El afrontamiento cristiano de la indiferencia
religiosa*
José María Mardones
* Reproducimos el Capítulo VII de la obra de José
María Mardones “La indiferencia religiosa en España. ¿Qué futuro
tiene el cristianismo?”. Ediciones HOAC.2003.
La indiferencia desafía al cristiano en su misma
raíz: pone en cuestión su carácter de hombre religioso remitido al
Misterio de Dios y a un Sentido último y definitivo. Por esta razón
la contraposición es inevitable. El creyente siente que tiene que
afrontar la indiferencia como una realidad importante para él mismo.
Cuestiona su ser creyente.
Por otra parte, el convencimiento creyente impulsa
a llevar a los otros, con el máximo respeto a su libertad, lo que
valora como un bien importante para la realización de la vida
humana. El creyente busca comunicar a otros su descubrimiento y
desea que los otros participen de él. De ahí que la presencia del no
religioso, increyente e indiferente, le produzca preocupación y el
ímpetu misionero le conduzca hacia la comprensión de la indiferencia
y hacia su superación si fuera posible.
¿Cómo afrontar la indiferencia desde la perspectiva
de la evangelización? ¿Cómo afrontarla dentro de los parámetros
actuales que hemos ido describiendo?
La situación de indiferencia de nuestro tiempo
agudiza el problema ya detectado de la trasmisión de la fe a la
siguiente generación, o mejor, sitúa la tarea en su contexto actual
1. Interrumpir el consumo de sensaciones
y facilitar la reflexión
En este planteamiento que contempla una perspectiva
evangelizadora partimos de un diagnóstico ya repetido: la situación
de indiferencia de nuestro tiempo tiene una raíz más anclada en las
prácticas sociales de consumo de sensaciones que en planteamientos
racionales. No es tanto un problema de pensamiento cuanto de estilo
de vida. Hoy la situación de indiferencia se asienta más en la
indefinida evasión que propicia el consumo de sensaciones de nuestra
sociedad que en dilemas mentales. Nos encontramos más con la asfixia
y el silenciamiento práctico de las preguntas por el ser humano que
ante la incapacidad de respuesta a las preguntas fundamentales de la
existencia. La indiferencia actual desafía al creyente desde todo un
ámbito o atmósfera creada alrededor de un estilo de vida consumista,
de un sistema tecno-económico y de una separación o ruptura con el
sistema de sentido.
Si algo de esta visión es acertado, entonces la
estrategia evangelizadora que hoy quiera afrontar la indiferencia
juvenil y no juvenil, deberá atender esta característica de la
indiferencia. No se trata de un problema de conocimiento,
susceptible de ser abordado en una especie de diálogo. Esta
estrategia sería adecuada con las formas no religiosas de
agnosticismo y ateísmo humanista. Incluso hay, como dijimos con C.
Geffré, un indiferentismo responsable frente a los grandes ideales
de las religiones porque no se corresponden con la realidad, que es
más propicio a un desbloqueo mediante el diálogo. Pero la dificultad
con el increyente de raíz indiferente, apoyado por el clima
consumista ambiental y la minusvaloración cultural religiosa, es que
no le interesa dialogar sobre la fe o la cuestión religiosa. El
indiferente predominante hoy guarda silencio sobre la religión y
frente a ella. No le interesa, sencillamente. Está como vacunado
frente a las cuestiones, inquietudes e interrogantes que propician
«el salto» hacia el mundo religioso (1).
¿Cómo facilitar el encuentro de este indiferente
con los cuestionamientos creyentes? ¿Cómo tener acceso al
indiferente no interesado en plantearse nada religioso? Nos
encontramos con una atmósfera muy hostil para ser abordada en
directo. El tratamiento de esta indiferencia nos conduce hacia una
estrategia educativa previa, algo así como la creación de
condiciones de posibilidad para romper el silencio sobre los
interrogantes fundamentales del ser humano.
