CLAVES PARA UNA EVANGELIZACIÓN MISIONERA
EN LA
SOCIEDAD ACTUAL. ENSAYO DE BÚSQUEDA
José Antonio Pagola
Quiero hacer desde el comienzo algunas observaciones
que permitan entender mejor la naturaleza de esta reflexión, sus objetivos y
también sus límites y carácter de búsqueda.
Esta reflexión es, en primer lugar, un ensayo por vivir
este tiempo de crisis sin resentimiento y con lucidez evangélica. Necesitamos, a
mi juicio, una reflexión que nos ayude a entender y vivir de manera evangélica
esta situación inédita de la Iglesia en la sociedad contemporánea. Estamos
saliendo de un mundo conocido que va quedando atrás y estamos entrando en un
mundo nuevo que va emergiendo sin que todavía podamos captar bien sus contornos,
contenido y significado. Una de nuestras primeras tareas hoy es discernir la
misión de la Iglesia en esta sociedad. Pero no lo podemos hacer con esquemas y
planteamientos propios de otro contexto antiguo pues nos encerrarían en el
pasado sin apuntarnos la luz que hoy necesitamos. Lo que hemos de hacer es
buscar con humildad y confianza escuchando «lo que el Espíritu nos está diciendo hoy a
las Iglesias» (Ap. 2,7).
Más en concreto, esta reflexión quiere contribuir a
despertar y movilizar con realismo nuestra capacidad evangelizadora. Juan Pablo
II en su Carta Apostólica Novo Millenio
ineunte dice que «nos espera una
apasionante tarea de renacimiento pastoral»[1]. Hemos de volver a
las fuentes de la primera evangelización y captar bien su verdadero espíritu
para «reavivar en
nosotros el impulso de los orígenes»[2]. El Papa espera que
esta pasión por una nueva evangelización «suscitará en la Iglesia una nueva acción
misionera que no podrá ser delegada a unos pocos ‘especialistas’, sino que
acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de
Dios»[3].
Esta reflexión es una búsqueda en el verdadero
sentido de la palabra. No se trata, por tanto, de exponer una doctrina teórica
sobre la Iglesia, la evangelización o la misión y repetirla una vez más aunque
no nos aporte nuevo vigor evangelizador. No se trata siquiera de aplicar como
desde fuera una «doctrina perenne» a la situación actual, sino de buscar de
manera nueva y arriesgada la misión a la que nos llama hoy el Dios vivo
encarnado en Jesucristo. La actitud de fondo es estar atentos para captar qué
está desapareciendo y qué está emergiendo en estos momentos, qué es lo que está
cambiando y qué está tratando de nacer. Desde ahí podremos escuchar tal vez
mejor la llamada que se nos hace hoy a la evangelización.
Precisamente, por ser un esfuerzo de búsqueda, esta
reflexión ha de ser humilde. Nadie tiene la receta para estos tiempos. Lo ha
dicho con claridad el mismo Juan Pablo II: «No nos satisface la ingenua convicción de
que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no
será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos
infunde: ‘Yo estoy con vosotros!’».[4]
No hemos de perder la paz ni la confianza. Por eso, no
voy a seguir el camino de un examen crítico de lo que venimos haciendo. Este
tipo de crítica, elaborado muchas veces a partir de una idea demasiado
idealizada del trabajo evangelizador, no nos ayuda mucho. El futuro de la
Iglesia no depende sólo de nuestros esfuerzos de reflexión ni de nuestra
capacidad de programar y trabajar. Lo importante es que Dios
sigue «salvando» en la Iglesia y fuera de
ella aunque nosotros no acertemos a cumplir nuestra tarea. Para Dios cualquier
ser humano «vale más
que los pájaros del cielo» (Mt. 6,
26).
LAS NUEVAS CONDICIONES DE
LA MISIÓN
Antes que nada parece necesario tomar conciencia clara
de las nuevas condiciones en que la Iglesia ha de realizar hoy su misión.
Condiciones inéditas e insospechadas hace sólo unos años. No es posible exponer
aquí ni siquiera de manera resumida los análisis sociológicos o los ensayos que
se publican sobre la sociedad contemporánea occidental o sobre el hombre
moderno. Nos limitaremos a tomar nota de algunos datos básicos que parece
necesario tener en cuenta para pensar hoy de manera renovada la misión
evangelizadora de la Iglesia.
Centralidad de la
crisis
No es fácil analizar lo que está
sucediendo. El momento actual es complejo y está lleno de tensiones y
contradicciones. No todos hacen la misma lectura, pero casi siempre se pronuncia
una palabra: crisis.
