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LAICIDAD, ESTADO Y RELIGIÓN
BENJAMÍN FORCANO,
sacerdote teólogo
Planteamiento
del problema
ECLESALIA, 22/10/04.-
Los cristianos debemos
atenernos al tiempo en que vivimos. No podemos ignorar el pasado, pero
tampoco depender excesivamente de él. Porque la vida humana evoluciona
constantemente y sería un desacierto querer anclarla en un momento
determinado. Nos corresponde, también a nosotros, ser creativos y
artífices del momento histórico que nos ha tocado vivir con fidelidad a la
entraña original del Evangelio, pero sin apegos incondicionales a las
traducciones que de él se han hecho en cada época.
Esto nos sirve para
entender las diversas actitudes y reacciones suscitadas por el tema de la
laicidad, hoy tan discutido a propósito de las leyes que afectan a la
enseñanza de la religión en la escuela, la ayuda económica estatal a la
Iglesia católica, las investigaciones con células madre embrionarias y las
leyes reguladoras del divorcio, aborto y matrimonios homosexuales.
Si la laicidad es una
consecuencia de la modernidad y la mentalidad eclesiástica se ha
manifestado, desde Trento hasta el concilio Vaticano II, antimoderna, es
natural que dicha mentalidad se muestre contraria a la laicidad. La
inquisición y las guerras de religión son un claro ejemplo de la
deformación histórica de la verdad cristiana. Todavía en el siglo XIII
bulas papales escribían que “es voluntad del Espíritu quemar a los
herejes”.El caso de “Galileo” ponía también de manifiesto que el
Magisterio , acostumbrado a controlar todas las instancias culturales,
tenía miedo a que la razón científica se constituyera al margen de dicho
magisterio. Se venía abajo todo el universo de la cultura antigua, reflejo
ideológico de la sociedad jerarquizada y desigual.
Fue todo esto lo que
provocó el escándalo de la conciencia moderna, forzada a buscar en otro
lugar, signos que sirvieran de paz y comunión. Ese lugar fue el
racionalismo, la ”religión natural”, un “derecho natural” desvinculado de
toda fe y, sobre todo, el lenguaje universal de la “ciencia”.
El grito de la
modernidad es una respuesta a la usurpación de la dignidad humana. En
nombre de Dios, de la Religión, de la Patria, se han cometido enormes
atropellos de la persona. La modernidad más que contra Dios se alza contra
la utilización blasfema que de El se ha hecho, habiendo justificado en su
nombre la negación del protagonismo, de la creatividad , de la autonomía y
de la libertad del hombre. Por defender los derechos de las religiones, se
han negado demasiadas veces los derechos de la persona.
La escisión entre la
conciencia creyente y la conciencia moderna fue acompañado de otro hecho.
Durante siglos la Iglesia se configuró como una Iglesia de cristiandad,
articulada en torno al clero. El clero era el sujeto activo y dominante,
dotado de una superioridad incuestionable, que le confería una misión
espiritual y moral universal sobre la sociedad, el mundo y los Estados.
Esta figura de Iglesia
no surgió del Evangelio, era una institución más bien imperialista, que
justificaba la desigualdad y, al ser cuestionada por las nuevas ideas, se
atrincheraba en sí misma para defenderse en su superioridad y privilegios.
Pensamos que esta
mentalidad, lejos de haber sido superada, se convierte en desafío. Son
muchos los católicos que sostienen que la salvación está sólo dentro de la
Iglesia católica, que el monopolio del saber espiritual y moral está en
exclusiva en la Iglesia católica y que los valores del mundo no sirven
para nada si no llevan la marca religiosa.
Esta visión
imperialista de la religión es la que hace que explosione en la conciencia
moderna la reivindicación de la secularización o laicidad, negándose a que
lo mundano y humano sea postergado a expensas de lo cristiano. “Cristiano
y humano escribía T. De Chardin, tienden a no coincidir; he aquí el gran
cisma que amenaza a la Iglesia”. Y el teólogo protestante J. Moltman
escribía: “Si la modernidad ha convertido al hombre en palabra iconoclasta
contra Dios, es porque el Dios auténtico se ha convertido en palabra
iconoclasta contra el hombre”.
Recomponer la unidad
escindida: concilio Vaticano II
El Vaticano II, tan
desconocido hoy por muchos católicos, ofrece pautas que sirven para
resolver este contencioso histórico. El concilio inauguró un nuevo
talante, que pasaba de la arrogancia y anatema, al diálogo y colaboración.
Enseñó que el Reino de Dios no se identifica con la Iglesia católica,
porque el reino es universal y opera en todo tiempo y en toda cultura, y
que pueden encontrarse gérmenes , signos y realizaciones del mismo en todo
lugar donde se encuentra la presencia del hombre. Esta universalidad ha
hecho concluir con toda razón que el concilio Vaticano II fue “la tumba
del régimen de cristiandad”. La Iglesia entendió también que ella era la
primera en necesitar ser evangelizada: precisaba de un proceso permanente
de conversión y renovación. El mundo era sujeto de innata ética natural y
podía aportar avances a favor de la justicia, la liberación, la paz y los
derechos humanos. El mismo mundo podía ser un agente de purificación
contra los fallos de la Iglesia.
