|
Europa y la laicidad
PREDRAG MATVEJEVIC
Los términos tolerancia y laicidad no tienen en nuestras
lenguas las mismas connotaciones. El sentido que da a la idea de
tolerancia un John Locke o un Voltaire, o incluso el modo en que la
concibe un poeta católico como Paul Claudel -relegando la tolerancia "a
la casa de tolerancia"-, son, evidentemente, distintos, a veces
incluso contrastantes, si no contradictorios. Y si ya nos referimos al
concepto de laicidad, entonces la confusión es más frecuente. Como se
sabe, la palabra proviene del griego (laós, "pueblo") y pasa a
través del latín medieval, para designar ante todo lo que no formaba parte
de un orden eclesiástico, aun permaneciendo siempre de alguna manera
ligado a la Iglesia (hermano laico). La Ilustración retomó el término y
modificó su significado. Voltaire hablaba de "misioneros laicos" y se
introdujo entre ellos. Sin embargo, la palabra no es frecuente en los
discursos de la Revolución Francesa que conserva a su manera el culto del
ser supremo con su Panteón, su martirologio y sus rituales. Tampoco la
encontramos en el texto de la Declaración de los Derechos del Hombre y el
Ciudadano. El espíritu laico triunfará en la famosa ley de 1905, preparada
por la política de Jules Ferry, acentuada a través de las posiciones
contra el clericalismo y marcada por el final dramático del caso
Dreyfus.
Esta ley, que proclama claramente "la separación entre Iglesia y
Estado", fue precedida por una serie de medidas secularizantes: la
autorización del divorcio (1884), la apertura de los cementerios a los
ciudadanos de todas las confesiones (1881), la supresión del descanso
dominical obligatorio (1879), la extensión y la gratuidad de la
escolarización (1881), la prohibición de la enseñanza religiosa en las
escuelas elementales del Estado (1880). Una parte importante de los
intelectuales -"esta gran diócesis de espíritus emancipados", según la
fórmula de Sainte-Beuve- acogió con entusiasmo estas innovaciones en la
vida social y cultural. Los símbolos religiosos en las escuelas públicas
(crucifijos por todas partes, efigie de la Virgen para las niñas) fueron
eliminados en la mayor parte de los departamentos mucho antes de 1905. "La
escuela no debe ser ni una capilla, ni una tribuna, ni un teatro", declaró
Jules Ferry. Léon Gambetta veía la enseñanza como "un seminario del
futuro". Arístides Briand dio a estas ideas un marco real y práctico. La
Constitución de 1946 define a Francia en su primer artículo como una
república "laica".
Esta "excepción francesa" provocó en el extranjero reacciones, a
veces violentas, por parte sobre todo de los países católicos. Bélgica lo
aceptó más rápidamente y la siguió de más cerca, al contrario que la mayor
parte de los demás países, pero no sin polémicas con su propio episcopado.
En los países protestantes, donde el catecismo está presente de forma
diferente en la vida cotidiana, las tensiones de este tipo no se
extendieron demasiado. En Estados Unidos, según evidenciaron algunos
testigos, "ni siquiera imaginábamos que la lectura de la Biblia pudiera
ser un acto confesional". Las referencias a Dios o a la Trinidad se han
mantenido hasta nuestros días en las constituciones del Reino Unido o
Alemania, y especialmente en las de Grecia o Irlanda. Sería interesante
hacer un análisis comparativo sobre estas diferencias. Se trata de
establecer un nuevo diálogo entre historia y memoria.
Recuerdo estos hechos, conocidos en su mayor parte, para intentar
describir el bagaje que llevamos en nuestros hatillos sobre las balsas que
navegan de una orilla a otra. Se repite a menudo, con más o menos reservas
o reproches, que una laicidad "identificada con la experiencia histórica
francesa y difícilmente traducible, remite, en las percepciones que se
tienen de otros países europeos, a una neutralidad bastante negativa
respecto a las religiones". Quizá sería útil distinguir ante todo la
laicidad de la noción de culto de la de cultura. Esta última se identifica
en la mayoría de los casos con la secularización. En el uso corriente se
encuentran y se comparan las actitudes de los creyentes con la de aquellos
que se niegan a creer. En todo caso, sería un error reducir la connotación
laica sólo al agnosticismo o al ateísmo.
Hace 10 años, recién trasladado a Italia, me sorprendí al leer el
subtítulo de una revista bastante conocida: Revista para el diálogo
entre creyentes y laicos. ¿Hay que oponer forzosamente los creyentes a
los laicos? ¿No se podría admitir del mismo modo una laicidad de la fe, es
decir, una actitud de los laicos creyentes? Esto parece hoy menos difícil
que en el pasado. Pensador espiritual de gran altura, excomulgado por la
Iglesia ortodoxa rusa antes de la Revolución y desterrado de la Unión
Soviética, Nikolaï Berdiaev proponía distinguir la religión como fenómeno
colectivo de la fe en cuanto acto personalizado sin oponer una a la otra.
