de la laicidad
El territorio de un encuentro fecundante entre la izquierda y el
cristianismo no es otro que el de la laicidad. Este es un concepto que
tiene diversas acepciones y significados y, por ello, conviene precisar su
contenido. En primer lugar, considero que hay que entender la laicidad
como desconfesionalización de la política, como positiva emancipación de
su tutela religiosa. No podemos olvidar la historicidad del concepto de
laicidad, la necesidad imperiosa que tuvo la política de independizarse de
una religión que asfixiaba su desarrollo, autonomía e independencia de los
intereses eclesiales. El hartazgo de la conciencia europea más lúcida e
ilustrada por las prolongadas guerras de religión y por la multitud de
intrigas político-eclesiales provocó un pensamiento y una práctica
política de desplazamiento de lo religioso de la esfera estatal y pública
por las consecuencias negativas creadas por éste para la convivencia
pacífica.
Los espíritus más auténticamente religiosos reclamaron también una intensa
despolitización de la religión cristiana y una reducción del poder de la
Iglesia para hacer posible un retorno a los orígenes. Era necesario sacar
de la política al cristianismo realmente existente para que la paz fuera
posible y para que la sociedad pudiera progresar por vías antidogmáticas y
por caminos de libertad. Allí donde la Iglesia había impuesto su dominio
bajo la advocación de la voluntad divina, se instauró la soberanía de la
ley como único absoluto legítimo para una sociedad plural en sus formas de
concebir la existencia. Creo que, de esta forma, la laicidad supuso un
inmenso avance histórico e hizo posible el surgimiento y desarrollo de la
cultura, la ciencia, la democracia y el pluralismo tan obstaculizados en
determinados siglos por la religión cristiana y sus instituciones más
características
Desde hace un par de decenios, laicidad ha significado también
secularización de las
religiones políticas,
esto es, desreligiosización de determinadas comprehensiones y prácticas
del socialismo marxista. La laicidad de la izquierda implica el abandono
de la concepción salvífica de la política y el rechazo del carácter
omnicomprehensivo y hasta totalitario de la ideología que la fundamentaba
y legitimaba. La laicidad introduce una tensión antiideológica —la
ideología puede ser también factor de alienación—, desabsolutiza la
política y establece los límites de esta actividad humana.
La laicidad innova la cultura y crea un nuevo talante en la historia.
Establece la parcialidad de toda verdad e introduce la modestia, la duda,
el diálogo, la búsqueda de consenso y la relativización de las propias
posiciones. De esta forma, hace posible la tolerancia, que no es otra cosa
que la desabsolutización de los planteamientos e identidades de todo
colectivo y la disposición al diálogo y al enriquecimiento con las ideas y
propuestas ajenas. La laicidad significa, ante todo, pluralismo y
universalismo; por ello, el Estado laico es aquel que no privilegia
ninguna cosmovisión e ideología y asegura el respeto y la libertad para
todas las culturas, convirtiéndose en garante de los bienes comunes
mediante la soberanía de las leyes democráticamente instituidas. De la
misma forma, el partido laico es aquel que no se basa en una cosmovisión,
sino que busca una cultura de base capaz de integrar tradiciones
distintas, pero afines.
Desde los planteamientos efectuados, la laicidad se opone al laicismo,
entendido éste como abolición o privatización forzada de la religión. En
determinadas circunstancias de totalitarismo religioso, la fusión entre
laicidad y laicismo es legítima y adecuada. Pero, una vez que una religión
acepta un marco pluralista y democrático, la laicidad significa
precisamente crítica y superación del laicismo. La aceptación del
pluralismo democrático no implica la privatización de la religión, sino,
por el contrario, el despliegue de su dimensión pública respetando las
reglas del sistema democrático. Es especialmente en el campo de la moral
colectiva donde la laicidad obliga a la creación de una ética civil de
mínimos compartidos y construida desde las aportaciones de cada uno de los
sistemas morales específicos que poseen las distintas tradiciones,
corrientes culturales, religiones, sistemas filosóficos, movimientos y
asociaciones presentes en cada sociedad.
Considero que laicidad no significa, en el terreno político, asepsia
ideológica, gestión y administración del orden social existente,
castración de la utopía y apuesta por un reformismo débil que renuncia a
introducir cambios sociales radicales. Del mismo modo que, en el terreno
cultural, no significa renuncia a las convicciones y rechazo a difundir
propuestas cosmovisionales, culturas de sentido, religiones de salvación y
éticas de máximos. La laicidad lo que hace es establecer un marco de
regulación y de contención para preservar el pluralismo, el bien común y
la soberanía democrática de la ley en el Estado de derecho.