Descubrimos, si no nos equivocamos demasiado, que
el tratamiento de la indiferencia actual en esta sociedad será
indudablemente plural, pero predominantemente tiene que dirigirse a
despertar a este ser humano «dormido» en medio del empacho de
«vivencias». Es decir, el espectáculo y las ocasiones de
entretenimiento son tantas en la sociedad actual que el ser humano
queda no sólo ahíto e incapacitado para plantearse nada serio sobre
su vida, sino que lo vive como una suerte de atmósfera que adquiere
el valor de una religión: la religión secular del consumismo de
sensaciones. Una suerte de esteticismo comercial o cultura
estético-comercial que se ha trasmutado en una forma para-religiosa
de nuestros días. El gran engaño que subyace a esta forma de
sacralización del consumo y la diversión es que se piensa que «el
nivel de vida» y el disfrute del «consumo de sensaciones» es lo que
constituye «el sentido de la vida».
Frente a esta situación el cristiano tiene que
plantearse la cuestión de cómo interrumpir este consumo de
sensaciones y facilitar la reflexión.
Interrumpir el consumo de sensaciones
El cristiano en la sociedad actual tiene que ser
necesariamente un rebelde, un resistente, un crítico del actual
estilo de vida. La fe cristiana tiene que sensibilizarle para
oponerse frontalmente al actual escapismo que se desliza por la vía
del consumismo y que lleva a la entronización práctica de falsos
ídolos. La resistencia frente a la avalancha de publicidad creadora
de necesidades, de modelos de identificación que banalizan la
existencia, se ha convertido en una necesidad. Urge la crítica
desenmascaradora de los mitos liberadores de la técnica, el disfrute
y, sobre todo, el dinero, que impiden al ser humano confrontarse
consigo mismo.
Al fondo hay una tarea de cambio social de este
estilo de vida asentado sobre la avidez de la posesión y el disfrute
de las diversiones privadas. ¿Cómo subvertir este sistema
tecno-económico que se ha apoderado del desamparo humano y lo
manipula publicísticamente?
No tenemos respuesta. Pero lo que vemos claro es
que la religión cristiana tiene que convertirse en un factor crítico
de esta sociedad del materialismo consumista y de sensaciones. Quizá
tenga razón Z. Bauman (2) de que la libertad de elección consumista
termina sobrecargando al individuo de nuestra sociedad. Algunos ya
terminan hartos de tener que elegir y elegir entre las variaciones
del mismo estilo. La rebelión postmaterialista quizá camine por
estos derroteros. Pero mientras llega la saturación —y en España
promete ser más larga que en los países Escandinavos— no estaría
nada mal que el cristianismo abanderase la denuncia de un sistema
envilecedor del ser humano. La crítica religiosa del consumismo, la
denuncia y la resistencia frente a él debe formar parte de la
defensa cristiana del ser humano.
Por este camino discurre la primera reacción ante
la situación actual de la increencia indiferente de una sociedad
consumista y banal. Es una tarea pre o proto-política que, a su vez
es proto-religiosa, dado que crea las condiciones para que pueda
germinar algún brote de interés humano acerca de los planteamientos
del sentido.
La condición que se requiere dentro del colectivo
de cristianos y, especialmente de los responsables de la
evangelización, es que crezca la competencia cultural, es decir, la
capacidad para ver la situación social y cultural con ojos críticos.
Echamos de menos una agudeza mayor en materia de competencia
socio-cultural para que se estimule al cristiano a ser un rebelde y
un resistente en virtud de la fe que profesamos. La contracultura
está en el corazón del Evangelio.
La larga tarea educativa del deseo
Junto a la labor de denuncia y resistencia tiene
que haber una tarea positiva de reconstrucción de las personas.
Estamos pensando en la tarea educativa en la familia y en la
Escuela: necesitamos educar el deseo. Frente a la avidez que dispara
por doquier la publicidad necesitamos padres y educadores
conscientes de que el hijo/a no va a crecer mejor ni más liberado
por poseer más cosas. Al contrario, la sana educación —que conocen
todas las sabidurías religiosas y los humanismos, de una cierta
disciplina de vida y austeridad como condición de la libertad— pide
un control sobre sí mismo y una cierta carencia de cosas para
valorar la vida misma. La sobresaturación de los «hijos de la
libertad» no los hace más libres sino más dependientes de lo
superfluo.
