El afrontamiento cristiano de la indiferencia religiosa*

José María Mardones

* Reproducimos el Capítulo VII de la obra de José María Mardones “La indiferencia religiosa en España. ¿Qué futuro tiene el cristianismo?”. Ediciones HOAC.2003.

La indiferencia desafía al cristiano en su misma raíz: pone en cuestión su carácter de hombre religioso remitido al Misterio de Dios y a un Sentido último y definitivo. Por esta razón la contraposición es inevitable. El creyente siente que tiene que afrontar la indiferencia como una realidad importante para él mismo. Cuestiona su ser creyente.

Por otra parte, el convencimiento creyente impulsa a llevar a los otros, con el máximo respeto a su libertad, lo que valora como un bien importante para la realización de la vida humana. El creyente busca comunicar a otros su descubrimiento y desea que los otros participen de él. De ahí que la presencia del no religioso, increyente e indiferente, le produzca preocupación y el ímpetu misionero le conduzca hacia la comprensión de la indiferencia y hacia su superación si fuera posible.

¿Cómo afrontar la indiferencia desde la perspectiva de la evangelización? ¿Cómo afrontarla dentro de los parámetros actuales que hemos ido describiendo?

La situación de indiferencia de nuestro tiempo agudiza el problema ya detectado de la trasmisión de la fe a la siguiente generación, o mejor, sitúa la tarea en su contexto actual

1.  Interrumpir el consumo de sensaciones y facilitar la reflexión

En este planteamiento que contempla una perspectiva evangelizadora partimos de un diagnóstico ya repetido: la situación de indiferencia de nuestro tiempo tiene una raíz más anclada en las prácticas sociales de consumo de sensaciones que en planteamientos racionales. No es tanto un problema de pensamiento cuanto de estilo de vida. Hoy la situación de indiferencia se asienta más en la indefinida evasión que propicia el consumo de sensaciones de nuestra sociedad que en dilemas mentales. Nos encontramos más con la asfixia y el silenciamiento práctico de las preguntas por el ser humano que ante la incapacidad de respuesta a las preguntas fundamentales de la existencia. La indiferencia actual desafía al creyente desde todo un ámbito o atmósfera creada alrededor de un estilo de vida consumista, de un sistema tecno-económico y de una separación o ruptura con el sistema de sentido.

Si algo de esta visión es acertado, entonces la estrategia evangelizadora que hoy quiera afrontar la indiferencia juvenil y no juvenil, deberá atender esta característica de la indiferencia. No se trata de un problema de conocimiento, susceptible de ser abordado en una especie de diálogo. Esta estrategia sería adecuada con las formas no religiosas de agnosticismo y ateísmo humanista. Incluso hay, como dijimos con C. Geffré, un indiferentismo responsable frente a los grandes ideales de las religiones porque no se corresponden con la realidad, que es más propicio a un desbloqueo mediante el diálogo. Pero la dificultad con el increyente de raíz indiferente, apoyado por el clima consumista ambiental y la minusvaloración cultural religiosa, es que no le interesa dialogar sobre la fe o la cuestión religiosa. El indiferente predominante hoy guarda silencio sobre la religión y frente a ella. No le interesa, sencillamente. Está como vacunado frente a las cuestiones, inquietudes e interrogantes que propician «el salto» hacia el mundo religioso (1).

¿Cómo facilitar el encuentro de este indiferente con los cuestionamientos creyentes? ¿Cómo tener acceso al indiferente no interesado en plantearse nada religioso? Nos encontramos con una atmósfera muy hostil para ser abordada en directo. El tratamiento de esta indiferencia nos conduce hacia una estrategia educativa previa, algo así como la creación de condiciones de posibilidad para romper el silencio sobre los interrogantes fundamentales del ser humano.