Las filosofías modernas entienden que la crisis se ha
convertido en el horizonte de comprensión del momento actual. La aparente
armonía de un mundo unificado y coherente se ha derrumbado. Todo aparece
cuestionado. Se habla de «omnicrisis» o de crisis total. «La crisis es un
fenómeno que se ha extendido a todos los dominios de la existencia humana, hasta
el punto que viene a designar simplemente nuestra condición de hombres
modernos»[5].
La crisis afecta a todos los sectores de la vida: hay
crisis metafísica, cultural, religiosa, económica, ecológica. Está en crisis la
familia, la educación y las instituciones sociales de otros tiempos. Han caído,
en buena parte, los mitos de la Razón, la Ciencia o el Progreso: la razón no nos
está llevando a una vida más digna y humana; la ciencia no nos dice mi cómo ni
hacia dónde hemos de orientar la historia; el progreso no es sinónimo de
felicidad para todos.
Está en crisis la transmisión del patrimonio
socio-cultural a las nuevas generaciones. Se va perdiendo la memoria histórica y
religiosa. Emerge una cultura plural y difusa en la que las grandes tradiciones
culturales, religiosas y políticas van perdiendo la autoridad que han tenido
durante siglos. Se ponen en cuestión los sistemas de valores que configuraban en
el pasado el comportamiento ético. Crece la indiferencia ante lo religioso, lo
metafísico y lo político. Se ha dejado de creer en «las antiguas razones de
vivir». Vivimos una situación inédita: los antiguos puntos de referencia parecen
inadecuados y los nuevos no están todavía bien dibujados. La actitud más
generalizada ante el futuro es la incertidumbre y una difusa inquietud. Para
captar mejor la profundidad de esta crisis, podemos recordar algunos rasgos
básicos.
En primer lugar, el descrédito y la desconfianza. No resulta fácil creer en
el pensamiento humano. Las grandes ideologías del siglo XX han conducido a la
Humanidad a las mayores tragedias de la Historia: dos guerras mundiales, el
Holocausto (Shoah), Nagasaki, Hiroshima, la era estaliniana, las guerras de
Camboya, Yugoslavia, Ruanda[6]. No es fácil
tampoco creer en el progreso humano cuando el cinismo económico de los países
más avanzados mantiene en el hambre y la miseria a un tercio de la Humanidad. En
medio de la incertidumbre y desconfianza sólo queda el ser humano con su fuerza
creadora y también con su poder destructor.
Por otra parte, se experimenta como nunca la fragmentación. No se aceptan los grandes
relatos de salvación, las grandes síntesis, los sistemas unificadores, las
grandes religiones. Ya no es posible un mundo en común. En adelante se vivirá en
el pluralismo. La existencia es multiplicidad, diversidad, diferencia. La verdad
está en el fragmento. No se busca un fundamento metafísico último porque no se
ve que sea necesario. Esta ausencia de marcos de referencia agudiza la
existencia de cada individuo pues le obliga a ahondar por sí mismo para
encontrar sus razones para vivir y para creer.
La crisis genera como fruto espontáneo el nihilismo que podríamos considerar como
la actitud que renuncia a buscar los «por qué» de la existencia. Ya F. Nietzsche anunció que el nihilismo
sería la gran enfermedad de las sociedades modernas. El proceso es el siguiente:
se vive con la sensación de que los valores, las normas y principios que regían
en tiempos pasados la existencia ya no sirven; pero, una vez instalados en esta
crisis, los individuos se deslizan cada vez más hacia actitudes impregnadas de
nihilismo.
Otro rasgo a tener en cuenta es el fatalismo. Estamos inmersos en un
proceso que nos parece imposible detener o modificar. No se cree apenas en la
capacidad de intervención del ser humano. La historia parece sometida a fuerzas
anónimas que nos superan. La crisis de la tradición, de la educación y de la
transmisión de cultura indican que ya no se cree en el pasado, pero, por otra
parte, no se sabe en qué es lo que puede devolver la esperanza a esta Humanidad
incierta y desencantada. Sólo queda la libertad frágil del ser humano. De ella
depende el futuro.
Al tratar de buscar algunas claves para la
evangelización hoy, parece necesario pensar, antes que nada, en cómo nos hemos
de situar ante esta crisis tan global y profunda. ¿Qué ha de ser y cómo ha de
actuar la Iglesia en esta crisis?, ¿cómo ha de entender y vivir su misión?