Comienza a crecer la convicción entre educadores y
hombres y mujeres de nuestra sociedad que no por tener más vamos a
ser más felices. La crítica de E. Fromm a la preeminencia del tener
sobre el ser, ya ha llegado a algunos ciudadanos de a pie; no se
necesita ser un miembro de la Teoría Crítica para darse cuenta de
que la realización propia no va de la mano con la posesión de cosas
y con el vivir inmersos en el mercado de sensaciones. Los
escandinavos ya responden en las encuestas de opinión que,
justamente, con menos cosas serían más felices.
Hay que preconizar en razón del ser humano la
vuelta a una cierta austeridad de vida. Hay que defender al niño
frente al despotismo de la publicidad que excita el deseo y el ansia
desmedida de cosas. La Carta de los Derechos del Niño debe incluir
su protección frente a la excitación publicitaria y las técnicas de
sugestión.
Existe una razón moral que avala esta educación del
deseo: la injusta distribución de los bienes en este mundo. La
desigualdad y la injusticia se agrandan en el seno de la
globalización neoliberal y hoy ya llega a establecer una terrorífica
relación 20/80, es decir, el veinte por ciento de la población
mundial más rica dispone del 80% de la renta mundial; mientras el
80% de la población sólo usa el 20%; el 20% más pobre apenas dispone
del 1% de los recursos. La avidez de consumo, de diversiones y de
sensaciones del primer mundo se hace a costa del bien común mundial.
La educación en la cultura de la austeridad va
ligada estrechamente a una responsabilidad ética acerca de la
injusta situación de nuestro mundo. Y a la estética religiosa,
espiritualidad, del vivir concentrados degustando la vida y no en la
dispersión del ansia de las cosas.
Educar en las «virtudes monásticas» del silencio y
la contemplación
La propuesta contracultural del creyente tiene que
presentarse como alternativa de vida mejor y más plena. En esta
sentido hay que crear espacios alternativos de vida: defender,
recreadas, la vuelta a las «virtudes monásticas» del silencio y la
contemplación. En un mundo de prisa existencial, que no deja tiempo
para la asimilación de lo vivido, que te envuelve en las redes de la
degustación indefinida de sensaciones, hay que predicar la lentitud,
el saboreo, la tranquilidad y el silencio.
La fascinación que tiene «lo oriental» en ciertos
grupos de nuestra sociedad no está alejado de estas virtudes
monásticas del silencio y la contemplación. La mujer y el hombre de
nuestros días vislumbra que con un poco menos de prisa, unas cuantas
cosas menos en la vida y un poco más de tranquilidad y de tiempo
para sí mismo, sería más persona y más feliz. No en vano las
propuestas —incluso descafeinadas— de cierto neo-budismo son
atractivas en la Europa entregada al mercado de sensaciones. El
descubrimiento del atractivo de los monasterios pertenece también a
este mundo de las prisas y el despilfarro consumista. Actualmente
resulta contracultural y relativamente atractivo una austeridad de
vida que se rodee de un cierto placer de vivir y degustar la vida en
sí misma, en su discurrir, en volver a saborear lo que nos rodea y
las relaciones que nos construyen y humanizan. Necesitamos paz y
quietud para vivir la vida; necesitamos tiempo, recuperar el tiempo
robado por las múltiples banalidades, para emplearlo en la lenta
vivencia de la existencia.
Los jóvenes actuales, las primeras víctimas del
atropello de la vida por el «marketing», son también —algunos de
ellos— los que descubren las delicias del «paradisus claustri», de
la recuperación del silencio, de los ratos perdidos en la oración y
la comunicación de las vivencias interiores. Vivimos en esta
sociedad copulativa el amontonamiento contradictorio de la evasión
junto con el atractivo de la soledad y el silencio. El educador
religioso debe ser capaz de crear el clima propicio para que el
joven aprenda en la práctica a gustar del silencio, de la lentitud
de la mirada que se posa detenidamente en las cosas, del tiempo para
descubrir que el interior de cada uno es fascinante.
Está claro que en una sociedad de la agitación y la
comercialización de las sensaciones, la apertura al mundo de la
contemplación forma parte de la lucha contra las patologías de esta
sociedad. Sin una iniciación en la contemplación de las cosas no hay
esperanza de que haya sensibilidad para detenerse y sorprenderse
ante la inagotable riqueza de la vida, ante la profundidad
misteriosa de la realidad, ante el hecho de la finitud y de estar
entregados a la muerte.