Descubrimos, si no nos equivocamos demasiado, que el tratamiento de la indiferencia actual en esta sociedad será indudablemente plural, pero predominantemente tiene que dirigirse a despertar a este ser humano «dormido» en medio del empacho de «vivencias». Es decir, el espectáculo y las ocasiones de entretenimiento son tantas en la sociedad actual que el ser humano queda no sólo ahíto e incapacitado para plantearse nada serio sobre su vida, sino que lo vive como una suerte de atmósfera que adquiere el valor de una religión: la religión secular del consumismo de sensaciones. Una suerte de esteticismo comercial o cultura estético-comercial que se ha trasmutado en una forma para-religiosa de nuestros días. El gran engaño que subyace a esta forma de sacralización del consumo y la diversión es que se piensa que «el nivel de vida» y el disfrute del «consumo de sensaciones» es lo que constituye «el sentido de la vida».

Frente a esta situación el cristiano tiene que plantearse la cuestión de cómo interrumpir este consumo de sensaciones y facilitar la reflexión.

Interrumpir el consumo de sensaciones

El cristiano en la sociedad actual tiene que ser necesariamente un rebelde, un resistente, un crítico del actual estilo de vida. La fe cristiana tiene que sensibilizarle para oponerse frontalmente al actual escapismo que se desliza por la vía del consumismo y que lleva a la entronización práctica de falsos ídolos. La resistencia frente a la avalancha de publicidad creadora de necesidades, de modelos de identificación que banalizan la existencia, se ha convertido en una necesidad. Urge la crítica desenmascaradora de los mitos liberadores de la técnica, el disfrute y, sobre todo, el dinero, que impiden al ser humano confrontarse consigo mismo.

Al fondo hay una tarea de cambio social de este estilo de vida asentado sobre la avidez de la posesión y el disfrute de las diversiones privadas. ¿Cómo subvertir este sistema tecno-económico que se ha apoderado del desamparo humano y lo manipula publicísticamente?

No tenemos respuesta. Pero lo que vemos claro es que la religión cristiana tiene que convertirse en un factor crítico de esta sociedad del materialismo consumista y de sensaciones. Quizá tenga razón Z. Bauman (2) de que la libertad de elección consumista termina sobrecargando al individuo de nuestra sociedad. Algunos ya terminan hartos de tener que elegir y elegir entre las variaciones del mismo estilo. La rebelión postmaterialista quizá camine por estos derroteros. Pero mientras llega la saturación —y en España promete ser más larga que en los países Escandinavos— no estaría nada mal que el cristianismo abanderase la denuncia de un sistema envilecedor del ser humano. La crítica religiosa del consumismo, la denuncia y la resistencia frente a él debe formar parte de la defensa cristiana del ser humano.

Por este camino discurre la primera reacción ante la situación actual de la increencia indiferente de una sociedad consumista y banal. Es una tarea pre o proto-política que, a su vez es proto-religiosa, dado que crea las condiciones para que pueda germinar algún brote de interés humano acerca de los planteamientos del sentido.

La condición que se requiere dentro del colectivo de cristianos y, especialmente de los responsables de la evangelización, es que crezca la competencia cultural, es decir, la capacidad para ver la situación social y cultural con ojos críticos. Echamos de menos una agudeza mayor en materia de competencia socio-cultural para que se estimule al cristiano a ser un rebelde y un resistente en virtud de la fe que profesamos. La contracultura está en el corazón del Evangelio.

La larga tarea educativa del deseo

Junto a la labor de denuncia y resistencia tiene que haber una tarea positiva de reconstrucción de las personas. Estamos pensando en la tarea educativa en la familia y en la Escuela: necesitamos educar el deseo. Frente a la avidez que dispara por doquier la publicidad necesitamos padres y educadores conscientes de que el hijo/a no va a crecer mejor ni más liberado por poseer más cosas. Al contrario, la sana educación —que conocen todas las sabidurías religiosas y los humanismos, de una cierta disciplina de vida y austeridad como condición de la libertad— pide un control sobre sí mismo y una cierta carencia de cosas para valorar la vida misma. La sobresaturación de los «hijos de la libertad» no los hace más libres sino más dependientes de lo superfluo.