La «crisis de
Dios»
Dentro de la crisis general que se vive
en la sociedad contemporánea es fácil detectar la crisis de la religión y, en
concreto, la crisis del cristianismo. Desde el interior de la Iglesia, nosotros
tendemos a subrayar los hechos más cercanos y preocupantes para nosotros: el
descenso de la práctica religiosa, la disminución de vocaciones para el
ministerio presbiteral y la vida consagrada, el alejamiento masivo de los
jóvenes, el envejecimiento de las comunidades...
Sin embargo, bajo estos indicios visibles de crisis
religiosa, se está produciendo algo mucho más radical: lo que J. B. Metz ha llamado «crisis de Dios» (Gotteskrise). El hecho
ha sido captado de muchas formas: «Dios
ha muerto» (F. Nietzsche),
estamos viviendo «el eclipse de Dios»
(M. Buber), nos hemos quedado «sin noticias de Dios». Se sigue hablando
de él, pero «Dios» se ha convertido para muchos en una «palabra fósil»: testigo
de la fe de otros tiempos, pero privada hoy de significado real.
Dios ha dejado de ser el fundamento del orden social
y el principio integrador de la cultura. De una afirmación social masiva,
pública e institucional de Dios se ha ido pasando a una situación de
indiferencia cada vez más generalizada. La cuestión de Dios ni atrae ni
inquieta. Sencillamente deja indiferente a un número cada vez mayor de personas.
La fe en Dios parece diluirse en la conciencia del hombre moderno. Se diría que
está desapareciendo del horizonte de cuestiones y respuestas posibles al sentido
de la existencia. Dios no interesa. Cada vez son menos los que piensan en él
como principio orientador de su comportamiento.
Según el análisis de no pocos expertos estamos
entrando en una «era poscristiana»
(E. Poulat). De hecho es fácil
constatar la pérdida creciente de la «memoria cristiana». Cada vez son más los
que ignoran el hecho cristiano, incluso como fenómeno histórico y cultural. Cada
vez es más difícil la transmisión de la tradición cristiana a las nuevas
generaciones[7]. Más aún, según
algunos observadores, estamos saliendo del «orden de las creencias» en que los
individuos actuaban movidos por alguna fe que les servía de criterio, sentido y
norma de vida, y estamos pasando al «orden de las opiniones» en que cada uno
tiene su propia opinión sin necesidad de fundamentarla en ningún sistema ni
tradición. Todo ello en el marco de un escepticismo y desencanto
generalizado.
Esta «crisis de Dios» no parece un hecho pasajero. H. Küng lo califica de «crisis epocal», J. B. Metz lo considera el «hecho nuclear» que está repercutiendo
decisivamente en la configuración del hombre moderno. Recientemente, J. Martín Velasco ha hablado de una «metamorfosis de lo sagrado»[8]. Se comienza a
pensar que estamos viviendo una época que puede tener para el futuro del
cristianismo y de las religiones repercusiones tan profundas como las que tuvo
el llamado «tiempo eje» (K. Jaspers) durante el primer milenio
antes de Cristo, cuando nacieron las grandes religiones y el pensamiento
filosófico que han tenido hasta nuestros tiempos (Lao-Tszu y Confucio en China;
los Upanishads y Buda en la India; Zaratrusta en Persia; los grandes profetas en
Israel y el pensamiento filosófico de los presocráticos, Sócrates y Platón en
Grecia). R. Panikkar va más lejos y
llega a afirmar que el «periodo
axial» que estamos viviendo significa que «el pasado periodo de 6000 años está siendo
sustituido progresivamente por otras formas de conciencia» marcadas por la
secularidad.[9]
La
proliferación de nuevos movimientos religiosos ha podido hacer pensar que «Dios
vuelve». No es así. Las nuevas tendencias religiosos no remiten, en general, a
una Transcendencia que el ser humano ha de reconocer, sino que encierran al
individuo en sí mismo (adquisición de una nueva conciencia, iluminación,
iniciación esotérica, vacío mental...). La salvación no es aquí gracia que se
recibe de Dios, sino proceso de autorrealización de la propia conciencia. Según
J. Martín Velasco, estos movimientos
«operan tal transformación de la religión que, más que respuestas a la crisis
religiosa, representan la culminación de la misma»[10]. Se trata de
verdaderas «religiones sin Dios» (J. B. Metz) pues lo reemplazan ocupando
su lugar y confirmando así la profundidad de la «ausencia de Dios» en la crisis
actual.