2. Terapia de choque
¿Cómo despertar al adormilado en el cúmulo del
hartazgo de sensaciones?
El cristiano tendrá que tener algo de provocador en
esta sociedad, si no quiere pasar desapercibido. Tendremos que hacer
de agitadores de las conciencias y de las vidas. La condición
primera es que se nos pide vivir sin plegarnos a este mundo (Rm.
12,1); la segunda, no dejar a nadie en la quietud satisfecha en la
que está. Nuestro mundo debe recuperar la tensión de la libertad
que, según K. Jaspers (3), desató ya desde «el tiempo-eje» (800-200
a.C) una constante tensión espiritual en una infatigable búsqueda de
completa claridad y realización. Este adormilamiento en el
consumismo aparece como una modorra espiritual, una suerte de
narcótico de las energías espirituales.
La pastoral de la conmoción
El cristiano tiene que actuar como agitador de las
conciencias y de las vidas en esta sociedad de las dependencias
superfluas. Tiene que estar mostrando, con su persona y su palabra,
que hay «otra cosa» que da sentido más profundo a la vida que el
mero entretenimiento en los quehaceres y diversiones.
El agente de pastoral actual se tiene que preguntar
inevitablemente cómo llegar a avivar la llama inquieta que yace
mortecina en el fondo de los seres humanos de nuestra sociedad del
entretenimiento. Su creatividad debe llevarle a lograr la cercanía
suficiente para que pueda soplar sobre ese fondo de cada individuo.
Parece que la vía tiene que ser una conjunción de estrategias que
produzcan la emoción que conmueva y, finalmente, mueva hacia un
cambio de vida.
Testigos de una opción
El cristiano en esta situación se vuelve testigo de
una opción de vida. Cada día va a ser más claro que en esta
atmósfera de la «religión del consumo» el seguidor de Jesús mostrará
que su vida tiene otros motivos. Su corazón no está ni en la
posesión de cosas, ni en el poder ni en la diversión ni el dinero.
Caminamos hacia una «rara avis» que da la espalda a lo que este
mundo valora y recuerda, una y otra vez, que el centro de lo
«sagrado» está en vivir lo humano con tensión creativa, respeto y
plenitud. Plenamente de este mundo sin pertenecer a él, resistiendo
la evasión y el sueño. Tenemos que decirles a nuestros
contemporáneos con la sabiduría oriental y la de Jesús: la felicidad
no es cuestión de concentrarse en lo que «no se tiene» realmente
(las cosas), sino en lo que se tiene (uno mismo) y en los que nos
necesitan (las víctimas y dolientes de este mundo).
Memoria de lo humano roto
El cristiano tiene una gran tarea en esta sociedad
del sentimiento estético de la vida: ser la memoria de lo que no se
quiere recordar. La sociedad de las sensaciones que vive presa del
instante de la degustación y a la que le encandilan las luces de
colores de un brillante porvenir, se le ha olvidado lo que deja
detrás, a sus espaldas. El cristiano, como «el ángel de la
historia», camina de espaldas al futuro y no deja de mirar las
víctimas de la modernidad. Estas sociedades de la Europa del mercado
común de las vivencias plenamente integradas en él, corren el riesgo
de perder la memoria. No reconocen las ruinas ni la barbarie que va
dejando el denominado progreso, modernización, desarrollo,
globalización. El cristiano tiene que ser el que una y otra vez
llama la atención sobre las ruinas de la historia, sobre los
rincones oscuros de nuestra sociedad, sobre el detritus de los
excluido, sobre la marginación de tantos que no asisten en este
mundo al banquete occidental; sobre el dolor y el sufrimiento
gratuito de tantos hombres y mujeres, en definitiva.
Profetas de desmemoriados; videntes del pasado
inhumano; mostradores de las angustias e injusticias de un mundo
desvencijado; memoria pretérita de deslumbrados con las promesas del
futuro que no existe; procuradores de las víctimas y reventados de
la historia; integradores de lo excluido; levantadores del caído;
sanadores de lo doliente. Samaritanos, es decir, gente que se
aproxima al caído y la víctima, lo cura, lo levanta y lo devuelve a
la vida social plena.