La experiencia del personalismo cristiano y su manera de adecuar el credo
con la laicidad merecen ser evocadas.
El debate actual sobre este tema nos lleva a confrontar los
distintos problemas de orden moral, ideológico, ético o psicológico con
aquellos que se refieren a la educación, la enseñanza y la profesión de fe
en el sentido más amplio del término. Una reivindicación particular de la
laicidad afecta a los derechos al hombre o hace referencia a la libertad
de expresión. Favorece el encuentro de las distintas religiones o puede
servir como intermediario entre ellas, distinguiéndose de una "laicidad
combatiente" (laïcité de combat), considerada por algunos demasiado
"integrista". En estos últimos tiempos también hemos oído la propuesta de
"laicizar la laicidad". Desgraciadamente, en los países en los que el
nacionalismo arraigado se alía con el clericalismo, la connotación laica
se ve condenada a la marginación o al ostracismo. (Hemos tenido ocasión de
observar en los Balcanes las relaciones entre cristianos ortodoxos y
católicos dentro de un espacio en el que estas contradicciones se ven
acentuadas por el cisma cristiano, casi milenario; donde las iglesias han
dado en las distintas situaciones su apoyo a los nacionalismos, golpeando
de forma particular a los ciudadanos de confesión islámica). El
vocabulario del estalinismo, que practicó una impiadosa propaganda
antirreligiosa, rechazó a su vez cualquier noción de laicidad, considerada
como uno de los "vestigios burgueses".
En torno a estas cuestiones de laicidad se suman aquellas,
numerosas, que sobrepasan el ámbito socio-religioso y pertenecen del mismo
modo a otros órdenes de ideas: relaciones del individuo y el Estado,
divergencia entre las esferas públicas y privadas, libertad de conciencia,
rechazo del "comunitarismo", respeto a la igualdad de los derechos y los
deberes de los ciudadanos, lucha contra las discriminaciones (tanto
religiosas o confesionales como raciales, étnicas, nacionales, sexuales u
otras), cierto tipo de enfrentamientos entre la izquierda y la derecha,
búsqueda de un espacio universal o común, afir-mación de la ciudadanía,
promoción de un ideal de tolerancia y hermandad, una nueva pedagogía y, en
resumidas cuentas, una defensa e ilustración de una educación moderna.
Finalmente, queda por constatar en qué medida el dogma liberal, tal y como
lo practican en algunos países económicamente avanzados, podría ser
compatible con los valores de un sistema educativo realmente laico.
La laicidad es capaz de ayudar a su manera a las religiones,
curándolas de su particularismo o de su proselitismo excesivo. La Iglesia
católica, después de la actualización del Concilio Vaticano II que
rechazó, entre otras cosas, la idea antisemita del "pueblo deicida" y que
contribuyó a eliminar el anatema que golpeaba a los "cismáticos" de
Oriente, permite revisar más de una toma de posición del pasado. Juan
Pablo II sorprendió recientemente a muchos fieles aceptando, en uno de sus
discursos urbi et orbi, "una laicidad justa" opuesta a la
intransigencia del "laicismo". Jugar con los distintos términos no siempre
ayuda a resolver las cuestiones que se plantean. Cierta laicidad tiene hoy
en consideración el compromiso por el aborto o la contracepción,
prohibidos o desaconsejados por la Iglesia, como ocurría hasta hace poco
con el divorcio o la secularización de los cementerios. En este ámbito se
inscribe también el rechazo a incluir en la Constitución europea la
mención del componente cristiano (o judeo-cristiano), considerando que
esta materia, a pesar de ser imborrable en la historia, no debe
convertirse en un elemento constitucional.
Ciertas polémicas que creíamos adormecidas y olvidadas reaparecen
de vez en cuando y tienen a veces dimensiones inesperadas. Es el caso
sobre todo de la polémica de la enseñanza de la religión en las
instituciones públicas y también la de los símbolos religiosos en las
escuelas. Estas cuestiones tienen ya una larga historia en Europa y se
sitúan de modo diferente de un país a otro. La laicidad de tipo francés
intenta resolverlos recurriendo a una legislación especial o aplicando
circulares ministeriales. En otros países se evocan habitualmente las
tradiciones más antiguas o los usos menos laboriosos. Éstos crean a veces
encendidas disputas que en la mayoría de los casos sólo tienen efectos
provisionales o paliativos. Los ejemplos son numerosos y algunos de ellos
merecen ser mencionados. Alemania vivió en 1995 una disputa a escala
nacional sobre los crucifijos cuando el tribunal de Karlsruhe declaró
inconstitucional un reglamento del Land de Baviera que obligaba a las
escuelas públicas a colgar un crucifijo en cada aula provocando, entre
otras cosas, una nota de reproche del Vaticano. Italia, a su vez, se ha
visto sacudida recientemente por la decisión de un tribunal de la ciudad
de Chieti, que ha condenado la presencia de un crucifijo en una de sus
escuelas (el Tribunal Administrativo Regional anuló enseguida esta
decisión). En efecto, según parece, las leyes de 1924 y 1928 que
contemplaban la presencia del crucifijo y el retrato del Rey en las aulas
nunca fueron derogadas explícitamente a pesar de la caída tumultuosa de la
monarquía italiana después de la II Guerra Mundial. El último cambio de
Gobierno en España, que ha llevado al poder al partido socialdemócrata, ya
ha anunciado la decisión de suprimir la obligatoriedad de la enseñanza de
la religión en las escuelas estatales. Y la Tierra sigue girando.