Comienza a crecer la convicción entre educadores y hombres y mujeres de nuestra sociedad que no por tener más vamos a ser más felices. La crítica de E. Fromm a la preeminencia del tener sobre el ser, ya ha llegado a algunos ciudadanos de a pie; no se necesita ser un miembro de la Teoría Crítica para darse cuenta de que la realización propia no va de la mano con la posesión de cosas y con el vivir inmersos en el mercado de sensaciones. Los escandinavos ya responden en las encuestas de opinión que, justamente, con menos cosas serían más felices.

Hay que preconizar en razón del ser humano la vuelta a una cierta austeridad de vida. Hay que defender al niño frente al despotismo de la publicidad que excita el deseo y el ansia desmedida de cosas. La Carta de los Derechos del Niño debe incluir su protección frente a la excitación publicitaria y las técnicas de sugestión.

Existe una razón moral que avala esta educación del deseo: la injusta distribución de los bienes en este mundo. La desigualdad y la injusticia se agrandan en el seno de la globalización neoliberal y hoy ya llega a establecer una terrorífica relación 20/80, es decir, el veinte por ciento de la población mundial más rica dispone del 80% de la renta mundial; mientras el 80% de la población sólo usa el 20%; el 20% más pobre apenas dispone del 1% de los recursos. La avidez de consumo, de diversiones y de sensaciones del primer mundo se hace a costa del bien común mundial.

La educación en la cultura de la austeridad va ligada estrechamente a una responsabilidad ética acerca de la injusta situación de nuestro mundo. Y a la estética religiosa, espiritualidad, del vivir concentrados degustando la vida y no en la dispersión del ansia de las cosas.

Educar en las «virtudes monásticas» del silencio y la contemplación

La propuesta contracultural del creyente tiene que presentarse como alternativa de vida mejor y más plena. En esta sentido hay que crear espacios alternativos de vida: defender, recreadas, la vuelta a las «virtudes monásticas» del silencio y la contemplación. En un mundo de prisa existencial, que no deja tiempo para la asimilación de lo vivido, que te envuelve en las redes de la degustación indefinida de sensaciones, hay que predicar la lentitud, el saboreo, la tranquilidad y el silencio.

La fascinación que tiene «lo oriental» en ciertos grupos de nuestra sociedad no está alejado de estas virtudes monásticas del silencio y la contemplación. La mujer y el hombre de nuestros días vislumbra que con un poco menos de prisa, unas cuantas cosas menos en la vida y un poco más de tranquilidad y de tiempo para sí mismo, sería más persona y más feliz. No en vano las propuestas —incluso descafeinadas— de cierto neo-budismo son atractivas en la Europa entregada al mercado de sensaciones. El descubrimiento del atractivo de los monasterios pertenece también a este mundo de las prisas y el despilfarro consumista. Actualmente resulta contracultural y relativamente atractivo una austeridad de vida que se rodee de un cierto placer de vivir y degustar la vida en sí misma, en su discurrir, en volver a saborear lo que nos rodea y las relaciones que nos construyen y humanizan. Necesitamos paz y quietud para vivir la vida; necesitamos tiempo, recuperar el tiempo robado por las múltiples banalidades, para emplearlo en la lenta vivencia de la existencia.

Los jóvenes actuales, las primeras víctimas del atropello de la vida por el «marketing», son también —algunos de ellos— los que descubren las delicias del «paradisus claustri», de la recuperación del silencio, de los ratos perdidos en la oración y la comunicación de las vivencias interiores. Vivimos en esta sociedad copulativa el amontonamiento contradictorio de la evasión junto con el atractivo de la soledad y el silencio. El educador religioso debe ser capaz de crear el clima propicio para que el joven aprenda en la práctica a gustar del silencio, de la lentitud de la mirada que se posa detenidamente en las cosas, del tiempo para descubrir que el interior de cada uno es fascinante.

Está claro que en una sociedad de la agitación y la comercialización de las sensaciones, la apertura al mundo de la contemplación forma parte de la lucha contra las patologías de esta sociedad. Sin una iniciación en la contemplación de las cosas no hay esperanza de que haya sensibilidad para detenerse y sorprenderse ante la inagotable riqueza de la vida, ante la profundidad misteriosa de la realidad, ante el hecho de la finitud y de estar entregados a la muerte.