Pero este nuevo
talante del concilio chocó con el proyecto restauracionista del
pontificado actual, que ha intentado desactivar las bases de lo que fue la
revolución conciliar.
Este nuevo pensamiento
católico es el que nos hace rechazar perspectivas, actitudes y
procedimientos de católicos que no concuerdan con las aspiraciones de
nuestra época ni con el Evangelio. Eclesalia,
22/10/04
Vivimos en un mundo
adulto
Vivir en un mundo
adulto significa aquí que la humanidad traspone con la modernidad el
umbral de la infancia y adolescencia para encaminarse hacia la mayoría de
edad. Paradójicamente, la jerarquía católica viene ejerciendo todavía una
función paternalista paralizante de cara a este proceso.
El cambio histórico de
la modernidad, aplicado a la Iglesia, requiere una nueva relación de
convivencia basada en la igualdad y que se expresa en la democracia. La
actual estructura autoritaria de la Iglesia es residuo de copias mundanas
y contradice la enseñanza apostólica y la tradición.
Exige también una
nueva relación con la naturaleza que, de objeto sacro y mitificado, pasa a
convertirse en escenario de investigación y dominio y, últimamente, de
respeto y confraternización.
Y, finalmente, exige
una nueva relación con Dios, el cual en lugar de afirmarse a base de
explotar los límites de la debilidad e impotencia humanas, aparece
sustentando toda la talla del ser humano, dejándole actuar en todo lo que
es, por sí mismo y ante sí. El concilio reconoce que la religión,
demasiadas veces, se ha convertido en opio y alienación al impedir la
realización del ser humano y ocultar el rostro genuino de Dios. Hacer
profesión de ateísmo o, lo que es lo mismo, expulsar tantos dioses falsos,
es condición saludable para preservar la fe: “Son muchos los que imaginan
un Dios que nada tiene que ver con el Dios de Jesús” (GS, 19).
La laicidad,
consecuencia de la modernidad
La incidencia mayor de
la modernidad se muestra en el paso de una concepción mítica del mundo a
otra científica, en el de una sociedad desigual a otro igual, y en el paso
de una sociedad sacralmente tutelada a otra civilmente autónoma.
La laicidad reclama el
derecho a promocionar la realidad secular propiamente dicha. La laicidad
se opone a las sociedades teocráticas, donde la condición de ciudadano va
unida a la de religioso y la de lo civil supeditada a lo religioso. La
laicidad surge como polo de afirmación frente a sociedades sacralizadas o
muy tuteladas por el poder religioso. En nuestro tiempo, a partir sobre
todo del siglo XIX, la laicidad representa el intento de asegurar la
emancipación cultural y política del poder eclesiástico.
La laicidad, al pro
traer su significado del contenido de la dignidad de la persona, se
convierte por ello mismo en base, ámbito y referente del programa de todo
Estado, que se precie de ser gestor del Bien Común, porque el Bien Común
es la coordinación del bien de todas las personas, en uno u otro lugar ,
de una parte u otra, de una u otra religión, creyentes o ateas.
Los ciudadanos
incluyen, como personas, una ética natural, que se enuncia válida para
todos y que los Estados deben manejar sensatamente para articular la
convivencia. Las religiones podrán albergar creencias, principios,
promesas, programas de futuro y felicidad que, a lo mejor, no figuran en
el programa básico de la ética natural. Podrán inculcarlo a sus seguidores
y ofrecerlo a cuantos lo deseen conocer, pero jamás imponerlo y mucho
menos hacerlo valer contraviniendo la dignidad y derechos de la persona.
La persona es el terreno firme, más allá del cual no puede ir el Estado,
la Religión ni Ideología alguna.
Desde esta
perspectiva, consideramos anacrónica e innecesaria toda posición que
pretenda basarse en un imperialismo religioso ( sumisión del poder
temporal al religioso) o sobre un fundamentalismo de Estado, que no
respete o persiga el hecho religioso, tal como aparece en cada una de las
religiones.
En la situación
actual, voces diversas de la Iglesia católica plantean batalla contra el
Gobierno de España, porque dice estar procediendo más allá de su
competencia, legislar erróneamente e ir contra el Bien Común.