La «muerte de Dios» no es una buena noticia para
nadie pues está arrastrando a la Humanidad hacia un nihilismo que muchos
consideran «la definición de nuestra época»[11]. La razón es clara
G. Amengual la resume de manera
brillante: «Con la muerte de Dios no se
indica solamente la desaparición de la idea de Dios y la metafísica en ella
fundada, sino también todo intento de dar coherencia y sentido, fundamento y
finalidad, metas e ideales: el derrumbamiento de todos los principios y valores
supremos»[12].
No es extraño que la crisis de Dios y el consiguiente
nihilismo hagan emerger hoy preguntas tan vitales como inquietantes: ¿dónde
puede encontrar la convivencia humana un nuevo eje para orientar su caminar
histórico?, ¿cómo repensar la Transcendencia y su relación con lo inmanente?,
¿dónde encontrar esa síntesis todavía no lograda entre lo sagrado y lo secular?,
¿en qué dirección buscar modelos adecuados para decir «Dios»?[13]
La crisis religiosa entre
nosotros
Era necesario captar la crisis religiosa
en toda su hondura y gravedad para no movernos de manera ingenua en la búsqueda
de nuevos caminos pastorales, pero corremos el riesgo de caer en una sensación
de vértigo e impotencia que no conduce a ninguna parte. A nosotros nos toca
vivir este momento histórico en este «rincón de Occidente». Aquí y ahora hemos
de vivir y comunicar la experiencia cristiana del Dios vivo de Jesucristo. Por
ello, hemos de situarnos en la crisis religiosa dentro del contexto en el que
nosotros nos movemos. Creo que C.
Imbert expresa bien lo que sentimos no pocos: «Descubrimos insensiblemente, sin verlo ni
saberlo con claridad, una nueva forma de pensar y de actuar, una nueva forma de
vivir en común que ya no está marcada por la huella mental y social del sistema
cristiano»[14]. Las gentes se van
familiarizando a la cultura de «la ausencia de Dios»: se prescinde de Dios y no
pasa nada especial. Los mismos cristianos se van acostumbrando a la nueva
situación de indiferencia. Convivimos sin desazón alguna con personas a las que
Dios no atemoriza ni atrae, no cuestiona ni fascina. Sencillamente, las deja
indiferentes.
Entendemos bien la descripción que hace J. Martín Velasco, de la situación
espiritual de nuestra sociedad impregnada por la cultura posmoderna[15]. Vivimos inmersos
en una cultura de la «intranscendencia» que encadena a la
persona al aquí y al ahora haciéndoles vivir sólo para lo inmediato, sin apenas
necesidad alguna de abrirse a la Transcendencia. Respiramos una cultura del «divertimiento» que arranca a los
individuos de sí mismos haciéndoles vivir en el olvido de las grandes cuestiones
que lleva en su corazón el ser humano. Nos alimentamos de una cultura del «tener» que desarrolla el espíritu de
posesión, incapacitando a las personas para todo aquello que no sea disfrute
inmediato.
Voy a señalar algunas tendencias que, probablemente,
todos podemos observar de alguna manera entre nosotros.
Lo primero que podemos observar es que la situación religiosa se va haciendo cada vez más compleja. Ya no estamos en
aquella sociedad en que prácticamente todos estaban bautizados, la mayoría eran
cristianos practicantes y casi todos se sometían dócilmente al magisterio de la
Iglesia. Hoy podemos observar diferentes formas de fe, de indiferencia y de
increencia. Podemos encontrarnos con creyentes píadosos y con gente indiferente
desinteresada totalmente de lo religioso, con ateos convencidos y con personas
escépticas de actitud agnóstica, con adeptos a nuevas religiones y movimientos,
con personas que desean creer y no aciertan a descubrir un camino, con sectores
que creen vagamente en «algo», con individuos sincretistas que viven «una
religión a la carta» para su uso particular, con personas que no saben bien si
creen o no creen, gente que cree en Dios sin amarlo, personas que oran sin saber
muy bien a quién se dirigen, gente que cree a los que le hablan de Dios...
Sin embargo, aunque convivimos en la misma sociedad y
nos encontramos diariamente juntos y mezclados en el trabajo, en el ocio y las
relaciones sociales, lo cierto es que apenas sabemos nada de lo que piensa el
otro acerca de Dios, de la fe, del sentido último de la vida. Cada uno lleva en
su interior cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos.
Puede ser un error definir desde fuera la postura religiosa de las personas. J. P. Jossua propone «tener a cada uno
por lo que afirma que es»[16].