2.  Terapia de choque

¿Cómo despertar al adormilado en el cúmulo del hartazgo de sensaciones?

El cristiano tendrá que tener algo de provocador en esta sociedad, si no quiere pasar desapercibido. Tendremos que hacer de agitadores de las conciencias y de las vidas. La condición primera es que se nos pide vivir sin plegarnos a este mundo (Rm. 12,1); la segunda, no dejar a nadie en la quietud satisfecha en la que está. Nuestro mundo debe recuperar la tensión de la libertad que, según K. Jaspers (3), desató ya desde «el tiempo-eje» (800-200 a.C) una constante tensión espiritual en una infatigable búsqueda de completa claridad y realización. Este adormilamiento en el consumismo aparece como una modorra espiritual, una suerte de narcótico de las energías espirituales.

La pastoral de la conmoción

El cristiano tiene que actuar como agitador de las conciencias y de las vidas en esta sociedad de las dependencias superfluas. Tiene que estar mostrando, con su persona y su palabra, que hay «otra cosa» que da sentido más profundo a la vida que el mero entretenimiento en los quehaceres y diversiones.

El agente de pastoral actual se tiene que preguntar inevitablemente cómo llegar a avivar la llama inquieta que yace mortecina en el fondo de los seres humanos de nuestra sociedad del entretenimiento. Su creatividad debe llevarle a lograr la cercanía suficiente para que pueda soplar sobre ese fondo de cada individuo. Parece que la vía tiene que ser una conjunción de estrategias que produzcan la emoción que conmueva y, finalmente, mueva hacia un cambio de vida.

Testigos de una opción

El cristiano en esta situación se vuelve testigo de una opción de vida. Cada día va a ser más claro que en esta atmósfera de la «religión del consumo» el seguidor de Jesús mostrará que su vida tiene otros motivos. Su corazón no está ni en la posesión de cosas, ni en el poder ni en la diversión ni el dinero. Caminamos hacia una «rara avis» que da la espalda a lo que este mundo valora y recuerda, una y otra vez, que el centro de lo «sagrado» está en vivir lo humano con tensión creativa, respeto y plenitud. Plenamente de este mundo sin pertenecer a él, resistiendo la evasión y el sueño. Tenemos que decirles a nuestros contemporáneos con la sabiduría oriental y la de Jesús: la felicidad no es cuestión de concentrarse en lo que «no se tiene» realmente (las cosas), sino en lo que se tiene (uno mismo) y en los que nos necesitan (las víctimas y dolientes de este mundo).

Memoria de lo humano roto

El cristiano tiene una gran tarea en esta sociedad del sentimiento estético de la vida: ser la memoria de lo que no se quiere recordar. La sociedad de las sensaciones que vive presa del instante de la degustación y a la que le encandilan las luces de colores de un brillante porvenir, se le ha olvidado lo que deja detrás, a sus espaldas. El cristiano, como «el ángel de la historia», camina de espaldas al futuro y no deja de mirar las víctimas de la modernidad. Estas sociedades de la Europa del mercado común de las vivencias plenamente integradas en él, corren el riesgo de perder la memoria. No reconocen las ruinas ni la barbarie que va dejando el denominado progreso, modernización, desarrollo, globalización. El cristiano tiene que ser el que una y otra vez llama la atención sobre las ruinas de la historia, sobre los rincones oscuros de nuestra sociedad, sobre el detritus de los excluido, sobre la marginación de tantos que no asisten en este mundo al banquete occidental; sobre el dolor y el sufrimiento gratuito de tantos hombres y mujeres, en definitiva.

Profetas de desmemoriados; videntes del pasado inhumano; mostradores de las angustias e injusticias de un mundo desvencijado; memoria pretérita de deslumbrados con las promesas del futuro que no existe; procuradores de las víctimas y reventados de la historia; integradores de lo excluido; levantadores del caído; sanadores de lo doliente. Samaritanos, es decir, gente que se aproxima al caído y la víctima, lo cura, lo levanta y lo devuelve a la vida social plena.

