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¿LA FAMILIA?...
BIEN, GRACIAS
PEDRO JOSÉ GÓMEZ SERRANO, profesor de Economía Mundial y Desarrollo en la
Universidad Complutense de Madrid
Está de moda hablar de
la familia. De ella tratan los programas del corazón, los participantes en
las tertulias radiofónicas o televisivas, las autoridades políticas y los
máximos responsables de la Iglesia. Con motivo de las últimas medidas del
gobierno, este asunto está ocasionando una fuerte polémica entre la
Conferencia Episcopal, algunos partidos políticos y diversos movimientos
ciudadanos que amenaza con crispar la convivencia social. Desde mi
condición de seglar, creyente, casado y con dos hijas, muy preocupado por
este desencuentro, querría compartir algunas intuiciones personales al
respecto que aspiran a ayudar a recuperar vías de diálogo.
No me cabe la menor
duda de que los obispos sienten como un grave deber moral exponer con
claridad y valentía la doctrina que la Iglesia ha venido desarrollando
durante siglos respecto a la familia. Considerarían una traición a su
ministerio callar porque el contexto social fuera poco receptivo o adverso
a los postulados tradicionales de la Iglesia Católica respecto al
matrimonio, la sexualidad y la familia. No obstante, el problema mayor con
el que nos encontramos radica en que las autoridades eclesiales han dado
por cerradas la reflexión y el diálogo sobre estos temas, como si hubiera
que dar por sagradas e inamovibles las posturas adoptadas en el pasado,
cuando las modificaciones tecnológicas, económicas, sociales, éticas y
culturales de nuestro mundo cambian a tal velocidad e inciden de tal modo
en nuestro modo de vida, que la mayor parte de nuestra sociedad está
sometiendo a un replanteamiento crítico el modelo clásico de unidad
familiar y el tipo de relaciones que deben producirse en su seno. ¿Es
cierto que el Evangelio sólo avala el modelo familiar tradicional?
That
is the question.
En mi modesta opinión
la reflexión cristiana oficial sobre la familia parece haber quedado
obsesivamente focalizada en torno a dos cuestiones: el modelo legítimo de
familia (y las condiciones jurídicas de su validez), por una parte, y la
regulación moral de la actividad sexual, por otra. El contraste entre la
doctrina eclesiástica en estos campos y los planteamientos dominantes en
la cultura actual ha conducido a tensiones permanentes, a la
multiplicación de situaciones personales profundamente dolorosas y al
dramático divorcio interior que padecen numerosos creyentes entre lo que
piensan en conciencia y la normativa vigente. La concepción de la
sexualidad y la familia que defiende oficialmente la Iglesia es uno de los
mayores obstáculos para que el anuncio del Evangelio sea hoy percibido
como buena noticia en nuestro entorno y es también uno de los principales
motivos de abandono entre quienes han participado durante años en la vida
de la comunidad cristiana.
Sin duda, todo lo que
tiene que ver con el mundo de los afectos, de las relaciones de pareja, de
la sexualidad y de la vida familiar, tiene una relevancia extraordinaria
para la felicidad e infelicidad de los individuos, para el desarrollo
pleno y armónico de los hijos y para la reproducción social de cualquier
colectividad en el orden de los valores, las actitudes y las creencias.
Todos nos jugamos mucho en este terreno y por ello, tratar estas
realidades de un modo trivial, puede conducir a notables sufrimientos o
tener consecuencias sociales muy graves, como muestran de continuo los
casos de violencia doméstica o de desestructuración familiar.
Sin embargo, parece
oportuno hacer algunas consideraciones al respecto. La familia no va tan
mal como a veces se señala desde visiones eclesiásticas un tanto
catastrofistas. Los estudios sociológicos son unánimes en este punto. La
familia sigue siendo la institución más valorada por jóvenes y adultos.
Tener una familia y vivir en ella una relaciones afectivas igualitarias e
intensas es la mayor aspiración de las nuevas generaciones. Ciertamente,
la familia actual es más frágil que la anterior y puede haberse teñido de
actitudes egoístas, pero ¡mucho cuidado con mitificar el pasado! El
entorno era mucho más homogéneo culturalmente, había mucha presión social
a favor del mantenimiento del vínculo matrimonial, existía una férrea
división sexual del trabajo que generaba una clara dependencia económica
de las mujeres, dominaban los valores patriarcales y se toleraban
numerosas infidelidades y vejaciones ocultas. Hoy, aunque sin duda las
relaciones familiares pueden estar aquejadas de superficialidad,
debilidad, privatización o narcisismo hay, en cambio, más libertad,
autenticidad, respeto y pluralismo. Valores todos ellos que no pueden por
menos que alegrarnos a los cristianos. Curiosamente, la familia ha
demostrado ser una institución mucho más flexible y atenta a la realidad
que otras. Con sus defectos, sigue proporcionando un entorno emocional
insustituible.