La presencia del Islam, que ya se ha convertido en la segunda
religión de Europa, hace resurgir otras cuestiones en las que la laicidad
propiamente dicha no es la única apuesta en juego. Me limitaré a evocar
algunas analogías en la historia de las religiones cristiana y musulmana
que probablemente puedan aclarar algunos fenómenos actuales. Europa no ha
logrado cristianizar su propia modernidad ya que la Ilustración se opuso.
Sin embargo, modernizó de forma relevante el cristianismo. "Modernizar el
Islam o islamizar la modernidad", esta alternativa la presentó por primera
vez un pensador musulmán en el exilio, que prefiere no ser nombrado. De la
misma manera que en la Europa de ayer, la modernidad se muestra reacia o
reservada frente a ciertas manifestaciones islámicas. "El Libro no se
toca", es la respuesta que dan en el caso específico algunos creyentes.
Podríamos recordar que en las Sagradas Escrituras no se modificó nada al
eliminar la Inquisición, la hoguera, la tortura infligida a los herejes y
algunas otras perversiones de nuestras iglesias. La historia moderna -en
la que el colonialismo incide con todo su peso- no ha permitido a la mayor
parte de los países islámicos vivir su Siglo de las Luces. El Nahda o el
Tanzimat, igual que otros intentos importantes de reforma, no han tenido
la suerte o la posibilidad de tener un resultado satisfactorio. ¿Podemos
modernizar, pues, la lectura del Corán sin traicionar su Letra? ¿Hay una
nueva lectura posible de las palabras del Profeta? El buscar la respuesta
a estas cuestiones depende en primer lugar del mundo musulmán, de su
intelectualidad ilustrada. En el fondo tienen buenas razones para
desconfiar de nosotros. Nosotros quizás podríamos ayudarles tratando de
evitar ciertas ideas nuestras equivocadas o tendenciosas: el Islam y el
islamismo no son lo mismo; el islamismo y el integrismo islámico son cosas
diferentes; el integrismo se distingue del fundamentalismo, y en el
interior mismo del fundamentalismo existen corrientes místicas por una
parte y fanáticas por otra, y son sólo estas últimas las que se convierten
en terroristas y asesinas. Estas distinciones ayudarían a rehabilitar a la
gran mayoría de los musulmanes de todo el mundo y a hacer la vida más
fácil a los que viven a nuestro lado en Europa.
Nuestros amigos árabes se sorprenden o protestan por el hecho de
que nosotros, europeos de los distintos países, dediquemos tanta atención
a la cuestión judía. Pero hemos sido nosotros mismos los que hemos creado
esta cuestión. En parte somos culpables: con los pogromos en el este de
Europa y las cámaras de gas en el oeste, el gueto, el Holocausto y la
Shoah. No nos fijamos en la cuestión judía por una especie de parcialidad,
sino por un sentido de responsabilidad. También la vuelta de la diáspora
judía en Palestina fue deseada por una parte de Europa que intentaba
librarse de ella. Un eminente intelectual árabe como el llorado Edward
Said, laico a través de su obra y su espíritu, captó bien el alcance de
este fenómeno. Semejante confesión no autoriza a nadie a olvidar la
tragedia vivida por el pueblo palestino y las disposiciones draconianas
tomadas al respecto.
En cuanto a los símbolos religiosos "ostensibles", como el
pañuelo, al que se añaden, para tranquilizar la conciencia, también el
kipa y el crucifijo, no tengo intención de detenerme en ello. Se han dicho
tantas cosas que sería aburrido volver sobre el tema. Me limito a recordar
un pensamiento querido por un amigo recientemente fallecido, Pierre
Bourdieu: "La cuestión evidente es el velo; la latente, en cambio, es
nuestro rechazo por los inmigrantes". Esta advertencia merece ser
conservada por los espíritus laicos.
Al crear Europa, hay que pensar también en crear a las europeas y
los europeos. Sería un error buscar una laicidad uniforme o conformista,
obligatoria para todas y todos. Se trata de afirmar una laicidad plural en
una Europa pluralista, la que reúne a la Unión Europea de hoy y "la otra
Europa" de ayer. Y que no sea únicamente eurocentrista.
EL PAÍS. Opinión - 18-06-2004 |