Esta sociedad necesita de gente, cristianos, que conmuevan a nuestros contemporáneos por medio de esta conmoción samaritana.

Y no digamos que estamos completamente solos. Nuestro tiempo conoce una cierta sensibilidad para la solidaridad que hace ver sentido, hálito de trascendencia, en la entrega de las personas por causas perdidas, por la defensa de la justicia, por la dignidad humana de los otros olvidados y excluidos, por instaurar unas relaciones distintas de las expoliadoras y saqueadoras. Desde la batalla de Solferino y el nacimiento de la Cruz Roja a la Madre Teresa o a la médico instalada en un hospital etíope para ayudar a mujeres infibuladas, al misionero asesinado en Los Grandes Lagos africanos, se expande un halo de admiración que encubre percepción de sentido y referencia a otra cosa, algo «sagrado», que late en el ser humano y en esa entrega por reparar o recuperar su dignidad. Por este camino se introduce una quiebra con el mero fluir de un mundo cerrado sobre sí mismo.

Acompañar a asumir las «situaciones límite»

La expresión de «situaciones límites» pertenece al filósofo alemán, existencialista, K. Jaspers. Quiere decir y recordarnos que el ser humano siempre está en una situación, además si sale de una es para entrar en otra. El ser humano puede modificar y crear nuevas situaciones, pero siempre está situado. Y existen situaciones límites que no pueden ser nunca modificadas esencialmente: por ejemplo, el hecho de que la vida humana exige necesariamente lucha y sufrimiento. No hay vida humana sin esfuerzo, como no puedo evitar el morir. Vivir humanamente y vivir condenados a la lucha existencial y a la muerte son una misma cosa. Aquí tropezamos como contra un muro infranqueable. Tengo que vivir o cargar forzosamente con esta condición humana.

Nuestra sociedad y cultura actual conoce el intento de eludir e ignorar esta situación humana. El indefinido amodorramiento en las cosas es una forma de cerrar los ojos a las realidades límites del ser humano. Es una manera de superarlas en falso. Existir quiere decir hacer la experiencia de las situaciones límites. Pero nuestra sociedad nos equipa muy mal para afrontar la muerte y el sufrimiento. Utiliza la estrategia de la evasión. ¿Hasta cuándo dará resultado? ¿En que revuelta de la vida nos las tenemos que ver inevitablemente con las «situaciones límites» sin poder eludirlas?

El evangelizador actual hará un gran bien si está atento a ayudar a estos atropellados por la vida misma. El hecho de que la depresión sea la segunda enfermedad de nuestro mundo occidental habla de por sí acerca del problema de sentido en que se ha convertido la vida. V. Frankl (4) ya advirtió que el sentido de la vida era el gran problema de nuestro tiempo. El sentido es la principal necesidad humana. Hay toda una tarea educativa para equipar al joven y no joven frente a la muerte y al hecho de afrontar la vida como proyecto. Y no hay sentido sin esperanza ni amor, sin entrega a una causa. El sentido se adquiere en la autotranscendencia de sí; hay que dejarse a sí mismo atrás y abrirse o lanzarse o entregarse a algo.

La tarea actual es ayudar este auto-trascendimiento que tiene que realizar cada persona humana. Cada una tiene que encontrar o inventar el sentido. Para ello habrá que ayudar a des-adoctrinar y des-condicionar a los seres humanos de nuestra sociedad. Y mostrar alguna dirección, sencillamente estando con ellos, junto a ellos.

3.  Iniciadores del Misterio

La trasmisión de la fe se hará por el camino de la experiencia, no tanto por el de la información. En el régimen de cristiandad hemos dado por supuesto que bastaba con informar, elementalmente, y practicar, es decir, asistir al culto o ciertas prácticas religiosas, para ser creyentes. Este cristianismo hace agua por todas partes. En un régimen de pluralidad y de sugestión comercial no hay cristianismo sociológico que resista. Sólo tiene futuro aquel que se arraigue en una experiencia propia, el que crezca desde dentro de uno con la convicción propia de que ha gustado lo que le cuentan. No hay ya fe sin experiencia; la mera herencia no basta.