Nosotros, apoyados en
el pensamiento y espíritu del Vaticano II, consideramos que es tarea del
Estado establecer una legislación sobre la enseñanza de la religión en la
escuela, la ayuda económica estatal a la Iglesia católica, el aborto, el
divorcio, las convivencias homosexuales, la investigación sobre las célula
madre embrionarias, en escucha a lo que la experiencia, la ciencia, la
filosofía y la ética consideren más conforme y respetuosos con esas
realidades. En esa tarea, las Iglesias pueden aportar el tesoro de su
experiencia y sabiduría, los argumentos que su investigación considere
oportunos y válidos para toda sociedad. Puede que la legislación
promulgada por el Gobierno actual no concuerde en todo con la preferido
por la religión católica, musulmana , judía u otra cualquiera, pero al
Gobierno se le pide que legisle conforme a las exigencias de la ciencia y
de una ética común y así sus leyes alcancen un nivel, que lo haga válido
para todos. De esa forma, el Estado aconfesional hace justicia a todos, no
tolera discriminación y establece una plataforma común -la universal de la
dignidad humana y sus derechos- que sea válida y aceptada por todos, sin
que esto excluya otros espacios de presencia para la oferta específica de
cada religión.
Pensamos que este
significado de la laicidad no niega en nada el valor de las religiones, no
pretende desterrar a Dios de la sociedad, no reduce la religión a la vida
privada, ni atenta contra la particular moral de cada una de las
religiones. Sobre la fe particular y diferenciada de cada uno, está la fe
común en la dignidad de la persona y sus derechos, fe que debemos
compartir todos y única que obliga a un Estado laico a la hora de
legislar.
Por otra parte,
nosotros somos de los que creemos que, en torno a varios de los temas
mencionados, no es fácil concluir que la Religión católica tiene
específicos argumentos desde los que iluminar a sus fieles e inculcarles
comportamientos especiales. Son muchos los teólogos que opinan que, aparte
los principios evangélicos inspiradores de la vida, no se pueden elaborar
normas morales categoriales, distintas y propias para los católicos. ¿Qué
añadirían esas normas desde la fe al, por ejemplo, significado y
regulación ética del problema de la natalidad?
Lo básico y universal
pasa hoy por el plano de la laicidad, desde la que el Estado, la economía,
la filosofía, la ciencia y la ética tienen que regirse por leyes que le
son propias. La Iglesia católica, aun cuando mayoritaria en nuestro país,
no tiene el monopolio de dictar la ética para todos los ciudadanos.
Creyentes y ateos
unidos en una fe común
La experiencia moderna
nos ha mostrado que, referente a la religión, unos y otros, creyentes y
ateos, debemos dejar a un lado los prejuicios y dogmatismos.
La crítica moderna a
la religión ha servido para emancipar al hombre, para liberar a la
teología de una lenguaje precientífico y mitológico, para recuperar la
dignidad de la persona humana, para no legitimar nunca más, en nombre de
Dios, la humillación y esclavitud de le hombre.
Pero, a su vez, una
tendencia cientifista moderna ha pretendido suplantar el puesto de la
religión por la sola razón. So pretexto de excluir determinadas
alienaciones históricas, ha incurrido en la alienación metafísica de
desrreligiosizar al hombre, de volverlo ateo a la fuerza y de hacer del
ateísmo una praxis confesional y política. Son muchos todavía los ateos
que consideran que su fe es incompatible con el cristianismo y muchos los
cristianos que su fe es incompatible con el socialismo –no así con el
capitalismo-.
Desde una visión
antropológica estructural, pensamos que no se puede sostener que la
religión es una realidad autónoma, sin conexión con las otras dimensiones
de la vida o que es un simple reflejo de los factores económicos. La
religión puede ser opio o dynamis transformadora, dependiendo de si se la
vive como elemento utópico y subversivo o como elemento conformista y
legitimador del orden establecido.
La fe cristiana es la
que hace que este mundo sea tal sin la “hipótesis de Dios”. Dios no es una
especie de seguro contra todas las calamidades e impotencias del hombre.
Ese Dios es al que se aferra una cierta religiosidad , impidiendo que el
hombre afronte sus propios riesgos e impulse su propia maduración. Ese
Dios es el que ha intervenido constantemente como rival y opositor del
crecimiento del hombre. Reducir la presencia de Dios a los “espacios de
miseria” es falsear la relación Dios-hombre, la cual debe estar presente
en la totalidad de la vida y no sólo en la marginalidad de la miseria. Si
en la vida existen “espacios de miseria” están para que el hombre los
remedie y no para que el hombre se aproveche de ellos para hacer un sitio
a Dios a base de la promesa de un remedio para ellos en la otra vida.
Nosotros no creemos en un Dios que necesita de la debilidad humana como
medio para afirmarse a sí mismo. El Dios verdadero sólo se afirma en la
afirmación del hombre.
Atentos
al espíritu del Vaticano II que reclama que la Iglesia católica “no ponga
su esperanza en privilegios concedidos por el poder civil, renunciando
incluso al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan
pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o
las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición” (GS, 76), nos
parece coherente exigir la revisión de los acuerdos de 1979 firmados entre
el Estado Español y la Santa Sede. Tales acuerdos no corresponden al nuevo
espíritu del Concilio ni a los cambios producidos en nuestra sociedad en
estos últimos 25 años. En esta perspectiva, consideramos como más
evangélico y conforme con su misión y libertad, que la Iglesia católica
asuma como tarea de interna corresponsabilidad el hecho de su propia
autofinanciación. |