Tampoco es difícil constatar que lo religioso se va reduciendo a un
sector cada vez más restringido. La
experiencia religiosa va quedando confinada al interior de las iglesias. El
sector de practicantes es cada vez más minoritario y está constituido en buena
parte por personas de edad avanzada, transmitiendo la imagen de una «religión terminal» que no pertenece a
nuestros tiempos sino al pasado. Hace tiempo que la religión ha ido perdiendo
influjo en el campo político, social, cultural o artístico. Lo que ahora
observamos es que ocupa un lugar cada vez menor en la vida cotidiana de las
personas. Aparece en momentos cruciales o significativos (nacimiento, muerte,
boda...) pero la vida cotidiana se organiza sin una referencia habitual a Dios.
Se diría que se conserva la religión como en reserva pero sin que se vea con
claridad qué puede aportar en la vida diaria.
Esta fe religiosa inoperante va siendo desplazada en
algunos por una cierta confianza en la ciencia y en el progreso, que nos pueden
conducir, a pesar de todo, hacia un mundo mejor y más humano. La fe va siendo
entonces sustituida por otras convicciones que giran en torno a los valores de
la democracia entendida como un sistema difuso de creencias, principios y
valores (derechos humanos, libertad, tolerancia, seguridad ciudadana, respeto a
la Constitución, etc.) que pueden contribuir a una mejor convivencia
consolidando los lazos sociales.
Esta situación cada vez más generalizada de una fe
religiosa inoperante y de un desplazamiento progresivo hacia otras convicciones
más útiles y operativas, nos obliga a hacernos algunas preguntas básicas: ¿en
qué se convierte la fe si ya no es capaz de inspirar el sentido global de la
vida ni las posiciones ante el amor, las relaciones sociales, el comportamiento
ético, la muerte...?, ¿qué es esa fe cristiana si ya no motiva ni moviliza a la
persona? El sociólogo canadiense Raymond
Lemieux hace esta observación, después de un largo estudio: «Dado el carácter provisional y a menudo
efímero de estas creencias religiosas,
no se puede esperar que sean verdaderamente mobilizadoras y comprometan a
los sujetos en prácticas sociales determinadas» y prosigue: «Si nuestras hipótesis son válidas, es
probable que en el futuro se consuman tanto más creencias cuanto menos
mobilizadoras sean»[17]. ¿No estamos
también nosotros caminando hacia esta situación?
Se observa también que la fe religiosa es cada vez menos definida y más
fluctuante. La adhesión a una religión es cada vez menos firme y más abierta a
posibles combinaciones. La gente se siente cada vez menos obligada a dar cuenta
de sus referencias o actitudes religiosas. Se puede creer sin pertenecer
institucionalmente a una Iglesia. Está creciendo lo que algunos llaman «la desregulación institucional del
creer» (D. Hervier-Léger), es
decir, se tiende a vivir las propias creencias al margen de la institución
religiosa. Para R. Díaz-Salazar, esta
«religiosidad desinstitucionalizada» es «la tendencia más significativa del panorama
sociorreligioso de la España de fin de siglo»[18] . Cada vez se
acepta menos la imposición de las creencias, normas éticas o prácticas cultuales
por parte de una institución. Por ello, asistimos a una especie de «diseminación de lo religioso». Cada uno
se busca sus fuentes y referencias, y se elabora su propia posición religiosa:
«bricolaje religioso», «religión a la carta», «religión de supermercado».
Algo semejante está sucediendo entre aquellos que
viven sin una referencia a Dios. Su postura increyente es cada vez más
fluctuante, menos ideologizada, más diversificada, menos combativa por lo
general con lo religioso. En pocas palabras, se puede decir que cada vez es más
difícil saber qué es un creyente y un no creyente. Precisamente por eso, las
fronteras entre ambos se van diluyendo pues se debilitan progresivamente los
puntos de referencia. En no pocos creyentes hay algo de increencia y ambigüedad,
en bastantes increyentes hay fe y búsqueda. Si hablamos de «fronteras» habrá que
hacerlo muchas veces como «lugar de paso», de idas y venidas de personas que no
saben bien cómo situarse ante Dios.
Es fácil también constatar cómo está creciendo la incultura religiosa. Las nuevas
generaciones ignoran cada vez más lo cristiano, incluso como hecho histórico y
cultural. Los «media» difunden una cultura indiferente y frívola donde lo
religioso aparece muchas veces vinculado o incluso mezclado con lo esotérico, la
astrología, las creencias ocultas, la parapsicología, los tarot, lo visionario,
etc. El hecho es todavía más grave. La vida moderna impide a muchos pensar y
reflexionar. La hiperinformación mantiene a no pocos en la confusión y la
niebla, sin capacidad para discernir ni optar. Bastantes no saben ni plantearse
las grandes cuestiones de la existencia; no tienen palabras para hablar de la fe
o de la experiencia. Lo desconocen casi todo.
