LA IGLESIA EN UN ESTADO ACONFESIONAL
Conferencia pronunciada el 14 de febrero de 2005 en el Club Encuentro Manuel Broseta de Valencia



RAFAEL SANUS ABAD, obispo dimisionario


Unos de los documentos más significativos y más importantes del Concilio Vaticano II es el "Dignitatis humanae", la "Declaración sobre la libertad religiosa". No afecta a ninguna verdad fundamental de la fe cristiana y, por lo tanto, no tiene un carácter dogmático, pero ha supuesto un giro de 180 grados en el comportamiento de la Iglesia con respecto a la moderna sociedad civil, pluralista y democrática. En España tuvo una gran repercusión. Dicen los historiadores del Concilio que este documento, más que ningún otro, despertó a los obispos españoles, envueltos en la nube del nacional catolicismo, de su "sueño dogmático". Se acabó el Estado confesional como Estado ideal para la Iglesia católica. En este documento, sobre todo, se apoyó el Cardenal Tarancón, para conducir a la Iglesia española hacia los nuevos horizontes abiertos por el Concilio. El Cardenal Tarancón no era un intelectual, ni un teólogo, pero poseía una poderosa inteligencia, lúcida y realista, con un sentido del humor capaz de relativizar todo lo que no era esencial. Y, además, era un hombre de acción, un organizador nato, una espléndida versión del "pensat i fet". Sin duda era un valenciano químicamente puro en el que todos nos podemos reconocer un poco.


Comienza este documento constatando, y lo que es mucho más importante, asumiendo, lo que constituye el núcleo esencial de la antropología moderna: que la dignidad de la persona humana se apoya en la libertad: "La dignidad de la persona humana, afirma el Concilio, se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, y aumenta el número de quieres exigen que los hombres, en su actuación, gocen y usen de su propio criterio y de una libertad responsable, no movidos por coacción sino guiados por la conciencia del deber" (DH 1). Creo que es la primera vez que la Iglesia, de un modo explícito y solemne, hace suyo el espíritu de la modernidad: "que los hombres en su actuación gocen y usen de su propio criterio", es decir, que los hombres actúen desde la libertad, y desde la racionalidad, puesto que la razón es el fundamento de la libertad. Todavía la Iglesia no ha deducido todas las consecuencias de este principio y parece que sigue teniendo miedo a la libertad y al principio de la primacía absoluta de la razón, que es el axioma tan fervorosamente proclamado por la Ilustración. La Ilustración sigue siendo la asignatura pendiente de la Iglesia. Naturalmente eso no quiere decir que la Iglesia acepte y bendiga todo lo que hay en la cultura contemporánea, pero sí que lo considere con amplitud de miras y con voluntad de diálogo.


El fundamento bíblico de esta doctrina lo encuentra el Concilio en el comportamiento de Cristo "que atrajo pacientemente e invitó a sus discípulos" y añade una muy importante observación: "Cristo, sabiendo que se había sembrado cizaña junto con el trigo, mandó que los dejaran crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que se efectuará en el fin del mundo" (DH 11). ¡Qué admirable lección de confianza en Dios Padre nos da Cristo! Una lección que engendra paciencia y esperanza en la salvación de los hombres y en el triunfo final de la verdad y de la bondad. Y no hay lugar para el temor a la ineficacia de la misión de la Iglesia, porque como dice también el Concilio: "la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las mentes" (DH 1). Por tanto, aceptar o rechazar el Evangelio depende sólo de la conciencia de cada uno iluminada por la gracia de Dios, sin ningún tipo de coacción. Además, es evidente que muchos hombres y mujeres no están en condiciones de percibir el misterio de Cristo. Hacer el censo de los buenos y los malos corresponde a Dios, no a la Iglesia. Dejemos a Dios ser Dios.


El fundamento teológico de lo que dice el Concilio es el de la libertad del acto de fe: "Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza. Está, por consiguiente, en total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de imposición por parte de los hombres en materia religiosa" (DH 10). Esta libertad del acto de fe la han afirmado siempre los Santos Padres y los teólogos. San Agustín lo expresa de una manera especialmente rotunda y radical: "Nemo credens nisi volens". "Nadie cree si no quiere creer". Pero esta afirmación de San Agustín se refiere al ámbito personal, mientras que el Concilio tiene en cuenta también, y de manera muy taxativa, la presión social y, en ocasiones, política que se puede ejercer para forzar la adhesión a la Iglesia, cualquiera que sea la libertad íntima y última, "psicológica" la llama el Concilio, del que se ve obligado a creer. Ejemplos en la historia de la Iglesia no faltan, desgraciadamente.


