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Estado laico, laicidad y laicismo
Ius Canonicum Información sobre el derecho
canónico - Derecho eclesiástico
Al hablar de las relaciones entre la Iglesia
Católica y el Estado es común describir al Estado como
laico. Incluso se hacen esfuerzos por preservar la
laicidad del Estado ante lo que se consideran
ataques a esta característica. La definición del Estado como laico,
sin embargo, requiere algunos matices.
Por laico en derecho canónico se entiende a
la persona que vive en medio del mundo, y ejerce su vocación de
santidad en las circunstancias ordinarias de la sociedad. La
doctrina canonista antigua contrapone laico a clérigo o sacerdote.
Naturalmente, la aplicación de este sentido de laico al Estado no
tiene sentido.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española define laico, en su segunda acepción, como relativo a la
escuela o enseñanza en que se prescinde de la instrucción religiosa.
Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que defiende la
independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del
Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. Parece que
quienes aplican el adjetivo de laico al Estado tienen en la mente
esta última definición. El concepto de Estado laico
se refiere, de modo propio, al Estado en que se prescinde
de la enseñanza religiosa y, por extensión, al Estado
independiente de toda influencia religiosa, tanto en su constitución
como en sus individuos. Este uso extendido de la expresión Estado
laico parece que es el que se suele emplear.
El laicismo, por su parte, se
define como una doctrina que se contrapone a las doctrinas que
defienden la influencia de la religión en los individuos, y también
a la influencia de la religión en la vida de las sociedades. En
cuanto tal debe considerarse una doctrina más, que no es religiosa
porque se basa precisamente en la negación a la religión de su
posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para
considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las
doctrinas que sí son religiosas, pero no más.
Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que
el Estado sea verdaderamente independiente de cualquier influencia
religiosa. Consecuentemente, si es posible, los límites de la
actuación del Estado en su relación con los individuos.
El Estado y la libertad religiosa
Naturalmente, la independencia del
Estado de cualquier influencia religiosa se debe entender
en el contexto del derecho a la libertad religiosa.
La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su
artículo 2, 1 establece que “toda persona tiene todos los derechos y
libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de
(...) religión”. El artículo 18, además, indica que “toda persona
tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o
de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o
creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en
privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos,
prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se
confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que
tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la
misma Declaración.
Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner
el límite del orden público en el ejercicio de la
libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las
Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio
del derecho a la libertad de religión -y de otros derechos- se puede
interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por
parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden
público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos
de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el
derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites
siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el
ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el
Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar
la propia creencia religiosa.
La Iglesia Católica, por su parte reconoce el
derecho a la libertad religiosa en la Declaración Dignitatis
Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2:
“Este Concilio Vaticano declara que la persona
humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad
consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos
sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera
que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su
conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y
en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos”.
Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos
que el papel del Estado en la libertad religiosa
consiste en garantizar su ejercicio por parte de
los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del
orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de
obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una de las
consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de
conciencia, pero su examen excede del objetivo de este artículo.
Ya se ve que el Estado debe garantizar, no reprimir
ni menos aún obligar a recluir la religión al ámbito de lo privado.
Cualquier prohibición -de hecho o de derecho- de las
manifestaciones externas de la religión se debe considerar
contraria a la letra de la Declaración de los Derechos
Humanos. Como se ve, difícilmente se pueden justificar a la luz
de la Declaración de los Derechos Humanos una actitud del Estado en
que se prohíba el uso de signos distintivos de una religión, como el
crucifijo o el velo en las mujeres musulmanas. También se pueden
considerar protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras
manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante otras
personas, la propaganda siempre que sea respetuosa, o las
manifestaciones colectivas como las procesiones, peregrinaciones y
similares. El Estado que garantice a sus ciudadanos el ejercicio de
la religión en todas sus manifestaciones sigue siendo, por ello,
plenamente independiente de la influencia religiosa.
En cuanto al laicismo, dado que se
ha de considerar una doctrina más, sería ilegítimo por parte del
Estado su promoción indiscriminada. Ante el laicismo, como ante las
diversas confesiones religiosas, la actitud del Estado ha de ser la
de respeto e independencia. No puede el Estado asumir la
defensa del laicismo de la sociedad como fin objetivo, ni en nombre
del laicismo se puede reprimir el ejercicio de la religión.
Se puede admitir que el Estado sea laico -en sentido
extenso, como hemos visto, se quiere decir que ese Estado es
independiente de las confesiones religiosas- pero dado que se puede
entender como que en ese Estado no es posible proceder a la
instrucción religiosa -lo cual corresponde con la acepción propia de
laico-, se ve que el uso del adjetivo laico al Estado es
cuanto menos equívoco. Parece preferible usar otra expresión.
Y desde luego, a la luz de las fuentes citadas, no
parece legítimo usar el carácter de laico del Estado -es decir, la
independencia del Estado- para prohibir las manifestaciones
religiosas. La única excepción son las manifestaciones religiosas
contrarias al orden público, pero el orden público no se puede
interpretar en sentido de restringir la libertad de los ciudadanos
de manifestar su propia religión.
Igualmente, quien defiende
posturas laicistas, por el respeto que todos los ciudadanos debemos
a la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, ha de
respetar las manifestaciones religiosas de los
ciudadanos que sí profesen creencias religiosas. Sería contrario a
la Declaración de Derechos Humanos prohibir tales manifestaciones, y
demostraría ser un intolerante quien se extrañara de la creencia
religiosa de otros. Peores actitudes demostraría quien insultara a
un creyente por serlo, o ironizara sobre una doctrina religiosa.
Entre estas actitudes tan innobles estaría quien manifestara
incomodo porque alguien llevara un signo religioso o una vestidura
religiosa, o acudiera a convocatorias de contenido religioso. Los
ciudadanos con creencias religiosas tienen el derecho a que se les
garantice el ejercicio de su creencia.
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