Esta sociedad necesita de gente, cristianos, que
conmuevan a nuestros contemporáneos por medio de esta conmoción
samaritana.
Y no digamos que estamos completamente solos.
Nuestro tiempo conoce una cierta sensibilidad para la solidaridad
que hace ver sentido, hálito de trascendencia, en la entrega de las
personas por causas perdidas, por la defensa de la justicia, por la
dignidad humana de los otros olvidados y excluidos, por instaurar
unas relaciones distintas de las expoliadoras y saqueadoras. Desde
la batalla de Solferino y el nacimiento de la Cruz Roja a la Madre
Teresa o a la médico instalada en un hospital etíope para ayudar a
mujeres infibuladas, al misionero asesinado en Los Grandes Lagos
africanos, se expande un halo de admiración que encubre percepción
de sentido y referencia a otra cosa, algo «sagrado», que late en el
ser humano y en esa entrega por reparar o recuperar su dignidad. Por
este camino se introduce una quiebra con el mero fluir de un mundo
cerrado sobre sí mismo.
Acompañar a asumir las «situaciones límite»
La expresión de «situaciones límites» pertenece al
filósofo alemán, existencialista, K. Jaspers. Quiere decir y
recordarnos que el ser humano siempre está en una situación, además
si sale de una es para entrar en otra. El ser humano puede modificar
y crear nuevas situaciones, pero siempre está situado. Y existen
situaciones límites que no pueden ser nunca modificadas
esencialmente: por ejemplo, el hecho de que la vida humana exige
necesariamente lucha y sufrimiento. No hay vida humana sin esfuerzo,
como no puedo evitar el morir. Vivir humanamente y vivir condenados
a la lucha existencial y a la muerte son una misma cosa. Aquí
tropezamos como contra un muro infranqueable. Tengo que vivir o
cargar forzosamente con esta condición humana.
Nuestra sociedad y cultura actual conoce el intento
de eludir e ignorar esta situación humana. El indefinido
amodorramiento en las cosas es una forma de cerrar los ojos a las
realidades límites del ser humano. Es una manera de superarlas en
falso. Existir quiere decir hacer la experiencia de las situaciones
límites. Pero nuestra sociedad nos equipa muy mal para afrontar la
muerte y el sufrimiento. Utiliza la estrategia de la evasión. ¿Hasta
cuándo dará resultado? ¿En que revuelta de la vida nos las tenemos
que ver inevitablemente con las «situaciones límites» sin poder
eludirlas?
El evangelizador actual hará un gran bien si está
atento a ayudar a estos atropellados por la vida misma. El hecho de
que la depresión sea la segunda enfermedad de nuestro mundo
occidental habla de por sí acerca del problema de sentido en que se
ha convertido la vida. V. Frankl (4) ya advirtió que el sentido de
la vida era el gran problema de nuestro tiempo. El sentido es la
principal necesidad humana. Hay toda una tarea educativa para
equipar al joven y no joven frente a la muerte y al hecho de
afrontar la vida como proyecto. Y no hay sentido sin esperanza ni
amor, sin entrega a una causa. El sentido se adquiere en la
autotranscendencia de sí; hay que dejarse a sí mismo atrás y abrirse
o lanzarse o entregarse a algo.
La tarea actual es ayudar este auto-trascendimiento
que tiene que realizar cada persona humana. Cada una tiene que
encontrar o inventar el sentido. Para ello habrá que ayudar a
des-adoctrinar y des-condicionar a los seres humanos de nuestra
sociedad. Y mostrar alguna dirección, sencillamente estando con
ellos, junto a ellos.
3. Iniciadores del Misterio
La trasmisión de la fe se hará por el camino de la
experiencia, no tanto por el de la información. En el régimen de
cristiandad hemos dado por supuesto que bastaba con informar,
elementalmente, y practicar, es decir, asistir al culto o ciertas
prácticas religiosas, para ser creyentes. Este cristianismo hace
agua por todas partes. En un régimen de pluralidad y de sugestión
comercial no hay cristianismo sociológico que resista. Sólo tiene
futuro aquel que se arraigue en una experiencia propia, el que
crezca desde dentro de uno con la convicción propia de que ha
gustado lo que le cuentan. No hay ya fe sin experiencia; la mera
herencia no basta.
