| TRIBUNA: REYES MATE

Lo otro de la religión
Reyes Mate es profesor
de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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| EL PAÍS - Opinión - 08-12-2004 |
Primero fue el divorcio, luego la guerra de catecismos, el aborto, y
ahora el matrimonio de homosexuales: la Iglesia católica se hace noticia
en declaraciones beligerantes contra el gobierno de turno que no tendrían
mayor importancia si no fuera porque son leídas como recelos contra la
democracia. Después de tantos años no parece que se haya avanzado en algo
tan elemental como que, en una sociedad plural, la moral de la convivencia
tiene que ser laica, es decir, neutra desde el punto de vista religioso.
El catolicismo y la laicidad tienen tras de sí una larga historia de
confrontación, teñida de sangre por uno y otro lado. A los librepensadores
tempranos les ocurrió la misma suerte que a los clérigos durante la
revolución: pagaron con su vida por no marchar al paso del tiempo. La
famosa homilía del cardenal Tarancón, cuando la coronación del rey Juan
Carlos, simboliza la reconciliación de la Iglesia católica española con la
versión política de la laicidad, es decir, con la democracia, pero ni
entonces ni ahora estuvo dispuesta a conceder que esa laicidad también
afecta a los valores públicos que deben regir la convivencia. Esto
explicaría las citas periódicas de la Iglesia contra el poder cada vez que
éste se adentra en la legislación de asuntos morales con un talante no
confesional.
Este enzarzamiento puede tener resultados fatídicos para la religión y
no, como piensan los obispos, porque cada nueva conquista laica suponga un
retroceso de la influencia católica, sino porque los defensores de valores
religiosos, obsesionados en una guerra perdida -la autonomía en el orden
moral y el político no tienen vuelta de hoja-, no son capaces de ver el
lugar en que hoy más que nunca se está haciendo visible el interés por la
religión.
No me refiero a esa "vuelta de lo religioso" que se produce cada vez
que alguien proclama muy alto lo de la "muerte de Dios", proclama que
queda inmediatamente desautorizada con fenómenos como, por ejemplo, los
fundamentalismos cristianos a lo Bush o islámicos a lo Bin Laden, sino a
la percepción de que todo el programa de secularización o de laicización
no ha podido disolver el núcleo de lo religioso que unos llaman "lo
humanamente divino" y otros "lo absoluto terrestre". Ese núcleo
irreductible a la autonomía del hombre tiene que ver con la persistencia
de valores absolutos por los que uno está dispuesto a morir, es decir, a
sacrificar la propia autonomía. ¿Cómo explicarse la autoridad de estos
valores superiores a la vida?, se preguntaba recientemente el periódico
Le Monde, a propósito de un intenso debate que mantienen dos filósofos
franceses, agnósticos por más señas, el politólogo Marcel Gauchet y el ex
ministro de educación Luc Ferry. Los dos acuerdan que esa persistencia de
un valor absoluto es una herencia de la religión y el debate que se traen
entre manos es sobre si hay que reconocer una estructura religiosa del
hombre o bien se trata de un exceso histórico que el hombre adulto puede
metabolizar en algo natural. Aquí lo religioso no viene de la mano de la
religión o de las iglesias, sino del propio hombre.