La total sinceridad del Concilio se manifiesta en su juicio sobre la actuación de la Iglesia en esta cuestión y a través de su ya muy larga historia: "En la vida del pueblo de Dios, peregrino través de los avatares de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico e incluso contrario a él" (DH). Basta que recordemos los horrores de la Inquisición, la conversión forzada de judíos y musulmanes, la condena de Galileo, las normas religiosas y morales impuestas como ley coercitiva civil, el escándalo de los Estados Pontificios, las muchas reticencias de la Iglesia al desarrollo de la ciencia y la cultura modernas y, en tiempos mucho más cercanos a los nuestros, el ostracismo al que fueron condenados grandes teólogos católicos que, más tarde, y gracias al espíritu de libertad y de apertura que aportó a la Iglesia el gran Juan XXIII y que culminó en el Concilio Vaticano II, fueron rehabilitados e incluso fueron nombrados Cardenales. Me refiero al P. Congar, dominico, y al P. De Lubac, jesuita. Pero causa escalofríos la lectura del libro "Diario de un teólogo", escrito por el P. Congar. No, no es bueno coaccionar la libertad porque pervierte las más elementales exigencias de la caridad y, en consecuencia, reduce a puro formalismo el mandamiento del amor.


Desde esta doctrina enseñada por el Concilio se puede deducir que el Estado confesional no sólo no constituye un ideal para la Iglesia sino que fácilmente se convierte en un obstáculo para adherirse libremente, es decir, con dignidad humana, a Cristo. Y su evangelio. El mismo Concilio lo señala: "Por consiguiente, el régimen de libertad religiosa contribuye no poco a favorecer aquel estado de cosas en que los hombres pueden ser invitados fácilmente a la fe cristiana, a abrazarla por su propia determinación y a profesarla activamente en toda la ordenación de la vida" (DH 10).


Es muy probable que cuando se publicó esta Declaración, el 7 de diciembre de 1965, los Padres Conciliares estarían pensando también, y sin ningún género de dudas, en los países comunistas donde la religión cristiana, y toda religión, era prohibida y perseguida. Eran países en los que se imponía un ateismo doctrinal y militante, enseñado obligatoriamente en todos los centros académicos y convertido en un requisito necesario para no ser relegado a ciudadano de segunda categoría. Es lo que ocurre actualmente en Cuba. Pero las orientaciones del Concilio tienen más altura de nivel y se refieren a todo lugar, tiempo y religión. Aunque es evidente que, si el Estado no puede imponer una religión, tampoco puede ignorarla y, menos aún, coartarla o perseguirla. Porque se trata, por parte del Concilio, de proclamar el derecho civil a la libertad religiosa, como uno de los derechos fundamentales del hombre. Y en este sentido dice: "Por consiguiente, la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos" (DH 3).


Durante siglos, la Iglesia ha estado omnipresente en todas las esferas de la vida española: la religiosa, la moral, la política, la cultural, la económica, la legislativa. No se ha sabido o no se ha podido entender la lúcida y lapidaria sentencia de Cristo: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Lc 20, 21-25). Es cierto que Jesús no concretó lo que es del César, pero el contexto en el que la pronuncio nos permite comprender mejor su significado. Se trataba de pagar el tributo que los romanos imponían al pueblo de Israel y que resultaba odioso a los judíos, no sólo por razones económicas, ni por la humillación que suponía, sino también por razones religiosas: el pueblo judío tenía una viva conciencia de que era el pueblo elegido por Dios de entre todos los pueblos de la tierra y no pertenecía más que a Dios. Por eso, los fariseos son conscientes de que al hacerle la pregunta de si es lícito pagar el tributo al César, le tendían una maquiavélica trampa. En la respuesta, Jesús se jugaba el prestigio entre sus seguidores, todos más o menos contrarios a la dominación romana. Sin embargo, Jesús aprovechó la ocasión para enseñar que existen dos órdenes distintos: el del César y el de Dios. Al del César pertenece toda la actividad humana que Dios ha dejado al arbitrio de los hombres: el poder temporal, la política, la economía, la cultura. ¿Quiere esto decir que la Iglesia tiene que estar al margen de todo ese mundo? ¿Qué, de ninguna manera, ese campo pertenece a Dios? El mismo Jesús, en una breve y expresiva parábola nos da la respuesta: "Se parece el Reino de los cielos a la levadura que una mujer metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo" (Mt 13, 33). Pongamos un ejemplo: si hoy las relaciones económicas entre los pueblos se rigieran de acuerdo con la parábola del buen samaritano, millones de personas dejarían de pasar hambre y de morir de ella, es decir, la masa de la riqueza mundial quedaría fermentada por la levadura de la justicia.