Tampoco es de extrañar en este clima la falta de racionalidad que se manifiesta
en los diversos fanatismos, posturas de sincretismo fácil, adhesiones religiosas
acríticas y sin fundamento razonable, crecimiento de la credulidad[19], fe en el
horóscopo, tarot, echadoras de cartas.
En esta misma línea, conviene señalar también el creciente fanatismo en algunos sectores
minoritarios. Esta fe de carácter fanático aparece en un grado u otro en todos
los absolutismos, integrismos, fundamentalismos, dogmatismo cerrados y rígidos,
morales rigoristas, proselitismos. En buena parte, es una búsqueda de refugio y
seguridad en medio de la crisis y significa para algunos, junto con el cortejo
de supersticiones y devociones utilitarias, el sucedáneo de las sectas dentro de
la institución. Esta fe fanática es, en el fondo, un indice bastante claro de
inseguridad y falta de auténtica fe.
Hemos de tomar también nota del crecimiento del paganismo como forma de
vida[20]. El fenómeno es
complejo, brota de diferentes raíces y requiere sin duda un análisis profundo,
pero para no pocos representa una reacción contra las religiones por el exceso
de sufrimiento gratuito infligido a los fieles, y un modo de reaccionar ante la
crisis moderna. E. Bueno de la Fuente
estudia algunos síntomas (el consumismo hedonista, el culto al cuerpo, la moral
del buen vivir, la sensualización de la vida, el disfrute de la noche, el fin de
semana y las vacaciones). En su estudio trata de detectar más allá de los
síntomas, la efervescencia de un paganismo nuevo como «religión y visión del
mundo» que se manifiesta como gozo pletórico y celebración de la vida, cultivo
de la dimensión dionisíaca, exaltación de la carne, gozo jubiloso de lo
sagrado.
Algunos cambios en los
cristianos
Es conveniente también tomar nota de
algunos cambios que se van produciendo en aquellos que, en medio de esta crisis
religiosa, se dicen cristianos. No vamos a repetir los datos de las
estadísticas: descenso en la práctica dominical, alejamiento progresivo de la
comunidad cristiana, crisis de la transmisión de la fe a las nuevas
generaciones, descenso de vocaciones, envejecimiento del clero... Son, sin duda,
indicadores visibles de la crisis. Nosotros vamos a recordar algunas tendencias básicas.
En primer lugar, va creciendo la ambigüedad de la figura del cristiano.
Hace unos años el perfil de cristiano estaba claramente definido por su adhesión
a la doctrina cristiana, su aceptación de la moral y la práctica cultural. Hoy
todo se ha desdibujado. Basta que uno conserve una cierta religiosidad o siga
vinculado a alguna devoción o sienta un cierto atractivo por Cristo para que se
siga considerando cristiano. Pero no es fácil saber cuál es el contenido de su
fe: ¿qué ha sido de las «certezas dogmáticas» de otros tiempos? Cada uno cree a
su manera. Muchos viven llenos de dudas y confusión, con preguntas que casi
nunca se plantean ni aclaran debidamente. Otros prescinden tranquilamente de
aspectos esenciales de la fe cristiana ( se sustituye la fe en la resurrección
por la fe en la reencarnación o se afirman las dos al mismo tiempo ). Algo ha
ido cambiando en el interior de la conciencia de los cristianos. Muchos dicen
que ahora creen de otra manera. La impresión generalizada es que se cree menos y
peor. La fe de muchos se va debilitando y descuidando cada vez más.
Por otra parte, los católicos no forman
ya un todo homogéneo. La situación se
va haciendo cada vez más compleja y
diversificada. No todos extraen de la fe las mismas conclusiones de cara a
las opciones y los comportamientos. No todos se relacionan de la misma manera
con la institución ni se sienten vinculados a ella en el mismo grado. Junto a
los que alimentan y celebran su fe en la comunidad cristiana (una minoría),
están los que sólo esperan de ella un servicio religioso puntual, un marco
ritual, alguna vez referencia ética.
Lo que sí parece claro es que, por lo general, los
que se dicen cristianos no difieren mucho en su estilo de vida de quienes no se
reconocen como tales. Mezclados en las diversas situaciones de la vida familiar,
laboral, social, comparten casi siempre actitudes, posicionamientos, intereses y
valores muy semejantes. Pero, ¿qué es la vida cristiana si no es praxis de
seguimiento a Cristo?