La misma sociedad sensorial que vivimos apunta al
camino experiencial. La pastoral de la transmisión de la fe tiene
que acentuar la vivencia del Misterio de Dios antes incluso, de
hablar de Dios. Hablar de lo que se «sabe» con el sabor de la
vivencia, esta parece ser la fórmula actual de la evangelización.
El catequista «gurú»
No podemos seguir enseñando catecismo. Las fórmulas
no bastan, aunque siempre debemos dar un conocimiento religioso. Se
precisa no tanto enseñar cuanto ayudar a descubrir un Misterio: el
Misterio fascinante e inagotable de lo divino. El Misterio de que el
fondo de la realidad se llama Amor y es Padre-Madre, es decir, amor
acogedor incondicional y gratuito.
Este descubrimiento es personal e intransferible.
Lo tiene que hacer cada cual y, sin duda, se le puede y debe mostrar
la corriente, la tradición religiosa-espiritual, dentro de la cual
bebe e intenta balbucear el Misterio. Pero el centro no está en la
trasmisión de un doctrina acerca de ese Misterio divino, sino de
acercarse y gustar una Realidad viviente que se puede «percibir»,
«sentir» con los sentidos de la interioridad espiritual humana. Son
estos sentidos los que hay que despertar, afinar y llevarles delante
de la Fuente para que cada uno beba.
Si se acepta este planteamiento como el primero y
principal para hacer saltar la modorra o entumecimiento espiritual
de la gente, de los niños y jóvenes de nuestro tiempo, tiene que
cambiar la pedagogía catequética y la pastoral en general. Tiene que
ser fundamentalmente mistagogía, iniciación al Misterio de Dios. Por
supuesto, atendiendo a la edad mental, psicológica y al desarrollo
religioso, cuestiones ya muy estudiadas en nuestros días.
Una iniciación que tiene que ayudar a la
«experiencia» de la Presencia de ese Misterio de forma «emocional».
En este tiempo de los sentimientos y las degustaciones sensoriales
no existe lo que no se capta emocionalmente. Ya sabrá el educador de
lo precario de estas experiencias y de la necesidad de su
depuración, pero al principio, no debe exigir demasiadas purezas.
Incluso en un tiempo en que el ser humano descubre
la precariedad de la interioridad y clama por encontrar equilibrio,
armonía, estima de sí, la iniciación al Misterio de Dios puede
seguir esas sugerencias del yo para trascenderlas. El acercamiento
psicológico a la interioridad como camino de la trascendencia es uno
de los lugares comunes de mucha espiritualidad tipo «new age». El
educador en la fe sabrá distinguir entre el soplo del viento
exterior y lo verdaderamente interior. Pero desaprovechar esta
sensibilidad de la época me parece equivocado y hasta inútil. Se
gana incluso un acceso a la experiencia religiosa que depura la fe y
logra una mejor integración espiritual (5).
Recuperar los símbolos
La cultura tecno-económica no favorece la captación
simbólica de la realidad; no tiene sensibilidad para aquello que
remite a lo ausente radicalmente. Y sin embargo, sin símbolo no hay
profundidad y quedamos presos dentro de lo que hay ahí delante, es
decir, quedamos dentro de un mundo de meros objetos.
Tampoco la sociedad de la imagen favorece la
percepción simbólica. El alud de imágenes da la impresión de que
todo es expresable y visible. El torrente de informaciones y
detalles visuales hurta la capacidad para entrever lo sugerido, lo
evocado, lo que sólo puede ser captado en un ejercicio de
movilización del más allá de la fantasía grosera y visual. La
apoteosis de la imagen en nuestra sociedad y cultura elimina el
símbolo, lo mata.
Sin símbolo, sin embargo, no hay acceso al Misterio
(6). Nos quedamos prendidos de lo dado; no salimos del círculo de la
inmanencia más crasa. La religiosidad vive del símbolo como
vehículo. Si se ciega la percepción simbólica nos quedamos sin luz
dentro de la religión. Nada remite más allá hacia el vislumbre de la
Claridad plena.