La misma sociedad sensorial que vivimos apunta al camino experiencial. La pastoral de la transmisión de la fe tiene que acentuar la vivencia del Misterio de Dios antes incluso, de hablar de Dios. Hablar de lo que se «sabe» con el sabor de la vivencia, esta parece ser la fórmula actual de la evangelización.

El catequista «gurú»

No podemos seguir enseñando catecismo. Las fórmulas no bastan, aunque siempre debemos dar un conocimiento religioso. Se precisa no tanto enseñar cuanto ayudar a descubrir un Misterio: el Misterio fascinante e inagotable de lo divino. El Misterio de que el fondo de la realidad se llama Amor y es Padre-Madre, es decir, amor acogedor incondicional y gratuito.

Este descubrimiento es personal e intransferible. Lo tiene que hacer cada cual y, sin duda, se le puede y debe mostrar la corriente, la tradición religiosa-espiritual, dentro de la cual bebe e intenta balbucear el Misterio. Pero el centro no está en la trasmisión de un doctrina acerca de ese Misterio divino, sino de acercarse y gustar una Realidad viviente que se puede «percibir», «sentir» con los sentidos de la interioridad espiritual humana. Son estos sentidos los que hay que despertar, afinar y llevarles delante de la Fuente para que cada uno beba.

Si se acepta este planteamiento como el primero y principal para hacer saltar la modorra o entumecimiento espiritual de la gente, de los niños y jóvenes de nuestro tiempo, tiene que cambiar la pedagogía catequética y la pastoral en general. Tiene que ser fundamentalmente mistagogía, iniciación al Misterio de Dios. Por supuesto, atendiendo a la edad mental, psicológica y al desarrollo religioso, cuestiones ya muy estudiadas en nuestros días.

Una iniciación que tiene que ayudar a la «experiencia» de la Presencia de ese Misterio de forma «emocional». En este tiempo de los sentimientos y las degustaciones sensoriales no existe lo que no se capta emocionalmente. Ya sabrá el educador de lo precario de estas experiencias y de la necesidad de su depuración, pero al principio, no debe exigir demasiadas purezas.

Incluso en un tiempo en que el ser humano descubre la precariedad de la interioridad y clama por encontrar equilibrio, armonía, estima de sí, la iniciación al Misterio de Dios puede seguir esas sugerencias del yo para trascenderlas. El acercamiento psicológico a la interioridad como camino de la trascendencia es uno de los lugares comunes de mucha espiritualidad tipo «new age». El educador en la fe sabrá distinguir entre el soplo del viento exterior y lo verdaderamente interior. Pero desaprovechar esta sensibilidad de la época me parece equivocado y hasta inútil. Se gana incluso un acceso a la experiencia religiosa que depura la fe y logra una mejor integración espiritual (5).

Recuperar los símbolos

La cultura tecno-económica no favorece la captación simbólica de la realidad; no tiene sensibilidad para aquello que remite a lo ausente radicalmente. Y sin embargo, sin símbolo no hay profundidad y quedamos presos dentro de lo que hay ahí delante, es decir, quedamos dentro de un mundo de meros objetos.

Tampoco la sociedad de la imagen favorece la percepción simbólica. El alud de imágenes da la impresión de que todo es expresable y visible. El torrente de informaciones y detalles visuales hurta la capacidad para entrever lo sugerido, lo evocado, lo que sólo puede ser captado en un ejercicio de movilización del más allá de la fantasía grosera y visual. La apoteosis de la imagen en nuestra sociedad y cultura elimina el símbolo, lo mata.

Sin símbolo, sin embargo, no hay acceso al Misterio (6). Nos quedamos prendidos de lo dado; no salimos del círculo de la inmanencia más crasa. La religiosidad vive del símbolo como vehículo. Si se ciega la percepción simbólica nos quedamos sin luz dentro de la religión. Nada remite más allá hacia el vislumbre de la Claridad plena.