Está cambiando también el modo de creer. Sólo señalaré algunos
datos de importancia. Poco a poco se abandona la lectura literal de la Sagrada
Escritura, sin que, por otra parte, se sepa bien sobre qué interpretación
bíblica basar la propia fe; cada uno se va haciendo su idea del mensaje bíblico.
Por otra parte, a diferencia de lo que sucedía en tiempos pasados, la duda no es
percibida como algo que está en contradicción con la fe; se puede dudar de
muchos aspectos del cristianismo pero sentirse cristiano. Además, son cada vez
más los que no se sienten obligados a creer todo lo que enseña el Magisterio ni
como lo enseña; cada uno se reserva el derecho de pensar y creer por cuenta
propia; no se siente la necesidad de un alineamiento puro, simple y sistemático.
Se vive como en tensión dentro de una comunión básica de fe.
Son cada vez más amplios los sectores que perciben a la Iglesia de manera
negativa. Sólo señalaré algunos
aspectos más notables desde nuestra perspectiva. Se considera a la Iglesia como
una institución anacrónica, preocupada por su propia conservación, replegada
sobre sus propios problemas, aislada de la vida moderna que evoluciona de manera
acelerada; siempre en actitud conservadora y repetitiva, sin sentido alguno de
creatividad. Un responsable de pastoral juvenil me hablaba en estos términos:
¿cómo van a entrar los jóvenes en una Iglesia que perciben «vieja», «parada» y
sin novedad alguna?
Se la percibe también como una institución
autoritaria, poco democrática, con métodos de gobierno de una rigidez poco
evangélica. Se considera que es una Iglesia condenadora, que no sabe reanimar la
mecha que humea ni suscitar esperanza en quienes buscan a Dios, que no ofrece la
imagen del Dios de la gracia y de la misericordia revelado en Cristo, sin la
debida actitud dialogante y comprensiva, de una intransigencia moral excesiva
(divorciados, homosexuales); que cultiva la sospecha y la desconfianza sobre
quienes buscan caminos nuevos. Dicho en pocas palabras, está aumentando el
número de los «decepcionados» por la Iglesia.
El deslizamiento hacia la
indiferencia
En medio
de esta situación compleja es importante tratar de ver hacia dónde nos va
conduciendo en estos momentos la crisis religiosa.
De manera general se puede decir que a no pocas
personas la descristianización actual los va llevando poco a poco al desinterés,
el abandono, la decepción, el silencio y olvido de algo que, tal vez, un día
tuvo algún significado en sus vidas.
Por lo general, no es frecuente entre nosotros un ateísmo fundamentado en un sistema
doctrinal por ejemplo de corte marxista, freudiano o positivista. Lo que
encontramos entre nosotros son más bien personas que se sitúan fuera de una
«comunión de fe». No se sienten ya concernidos por lo cristiano: algunos se
sitúan claramente frente a lo cristiano; otros afirman sencillamente que no
comparten la fe de sus padres; otros lo van abandonando casi todo porque no han
podido hacer una síntesis convincente entre su visión actual del hombre y su fe
infantil; en no pocos jóvenes la cuestión de la fe ni aflora: no saben
exactamente de qué se trata.
Es cada vez más frecuente entre nosotros un agnosticismo difuso caracterizado por
rasgos diferentes. Encontramos un «agnosticismo religioso» elemental, poco
formulado: no es que se rechaza la proposición religiosa sino que se hace
difícil creer: el hombre de hoy sabe o no sabe, observa, duda, analiza, se
interroga, razona, propone hipótesis, constata sus limitaciones, pero le cuesta
cada vez más creer. Para entender bien este «agnosticismo religioso» lo hemos de
inscribir dentro de un fenómeno más amplio y profundo. Lo que hoy está en crisis
no son las religiones, las ideologías o las grandes causas sino el acto mismo de
creer, es decir, el acto de comprometerse en la aceptación de una visión global.
Al individuo se le hace hoy difícil la adhesión a un mensaje que se le presente
como respuesta englobante y definitiva.
En este contexto, la crisis religiosa se va
deslizando hacia una «indiferencia»
cada vez mayor. Constatamos por supuesto una «indiferencia religiosa» vivida,
por lo general, sin hostilidad hacia lo religioso; una indiferencia tranquila,
ajena a todo planteamiento sobre Dios. Pero esta indiferencia hay que situarla
dentro de una indiferencia más amplia y profunda. Lo que crece es el desinterés
y el escepticismo hacia las cuestiones más vitales de la existencia: ¿para qué
vivir?, ¿en qué creer?, ¿por qué esperar? No interesan las grandes cuestiones
del ser humano sino el vivir bien. Por eso seducen cada vez menos los «grandes
relatos» y las grandes causas. Se vive un «mundo desencantado», sin causas ni
ideales con mayúscula, sin «nostalgia de Absoluto» (G. Steiner). La condición de este sujeto
indiferente se parece cada vez más al «hombre sin atributos» de Robert Musil, un ser nihilista que no
quiere ni propone nada transcendente[21]. En realidad, la
indiferencia es una forma atenuada de nihilismo.