Si se discute tan apasionadamente en lugares laicos no es porque se
juegue en ello el prestigio o el lugar de las iglesias o del mismo Dios,
sino del hombre. El hombre, por muy autónomo que sea, y la política, por
muy democrática que quiera ser, tienen carencias tan importantes como no
poder fabricar valores, sino sólo recibirlos. Como dice Gauchet, "la
autonomía es la fabricación de leyes que están al servicio de los
valores", pero no crea valores tan democráticos como la libertad, la
igualdad o la fraternidad. Ésos ya estaban allí y de ellos hablaban las
religiones. Atrás queda la ingenuidad de tantos laicistas que ven la
solución del problema de la religión en su relegación a la sacristía. La
consigna ilustrada de "la religión es un asunto privado" sigue siendo
válida en un punto -el más decisivo, por cierto-; a saber, que la
legitimación del poder político está en el pueblo y no en Dios, pero la
religión sigue teniendo algo que decir en dos puntos cruciales del hombre
moderno: en el tipo de hombre que queremos ser y en si es posible
construir otro mundo. Cuando escritores alemanes como Enzensberger, Walzer
o Sloterdijk abogan por acabar con el humanismo que hemos heredado porque
ha hecho infeliz al hombre, cargándole con el peso de la responsabilidad
por el mal en el mundo, están pensando en dar carpetazo a los derechos
humanos, considerados "último resto de la cultura cristiana". Mantener al
tipo de hombre que hemos conocido, ése que se pregunta alguna vez en la
vida qué debo hacer, qué puedo conocer o qué me cabe esperar; ese hombre,
el mismo que frente a las víctimas de Auschwitz reconoce que tiene que
hacerse cargo del daño que causa el hombre, ese tipo de hombre no puede
pensarse, ni seguramente mantenerse, al margen de lo religioso. Al menos,
deberíamos discutirlo por si acaso.
Pero no sólo lo religioso juega un papel en el orden antropológico;
también en el político. No, por supuesto, en el orden de las leyes de la
política, pero sí en el de los valores que le dan contenido. No es ajeno a
este convencimiento el hecho verdaderamente sorprendente de la
proliferación de libros políticos, no teológicos, sobre Pablo de Tarso: el
del francés Badiou, el del italiano Agamben, el del alemán Taubes o los
escritos del checo Zizec. Consideran a Pablo el fundador del cristianismo
y, por tanto, referencia obligada para la comprensión de Occidente. A la
vista de la facilidad con que países occidentales traducen valores
universales de los que son portadores -derechos humanos o democracia, hoy;
cristianismo, ayer- por imposiciones violentas, véase Irak, hay pensadores
que se vuelven hacia una especie de depósito inagotable de sentido, como
es la tradición judeocristiana, para repensar una universalidad que no sea
excluyente, una tradición en la que el forastero no sea el bárbaro, sino
alguien "como de casa". Y ahí está Pablo, judío de origen, que da forma a
un nuevo pueblo elegido, el cristiano, pero que sabe muy bien que el nuevo
pueblo lo debe todo a la parte que queda fuera, al pueblo judío. Colocar
lo excluido en el centro de gravedad de una política o de una ética es la
única manera de pensar un todo sin exclusiones. También se le hacen
preguntas sobre la relación entre conservación y revolución o entre
libertad y ley.
Como se puede colegir, lo que está en juego es algo másque una
benevolente cultura religiosa que permita a las nuevas generaciones
comprender El entierro del conde Orgaz o La divina comedia.
Se trata de saber si para defender un tipo de hombre o la posibilidad de
otro mundo, la religión es o no relevante. La respuesta a esta pregunta no
la puede dar un gobierno, ni depende de decisiones parlamentarias, ni será
el resultado de unas negociaciones entre el presidente Zapatero y el
cardenal Rouco. La respuesta consistirá en argumentos concretos y la dará
quien los tenga. Lo que no se alcanza a comprender es que quienes más
saben de religión -las iglesias- sean quienes menos aportan a esta tarea,
y quienes más se ocupan del hombre por el hombre -los hijos del siglo,
como dice Benjamin- den por cerrada esta cantera de significaciones.
Parece que los españoles estamos condenados en asuntos de religión, como
decía aquel obispo, a no librarnos del palo: por detrás, arreando; o, por
delante, mandando. Pero cabe imaginar las cosas de otro modo. El filósofo
alemán Jürgen Habermas, poco sospechoso de veleidades mistificantes,
escribió una vez lo siguiente: 'Nuestros modernos conceptos de vida
auténtica, de autonomía, de socialización e individualización, de tiempo e
historicidad, de finitud y emancipación, de éxito y fracaso, de praxis
política, dignidad humana, etcétera, en absoluto son conceptos griegos,
sino que se deben más a la tradición judeocristiana que a la filosófica'.
Está hablando de esos famosos valores 'occidentales' -que vienen de
Oriente- y que ciertamente defienden quienes de momento andan entretenidos
en que si galgos o podencos a propósito del matrimonio gay. |