La laicidad no evita ni impide la tensión fecunda entre consenso,
convicciones y lucha por imprimir cambios sociales y culturales que
provoquen saltos hacia adelante en el desarrollo histórico. Sí introduce
la imperiosidad de la vía democrática, la generación de consenso ciudadano
y el método argumentativo para difundir y hacer que avancen cualquier tipo
de planteamientos. Ciertamente los valores absolutos y las convicciones
radicales tienen dificultad para imponerse en el territorio de la laicidad
y, en ciertos temas, suelen establecerse conflictos entre el orden moral
—de raíz religiosa o irreligiosa— que se centra en la fidelidad a las
convicciones y el orden político y jurídico que ha de legislar en función
del bien común y la resolución de problemas que afectan a la convivencia
entre personas con cosmovisiones diversas; pensemos en ciertos temas
relacionados con la bioética (aborto, eutanasia, etc.) o la ética
socio-política (insumisión, objeción fiscal a los gastos militares, pena
de muerte, fabricación de determinado tipo de armas, etc.). La ética
aplicada, más que la moral de valores absolutos, es lo más apropiado para
el desarrollo de la laicidad en sociedades complejas y con pluralidad de
convicciones éticas.
El choque entre convicciones religiosas y morales y legislación impulsada
por un gobierno puede ser intenso. La laicidad obliga tanto a la
aceptación de la legitimidad de ciertas leyes elaboradas y establecidas
por métodos democráticos como permite la objeción de conciencia y la
desobediencia civil en coherencia con determinadas convicciones, aunque
ello pueda conllevar sanciones penales. La laicidad es un territorio
suficientemente amplio para poder desarrollar un trabajo cultural que
lleve a nuevos consensos ciudadanos y nuevas propuestas políticas que
permitan la elaboración de leyes que conviertan en legal lo que en otras
épocas pudo ser ilegal. La laicidad debe ser dinámica, no estática y, por
ello, ha de apelar al desarrollo de las convicciones y no buscar el
debilitamiento de las mismas.
Si las convicciones fecundan la laicidad, puede establecerse una relación
abierta entre ésta y el cristianismo, superando ciertos modelos que
propugnan que la aceptación de la laicidad implica una privatización y un
ocultamiento de las dimensiones públicas del cristianismo. Si la laicidad
equivaliera necesariamente a indiferentismo religioso, constituiría una
violación de la realidad, puesto que la religión está ahí como una
dimensión importante de la vida social. La laicidad y la religión
cristiana no sólo son compatibles, sino que ésta puede dinamizar y
enriquecer aquella.
C. Napoleoni —uno de los economistas más importantes de la izquierda
italiana y senador por la
Sinistra Indipendente,
una lista de personalidades de izquierda apoyada externamente durante años
por el PCI— ha señalado los límites de lo que podríamos denominar la
laicidad laicista en los siguientes términos:
“La tradición laico-liberal siempre ha dicho que la religión es un asunto
privado y que la vida pública es otra cosa: las relaciones públicas,
sociales entre los hombres se regulan de un modo laico, es decir, sin
referencia a una dimensión religiosa o trascendente; esta tesis forma
parte de la conciencia común, y si alguien se atreve a decir lo contrario
es convertido inmediatamente en un integrista; pues bien, yo comienzo a
tener serias dudas respecto a estas tesis, teniendo en cuenta los
problemas de la sociedad contemporánea y más bien me parece más adecuada
la tesis contraria” (Napoleoni:1990,120).
Este autor plantea esta cuestión relacionándola de una forma muy
interesante con el tema de la imposible superación de los principales
problemas de la sociedad capitalista por una vía puramente política. Según
él, se necesita apelar a una racionalidad que vaya más allá de la
estrictamente política y en este horizonte considera que hay que ampliar
el espacio de la laicidad, en su acepción “laico liberal”, insertando en
ella las propuestas y valores de la religiosidad cristiana. Estoy
plenamente de acuerdo con esta propuesta de Napoleoni y precisamente este
libro aborda la temática de una cultura política y moral de izquierda
laica con inspiración cristiana. Una vez establecidas las condiciones que
hacen posible la relación entre la izquierda y el cristianismo, podemos
precisar en qué componentes de la política, de los ya señalados en el
apartado anterior, puede incidir esta religión respetando la laicidad de
aquella. Considero que el cristianismo puede fecundar la utopía, la
mística, la cultura, la moral y los objetivos de la izquierda. En cuanto
tal, el cristianismo ni debe ni puede ofrecer nada a otros componentes de
la política como son los programas, los presupuestos económicos y las
leyes. Son los cristianos —personas, instituciones y movimientos— los que,
inspirándose en los valores de fondo del cristianismo originario, pueden
valorar, discernir, criticar y hacer aportaciones a estos elementos de la
política, siempre que eviten identificar reductivamente sus opciones y
propuestas con el cristianismo originario y, mucho menos, con la voluntad
divina. Creo que ésta es la forma de hacer compatible la laicidad y la
secularización de la política con la posible inspiración cristiana de la
misma. Una izquierda abierta a esta inspiración tendrá que abordar dos
cuestiones: a) el lugar de los valores del cristianismo en la cultura que
dirige sus objetivos e inspira sus programas; b) la política de diálogo y
colaboración con el mundo de las instituciones y movimientos cristianos.
Para ello es imprescindible que asuma que el cristianismo es un asunto
público y no una cuestión privada, lo cual implica una revisión crítica de
su tradición ideológica.
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