Es evidente que, en la medida en que la Iglesia se convierte en masa deja de ser levadura. La historia nos enseña que, cuando la Iglesia se ha dejado tentar por el poder, su imagen y su misión se han devaluado. El contraste entre el mundo y el Evangelio, que debe humanizarlo, se ha vuelto borroso o ha desaparecido, ¿qué distinción perceptible claramente existe entre la Iglesia y el poder temporal en el caso del nacionalcatolicismo, por ejemplo? Además, cualquiera que lea detenidamente los evangelios, se dará cuenta de que a la predicación de Jesús va unida la crítica a este mundo injusto que nosotros nos hemos fabricado. Se ve muy claro en la formulación de las bienaventuranzas: "Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios... pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!" (Lc 6, 20-24). Es decir, pocos ricos a costa de muchos pobres. "Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados", es decir, muchos oprimidos a costa de los pocos que detentan el poder y lo detentan para su provecho y no lo ejercen al servicio de los demás. "Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia", es decir, no a los intolerantes y fanáticos que niegan la comprensión y la libertad a los muchos que las necesitan para poder vivir dignamente. "Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios", es decir, nos a los belicosos y violentos porque hacen imposible la convivencia entre los hombres (Mt 5, 1-12). Jesús condenó claramente el absolutismo del poder y le contrapuso el amor servicial como característica propia de sus discípulos y de su Iglesia: "Sabéis que los jefes de las naciones las avasallan y que los grandes de este mundo oprimen a los hombres con su poder. No sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande entre vosotros hágase vuestro servidor y el que quiera ser primero entre vosotros conviértase en vuestro esclavo, porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 25-28). Mucho más duramente todavía condenó Jesús la identificación entre poder político y poder religioso, es decir, la teocracia, porque inevitablemente falsea la imagen de Dios y obstaculiza la fe en Él. Así aparece en el capítulo 23 del evangelio de San Mateo, que constituye una durísima diatriba contra la unión del poder religioso y político que detentaban, en tiempos de Jesús, la casta sacerdotal y los fariseos. Todo el capítulo se mueve alrededor de esta conminatoria expresión de Jesús: "¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los cielos a los hombres!" (Mt 23, 13).


Las acerbas y desmedidas críticas que se hacen hoy a la religión y al mismo Dios, culpándoles de las mayores injusticias y atrocidades que se han dado en la historia no tendrían fundamento si los cristianos, la Iglesia católica y las demás confesiones cristianas, hubiéramos llevado a la práctica la clarividente y humanísima enseñanza de Jesús. Constituiría, además, el más fuerte baluarte contra el fanatismo de una parte considerable del Islam. Por eso yo, personalmente, doy gracias a Dios, como cristiano y como obispo, de que nuestro estado sea un Estado aconfesional. Ya sé que el mundo justo, a cuya construcción nos exhorta el Evangelio, no será nunca una realidad en esta tierra y que, en este sentido, el Evangelio es una utopía. Pero a mí, si el Evangelio no contuviera una dosis suficiente de utopía, no me interesaría. La utopía ennoblece la vida, es un aguijón contra la tentación de autojustificarse y es una fuente de esperanza, sobre todo si la salvación es escatológica y está vertebrada por la promesa de un cielo nuevo y una tierra nueva. "Porque nosotros, escribe San Pedro en su segunda carta, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia" (2 Pe 3, 13).


Pero la aconfesionalidad del estado no implica la aconfesionalidad de los ciudadanos. Puede darse perfectamente un Estado aconfesional, en el que la mayoría de los ciudadanos sean creyentes. Es el caso de España. Desde hace casi treinta años todas las encuestas que se han hecho sobre la fe de los españoles arrojan tercamente el mismo resultado: entre el 80 y el 90 por ciento de los españoles se confiesan católicos, si bien sólo un escaso 30 % se declara practicantes. Hay, pues, un gran número de católicos que viven su fe en un grado muy diverso y de modo muy distinto y casi todos ellos con escasa conexión con la Institución eclesial. Pero lo cierto es que todos consideran la fe católica como un signo de identidad personal. A la vista de estos datos me pareció que Rodríguez Zapatero traspasaba el ámbito de su competencia cuando, en la campaña electoral, prometió hacer de España una sociedad laica en un Estado laico. No es misión del Gobierno cambiar o moldear la sociedad, especialmente en algo tan personal y tan intransferible como la fe. Es la sociedad la que tiene que darse a sí misma una impronta más o menos laica o más o menos religiosa. Por el mismo motivo me parecen fuera de lugar las críticas a la celebración de un funeral católico por las víctimas del 11-M, porque se trataba de un acto de Estado o a la celebración de la boda de los Príncipes de Asturias en la catedral de la Almudena de Madrid y según el rito católico. ¿Dónde se celebran , por ejemplo, los funerales y las bodas de nivel estatal en el Reino Unido o en los países nórdicos, cuyas sociedades están más secularizadas que la nuestra? No se puede, de la noche a la mañana, cambiar una sociedad secularmente católica, en una sociedad indiferente y agnóstica.