Necesitamos, por tanto, recuperar el símbolo en un
tiempo pobre y hasta estéril para el símbolo. Urge educar la
sensibilidad para ver lo que dicen las cosas más allá de sí mismas;
cómo hablan de algo más de lo que dicen de ordinario o con sólo las
gafas del análisis empírico. Hay que acostumbrar a un sesgo en el
mirar que descubra la imagen escondida, el fondo inasible, la
riqueza oculta del interior de las personas, de la realidad toda, la
evocación de lo ausente. Habrá que hacer ejercicios de la mirada:
«mirar como por primera vez», mirada adámica, como quien estrena la
mañana del mundo. «Filosofía de la mañana» lo llamó F. Nietzsche,
que ya capto la pobreza simbólica de los hombres de su tiempo.
Supone un «desasimiento» («Gelassenheit»), como captó Heidegger, de
esta racionalidad imperialista y dominadora que todo lo quiere
apresar y mensurar, asimilar y funcionalizar. Si consiguiéramos esa
educación de la mirada profunda, primera y desasida, que ve
estrenando las cosas, estaríamos iniciando al Misterio. Al fondo lo
que las cosas trasparentan es el Misterio que las sostiene y
alienta. Estaríamos viendo lo divino presente, encarnado, en todas
las cosas del mundo.
Se necesita urgentemente, hasta por humanismo,
frente a la unilateralidad de nuestro mundo funcional, recuperar la
dimensión simbólica y evocadora de lo totalmente distinto.
La fe como búsqueda del Misterio
Si en la inquietud y en el peregrinaje espiritual
de nuestro tiempo acertamos a leer síntomas de un cambio, habrá que
decir que la evangelización del increyente indiferente y del
presunto despertar de los adormilados espirituales, tiene, tras el
primer despunte, que acompañar una «aventura espiritual». No se
trata sólo ni principalmente de doctrinas, el desafío en la
transmisión actual es de conducir a una experiencia que se da como
inquietud y búsqueda. No bastan las respuestas hechas, sino el
acompañamiento en el peregrinaje. El otro se tiene que dar cuenta
que nosotros también vivimos la fe como búsqueda continua de ese
Misterio divino.
Exige educadores de la fe que ellos mismos vivan la
fe como esta inquietud de búsqueda permanente. De alguna manera el
educador-trasmisor de la fe de hoy y mañana necesita ser un cierto
«maestro espiritual», es decir, alguien que haya hecho la
experiencia de la búsqueda. Los caminantes, los peregrinos, los que
siguen la estrella, son los espíritus aptos para trasmitir inquietud
y acompañar este giro en la sensibilidad espiritual.
En esta aventura espiritual habrá que conceder que
en el camino y la singladura todavía no se ha llegado al puerto.
Pretender, como los antiguos catequistas, estar ya en la ortodoxia
plena, exigir respuestas "correctas" es lo inapropiado para estas
circunstancias. El educador en la fe tiene que resistir la tentación
de la ortodoxia precipitada. Tendrá también que sobrellevar, incluso
dolorosamente, la distancia frente a la institución religiosa.
Frecuentemente al iniciado no le interesa la pertenencia a la
institución sino la experiencia, la búsqueda del Misterio;
precipitar la adhesión institucional sería cortar en flor el
proceso. Incluso no será extraño que encontremos a quien no sólo le
repugna la institución, sino hasta la tradición religiosa cristiana.
La paciencia en no quemar la etapas del peregrinaje dará finalmente
el fruto apetecido.
Habrá que contar en un mundo profundamente
secularizado que la búsqueda de sentido y el camino espiritual se
efectúa mediante interpretaciones profanas. Entramos por los
vericuetos de la experiencia espiritual o de la mística «sin Dios».
Personas que no pertenecen a ninguna confesión o que nunca han
profesado ninguna pueden ser buscadores espirituales, buceadores de
una experiencia profunda que no pertenece a ninguna confesión. El
evangelizador y educador atento a estas personas, sin pertenencia a
ninguna confesión religiosa, pero profundamente religiosas y
ansiosas de un camino espiritual, será el evangelista de mañana.
Vivir con profundidad lo humano
El talante de nuestro tiempo es inmanente: siente
predilección por la tierra. El camino de la trascendencia y el
Misterio tiene que ser sensible a este signo de la época. Además es
afín a la ley cristiana de la encarnación. En el fondo de lo
verdaderamente humano yace lo divino. Jesús mostró lo divino
sumergiéndose en la profanidad.