Necesitamos, por tanto, recuperar el símbolo en un tiempo pobre y hasta estéril para el símbolo. Urge educar la sensibilidad para ver lo que dicen las cosas más allá de sí mismas; cómo hablan de algo más de lo que dicen de ordinario o con sólo las gafas del análisis empírico. Hay que acostumbrar a un sesgo en el mirar que descubra la imagen escondida, el fondo inasible, la riqueza oculta del interior de las personas, de la realidad toda, la evocación de lo ausente. Habrá que hacer ejercicios de la mirada: «mirar como por primera vez», mirada adámica, como quien estrena la mañana del mundo. «Filosofía de la mañana» lo llamó F. Nietzsche, que ya capto la pobreza simbólica de los hombres de su tiempo. Supone un «desasimiento» («Gelassenheit»), como captó Heidegger, de esta racionalidad imperialista y dominadora que todo lo quiere apresar y mensurar, asimilar y funcionalizar. Si consiguiéramos esa educación de la mirada profunda, primera y desasida, que ve estrenando las cosas, estaríamos iniciando al Misterio. Al fondo lo que las cosas trasparentan es el Misterio que las sostiene y alienta. Estaríamos viendo lo divino presente, encarnado, en todas las cosas del mundo.

Se necesita urgentemente, hasta por humanismo, frente a la unilateralidad de nuestro mundo funcional, recuperar la dimensión simbólica y evocadora de lo totalmente distinto.

La fe como búsqueda del Misterio

Si en la inquietud y en el peregrinaje espiritual de nuestro tiempo acertamos a leer síntomas de un cambio, habrá que decir que la evangelización del increyente indiferente y del presunto despertar de los adormilados espirituales, tiene, tras el primer despunte, que acompañar una «aventura espiritual». No se trata sólo ni principalmente de doctrinas, el desafío en la transmisión actual es de conducir a una experiencia que se da como inquietud y búsqueda. No bastan las respuestas hechas, sino el acompañamiento en el peregrinaje. El otro se tiene que dar cuenta que nosotros también vivimos la fe como búsqueda continua de ese Misterio divino.

Exige educadores de la fe que ellos mismos vivan la fe como esta inquietud de búsqueda permanente. De alguna manera el educador-trasmisor de la fe de hoy y mañana necesita ser un cierto «maestro espiritual», es decir, alguien que haya hecho la experiencia de la búsqueda. Los caminantes, los peregrinos, los que siguen la estrella, son los espíritus aptos para trasmitir inquietud y acompañar este giro en la sensibilidad espiritual.

En esta aventura espiritual habrá que conceder que en el camino y la singladura todavía no se ha llegado al puerto. Pretender, como los antiguos catequistas, estar ya en la ortodoxia plena, exigir respuestas "correctas" es lo inapropiado para estas circunstancias. El educador en la fe tiene que resistir la tentación de la ortodoxia precipitada. Tendrá también que sobrellevar, incluso dolorosamente, la distancia frente a la institución religiosa. Frecuentemente al iniciado no le interesa la pertenencia a la institución sino la experiencia, la búsqueda del Misterio; precipitar la adhesión institucional sería cortar en flor el proceso. Incluso no será extraño que encontremos a quien no sólo le repugna la institución, sino hasta la tradición religiosa cristiana. La paciencia en no quemar la etapas del peregrinaje dará finalmente el fruto apetecido.

Habrá que contar en un mundo profundamente secularizado que la búsqueda de sentido y el camino espiritual se efectúa mediante interpretaciones profanas. Entramos por los vericuetos de la experiencia espiritual o de la mística «sin Dios». Personas que no pertenecen a ninguna confesión o que nunca han profesado ninguna pueden ser buscadores espirituales, buceadores de una experiencia profunda que no pertenece a ninguna confesión. El evangelizador y educador atento a estas personas, sin pertenencia a ninguna confesión religiosa, pero profundamente religiosas y ansiosas de un camino espiritual, será el evangelista de mañana.

Vivir con profundidad lo humano

El talante de nuestro tiempo es inmanente: siente predilección por la tierra. El camino de la trascendencia y el Misterio tiene que ser sensible a este signo de la época. Además es afín a la ley cristiana de la encarnación. En el fondo de lo verdaderamente humano yace lo divino. Jesús mostró lo divino sumergiéndose en la profanidad.