La Iglesia, por su parte, tiene que hacer un sincero esfuerzo para cambiar de mentalidad y asumir las consecuencias de la aconfesionalidad del Estado. Los obispos no podemos seguir actuando como si nada hubiera ocurrido. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si la Iglesia renunciara a la ayuda económica que recibe del Estado? Nada. Que estaría más cerca de la primera bienaventuranza (dichosos los pobres...) y que ganaría en libertad. Si la Iglesia quiere ser libre, tiene que cortar esos lazos que la atan al Estado. Han sonado voces por parte de miembros del Gobierno y de otros grupos políticos que suenan a chantaje puro y duro. La Iglesia puede encontrarse ante la humillante realidad de que el Gobierno desoiga su voz en las cuestiones de carácter moral o religioso pero atienda su demanda económica. Sería como decir que a la Iglesia se le tapa la boca con dinero: ya he leído más de un artículo periodístico en este sentido.


Pero el cambio más importante debe darse, creo yo, en el lenguaje. No podemos dirigirnos a los católicos españoles, y menos aún a los no católicos, como si todos fueran miembros del Opus Dei, pongo por caso. Al contrario, en un catolicismo como el nuestro, hemos de tener en cuenta que hay, frecuentemente, muchos católicos, que no han recibido más catequesis que la de la primera comunión, que continúan considerándose católicos, pero han olvidado el credo que les enseñaron y tienen ideas confusas sobre los mandamientos de la ley de Dios. Hoy en día muchas veces hay que evangelizar empezando desde cero, por ejemplo, en la catequesis de confirmación y en la catequesis prematrimonial. Es necesario, pues, un lenguaje sencillo y persuasivo, exhortativo más que dogmático. Se trata, pues, de presentar el evangelio de modo inteligible y atractivo, descubriendo su capacidad de dar respuesta a los interrogantes fundamentales del hombre y de la sociedad actual. Más aún, hay que despertar esos interrogantes que muchas veces la gente no se plantea, y hacerle salir del círculo deshumanizador del consumo y del Estado del bienestar. Jesús dice en el evangelio de San Juan: "Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba. SI alguien cree en Mí, como dice la Escritura, manarán de sus entrañas ríos de agua viva" (Jn 7, 37-38). El gran problema de la Iglesia no es la moral sexual, ni la bioética, ni la defensa a ultranza de la vida, sino despertar la sed de Dios que no tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Es lo que en el lenguaje de los teólogos y de los sociólogos se denomina "indiferencia religiosa". No es que nieguen razonadamente a Dios, es decir, no es ateismo, sino algo mucho peor: es que Dios no les interesa, no tiene lugar en su vida. Dicho de otro modo: hay que empezar a construir por lo fundamental, no por el tejado. Como decía Jesús, refiriéndose a los hombres y mujeres de su tiempo: "están como ovejas sin pastor".


Algunos obispos hablan con tal arrogancia y seguridad, con un estilo tan tajante y autoritario, que producen alergia y aversión en quienes les leen o escuchan. No, no es ese el estilo del Jesús de las parábolas de la oveja perdida y del hijo pródigo; del Jesús que dijo: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrareis consuelo para vuestra vida" (Mt 11, 28-29) ¿Qué alivio y consuelo producen esas diatribas?


En una sociedad secularizada como la nuestra, no se nos concede al Papa y a los obispos una autoridad "a priori". Nos la tenemos que ganar con nuestra manera sensata de actuar y nuestro convincente modo de hablar. Muchos fieles perciben, aunque no lo saben explícitamente, que, excepto en las cuestiones que afectan al núcleo de la fe, que ha sido revelado por Dios, el Papa y los obispos no poseemos una autoridad indiscutible. Basta recordar el Syllabus del beato Pío IX, la rotunda condena del liberalismo, para comprobarlo. Por eso en una cultura que acentúa tanto la primacía de la razón y la autonomía del individuo, si la Iglesia no se abriera al diálogo con la sociedad acabaría convirtiéndose en una secta.


Resumiendo, la libertad religiosa consiste en el derecho civil de profesar, celebrar y extender la fe. No necesitamos más. El resto, incluso el crecimiento del número de creyentes, se nos dará por añadidura. Lo ha dicho Jesús: "Buscad el Reino de Dios y su justicia. Lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6, 33). Eclesalia.

VALENCIA.

ECLESALIA, 24/02/05.-


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