Merece una atención especial la indiferencia de la
juventud caracterizada más o menos por los siguientes rasgos: falta de trasfondo
religioso y memoria cristiana, alergia a la Iglesia institucional, fuerte
valoración de las propias convicciones, rechazo de normas rígidas y, casi
siempre, inestabilidad y relativismo grandes.
Pero, ¿de qué vive la gente cuando ya no se cree en
los «grandes relatos» y se han abandonado «las antiguas razones de vivir»? ¿En
qué se cree cuando se deja de creer? Esta es una de las preguntas de mayor
interés para tratar de comprender al que nosotros llamamos «increyente». Lo más
importante desde una perspectiva pastoral no es tematizar sobre la
descristianización, el descenso de la práctica religiosa o el alejamiento de los
jóvenes, sino ahondar en la vida de la gente para preguntarnos de qué se vive y
en qué se cree cuando ya no se cree en Dios ni en sus sustitutos: «la razón, el
progreso, la historia»[22].
Los individuos viven hoy de «pequeños relatos». La
gente se organiza su vida y le da un sentido a su medida. Todo individuo tiene
sus certezas, convicciones, compromisos, fidelidades y solidaridades, su
decisión de vivir de una determinada manera. Aunque no se plantee explícitamente
las grandes cuestiones de la existencia, en el fondo de toda vida hay, en
sentido amplio, una fe en algo, una esperanza que se proyecta en el futuro, una
decisión de vivir, que no provienen en última instancia de ninguna religión pero
tampoco de la ciencia. Son más bien fruto del dinamismo y del deseo de vivir que
habita al sujeto.
[1]JUAN PABLO II, Novo Millenio ineunte, n.29
[5] J. L. SOULETIE, La crise, une chance pour la foi,
L’Atelier, París 2002, 45
[6] Jonathan GLOVER, Humanidad e inhumanidad. Una historia moral
del siglo XX, Cátedra, Madrid 2001
[7] Ver el breve pero excelente
estudio de J. MARTÍN VELASCO, La
transmisión de la fe en la sociedad contemporánea. Sal Terrae, Santander
2002
[8] J. M. VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del
cristianismo, Sal Terrae, Santander 1999, sobre todo 23-30
[9] R. PANIKKAR, El mundanal ruido, Ed. Martínez Roca,
Barcelona 1999, 24. Sobre el periodo axial y sus repercusiones religiosas, ver
una descripción sugerente en el mismo R. PANIKKAR, El silencio de Buddha. Una introducción al
ateísmo religioso, Siruela, Madrid 1996, 165-185
[10] J. MARTÍN VELASCO, El fenómeno místico, Ed. Trotta, Madrid
1999, 475; J. MARDONES, Para comprender las nuevas religiones, Verbo Divino,
Estella, 1994
[11] G. AMENGUAL, Presencia elusiva, PPC, Madrid 1996,
181
[13] J. L. MARION, El ídolo y la distancia. Cinco estudios,
Sígueme, Salamanca 1999
[14]
C. IMBERT, Par bonheur, Grasset,
Paris 1994, 45-49
[15] J. MARTÍN VELASCO, Ser cristiano en una cultura posmoderna,
PPC, Madrid 1997, 41-65
[16] J. P. JOSSUA, La condición del testigo, Narcea, Madrid
1987, 14
[17] R. LEMIEUX y M. MILOT
(dir), Les croyances des Québécois
Esquisses pour une approche empirique, Cahiers de recherche en science de la
religion. Université Laval, Québec 1992, 80-81
[18] R. DÍAZ-SALAZAR/S. GINER
(edi), Religión y sociedad en España,
CIS, Madrid 1993, 94
[19] P. L. BERGER, Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en
época de credulidad, Herder, Barcelona 1994
[20] E. BUENO DE LA FUENTE, España, entre el cristianismo y
paganismo, San Pablo, Madrid 2002
[21] R. MUSIL, El hombre sin atributos, Seix Barral,
Barcelona 2001. Ver Babelia,
Suplemento cultural de El País (6 de octubre de 2002), 2-4
[22] J. M. GLE, A propos de «croire». Incroyances, Foi,
Croyances, en Incroyance et Foi, n.69, 31-36
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