Hay que recuperar con hondura lo humano en su vivencia inmediata, de juego, apuesta, superación, goce, encuentro, comunión con el otro,... El cuerpo, como sabemos, juega un gran papel en este descubrimiento de lo terráqueo y carnal. Mostrar lo que hay ahí de petición de otra cosa, de exceso que lo supera, pero no lo niega, es la tarea de quien quiera dedicarse a impulsar los espíritus hacia el Misterio en nuestro tiempo. Tarea arriesgada y delicada, sin duda, pero desafío actual.

Quizá por esta vía alcanzamos algo de lo que apunta M. Eliade de que en el fondo de toda religiosidad late un resto de religión cosmológica, de comunión con la materia, el cosmos, el todo. Las tendencias que podemos denominar «religioso naturalistas» no han sido superadas. Vuelven o las intuimos presentes en mucho culto al cuerpo, a la naturaleza, en el ecologismo y la dietética. Ahondar esta fosa y llevarla hacia la «religación» con el fondo del Misterio que subyace a toda la realidad sería la tarea del educador y acompañante espiritual de hoy.

Nos debe animar, en todo caso, la realidad de que la espiritualidad de la encarnación en lo humano es radicalmente evangélica. Una mística de los ojos abiertos y de lo «sagrado humano» especialmente del pobre y caído. Pero antes de llegar ahí ¿no nos servirá de acercamiento como vía previa esta revalorización de lo humano corpóreo y natural? La espiritualidad de la encarnación también tiene sus pasos y sus grados acomodados a las características del tiempo.

4.  La esperanza como horizonte

El evangelizador y el educador en este tiempo de indiferencia tiene que estar lleno de esperanza. La fe que vive y profesa es una fe pascual, abierta a un futuro que ha comenzado ya. Sin esta espera confiada nos invadirá el desánimo y la sensación de fracaso. Llenos de esta esperanza confiada tendremos la perseverancia y la fuerza de quien sabe que el Espíritu pugna por abrir boquetes en la Historia de la humanidad y en cada historia particular. Más que nosotros —y, por supuesto, con nosotros— está la brega del Espíritu en nuestros pequeños esfuerzos. Esta es la carta que el cristiano se guarda en la manga de su espíritu. No es una varita mágica ni un solucionario de problemas. Es un plus de energía y de renovación de esperanza allí donde todo parece cerrado.

Con esta ayuda seremos capaces de ser resistentes y críticos, contraculturales y alternativos. Se trata de ayudar a descubrir a los seres humanos de nuestro tiempo que la realización y la llamada a la felicidad se alcanza plenamente por los caminos del seguimiento de Jesús. Se trata de tener vida y tenerla en abundancia.

NOTAS:

(1) Diríamos, siguiendo las claves fenomenológicas de un A. Schütz, que el increyente indiferente está tan perfectamente instalado en el «mundo de la vida cotidiana» —otros dirían en la finitud— que no da el salto de nivel para salir de esa órbita de la inmanencia cotidiana u ordinaria. Pero no es una cuestión más o menos reflexiva, de tipo agnóstico o ateo humanista, sino de escasa o nula conciencia, condicionada por el encerramiento en el alud de sensaciones de esta sociedad del mercado.

(2) Cfr. Z. Bauman y K. Tester: La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Paidós, Barcelona, 2002, 137s.

(3) Cfr. K. Jaspers: Origen y meta de la Historia, Revista de Occidente, Madrid, 1951, 61s.

(4) Cfr. V. E. Frankl: En el principio era el sentido. Reflexiones en torno al ser humano, Paidós, Barcelona, 2000.

(5) Entre la amplísima bilbiografía psico-espiritual de nuestro tiempo señalemos A. Schreurs: Psicoterapia y Espiritualidad. La integración de la Dimensión Espíritual en la práctica Terapéutica, Desclée, Bilbao, 2002

(6) Cfr. J. M. Mardones: La vida del símbolo. La dimensión simbólica de la religión, Sal Terrae, Santander, 2003