Hay que recuperar con hondura lo humano en su
vivencia inmediata, de juego, apuesta, superación, goce, encuentro,
comunión con el otro,... El cuerpo, como sabemos, juega un gran
papel en este descubrimiento de lo terráqueo y carnal. Mostrar lo
que hay ahí de petición de otra cosa, de exceso que lo supera, pero
no lo niega, es la tarea de quien quiera dedicarse a impulsar los
espíritus hacia el Misterio en nuestro tiempo. Tarea arriesgada y
delicada, sin duda, pero desafío actual.
Quizá por esta vía alcanzamos algo de lo que apunta
M. Eliade de que en el fondo de toda religiosidad late un resto de
religión cosmológica, de comunión con la materia, el cosmos, el
todo. Las tendencias que podemos denominar «religioso naturalistas»
no han sido superadas. Vuelven o las intuimos presentes en mucho
culto al cuerpo, a la naturaleza, en el ecologismo y la dietética.
Ahondar esta fosa y llevarla hacia la «religación» con el fondo del
Misterio que subyace a toda la realidad sería la tarea del educador
y acompañante espiritual de hoy.
Nos debe animar, en todo caso, la realidad de que
la espiritualidad de la encarnación en lo humano es radicalmente
evangélica. Una mística de los ojos abiertos y de lo «sagrado
humano» especialmente del pobre y caído. Pero antes de llegar ahí
¿no nos servirá de acercamiento como vía previa esta revalorización
de lo humano corpóreo y natural? La espiritualidad de la encarnación
también tiene sus pasos y sus grados acomodados a las
características del tiempo.
4. La esperanza como horizonte
El evangelizador y el educador en este tiempo de
indiferencia tiene que estar lleno de esperanza. La fe que vive y
profesa es una fe pascual, abierta a un futuro que ha comenzado ya.
Sin esta espera confiada nos invadirá el desánimo y la sensación de
fracaso. Llenos de esta esperanza confiada tendremos la
perseverancia y la fuerza de quien sabe que el Espíritu pugna por
abrir boquetes en la Historia de la humanidad y en cada historia
particular. Más que nosotros —y, por supuesto, con nosotros— está la
brega del Espíritu en nuestros pequeños esfuerzos. Esta es la carta
que el cristiano se guarda en la manga de su espíritu. No es una
varita mágica ni un solucionario de problemas. Es un plus de energía
y de renovación de esperanza allí donde todo parece cerrado.
Con esta ayuda seremos capaces de ser resistentes y
críticos, contraculturales y alternativos. Se trata de ayudar a
descubrir a los seres humanos de nuestro tiempo que la realización y
la llamada a la felicidad se alcanza plenamente por los caminos del
seguimiento de Jesús. Se trata de tener vida y tenerla en
abundancia.
NOTAS:
(1) Diríamos, siguiendo las claves
fenomenológicas de un A. Schütz, que el increyente indiferente está
tan perfectamente instalado en el «mundo de la vida cotidiana»
—otros dirían en la finitud— que no da el salto de nivel para salir
de esa órbita de la inmanencia cotidiana u ordinaria. Pero no es una
cuestión más o menos reflexiva, de tipo agnóstico o ateo humanista,
sino de escasa o nula conciencia, condicionada por el encerramiento
en el alud de sensaciones de esta sociedad del mercado.
(2) Cfr. Z. Bauman y K. Tester: La
ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Paidós,
Barcelona, 2002, 137s.
(3) Cfr. K. Jaspers: Origen y meta de la
Historia, Revista de Occidente, Madrid, 1951, 61s.
(4) Cfr. V. E. Frankl: En el principio era el
sentido. Reflexiones en torno al ser humano, Paidós, Barcelona,
2000.
(5) Entre la amplísima bilbiografía
psico-espiritual de nuestro tiempo señalemos A. Schreurs:
Psicoterapia y Espiritualidad. La integración de la Dimensión
Espíritual en la práctica Terapéutica, Desclée, Bilbao, 2002
(6) Cfr. J. M. Mardones: La vida del símbolo.
La dimensión simbólica de la religión, Sal Terrae, Santander, 2003
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