Cautos con las
condenas
Tendríamos que ser
mucho más cautos con las condenas: hemos legitimado durante siglos un
modelo de familia en el que el padre tenía un poder hegemónico, en el que
la sexualidad era vista como instrumento pecaminoso cuya existencia sólo
quedaba justificada por la función procreadora, en el que la condición
laical se consideraba de segunda categoría. Y no sólo eso, presentamos
como inmutable una interpretación que ha sufrido profundas modificaciones
en la historia. Por ejemplo: la actual doctrina sobre la sexualidad habría
conducido en el pasado a la condenación eterna a quienes la asumen pues,
durante siglos y siguiendo una línea de pensamiento que debemos sobre todo
a San Agustín, cualquier acto sexual que no estuviera directamente
orientado a la reproducción era considerado pecado mortal.
Por otra parte, la
Iglesia no ha nacido para ser “garante de la ley”, sino promotora y
educadora del amor y de la vida. Esta es la labor social que creo le
corresponde a la Iglesia en nuestra sociedad y que nuestros conciudadanos
podrían agradecer y valorar. ¿Alguna ley salvará un amor que ha muerto o
que se ha convertido en odio, soledad o abandono? ¿Merece la pena que
continúen unidas unas personas que ya no se aman o que se hacen daño? ¿Es
eso, incluso, lo que necesitan los hijos? Creo que la comunidad cristiana
no tiene como misión fundamental poner cargas sobre los hombros de las
personas, sino realizar una tarea preventiva, acompañadora y curativa:
enseñar a amar cuando la pareja inicia su andadura, ofrecer la energía de
la fe, la sabiduría de su experiencia y el apoyo de la comunidad para
consolidar el proyecto y ayudar a curar las heridas y rehabilitar a
aquellos cuya relación ha fracasado, para que puedan seguir abiertos al
amor. Es en el terreno del amor donde hemos de ser audaces y exigentes,
proponiendo un horizonte máximo de entrega y compromiso como el que
describía San Pablo (1º Cor. 13) y que, en último término, solo se puede
realizar con la ayuda de Dios. Ofrecemos a todos una manera radical y
plenificadora de entender la vida, pero tendríamos que respetar otras
formas de entenderla y, sobre todo, comprender que la vocación al amor
siempre puede frustrarse.
Al valorar las
conductas sexuales y familiares alternativas, deberíamos recordar la
praxis integradora y misericordiosa de Jesús, empeñado siempre en acoger a
quienes una interpretación rigurosa de la Ley había excluido de la
comunidad. Surge, a este respecto, otro motivo de sorpresa. Estamos dando
la mayor importancia en nuestra defensa de valores éticos y aplicando
criterios absolutos a cuestiones que resultan secundarias en el marco
global de los evangelios (como es el caso de la vida sexual y familiar),
mientras que toleramos casi cualquier cosa en aquellos asuntos que son
nucleares en el mensaje de Jesús (la defensa de los pobres, la acogida y
el perdón, la ética social, la crítica a la religión formalista o
inhumana). Esta doble actitud, implacable en algunos terrenos y laxa en
otros, atenta contra la credibilidad de la Iglesia.
Nuevo discernimiento
Me parece que los
fundamentos filosóficos y científicos sobre los cuales la Iglesia había
construido la ética de la sexualidad y la familia tienen que ser sometidos
a un nuevo discernimiento a la luz de los datos que proporciona la
experiencia. No creo que pueda sostenerse que la crítica al paradigma
tradicional esta derivada exclusivamente de una actitud egoísta,
interesada o distorsionadora de la realidad. Sobre quien condena recae la
carga de la prueba. Sólo si estamos seguros de que algo daña, degrada o
perjudica a una personal o a su entorno debemos denunciarlo
proféticamente. A este respecto, escuchar y conocer la vivencia de los
afectados resulta elemental para poder hacer un juicio de valor
medianamente adecuado, aunque sepamos que todos los seres humanos podemos
justificarnos o tergiversar a nuestro favor los datos de esa experiencia.
Y, a pesar de que, con frecuencia, se hace recaer el peso de la
argumentación del magisterio en la base biológica de la corporalidad
humana (asunto no despreciable, que debemos analizar científicamente con
mayor profundidad y menos prejuicios), parece claro que la cuestión
decisiva desde el punto de vista cristiano, ha de situarse en la capacidad
personalizadora o alienante de una relación. Al fin y al cabo, actitudes
como la del perdón, la noviolencia, el compartir, la entrega o el
sacrificio no parecen sostenerse, precisamente, en una predisposición
biológica y, sin embargo, no pueden ser más evangélicas y humanizadoras.
Soy de las personas
que considera una verdadera riqueza la existencia de la complementariedad
de los sexos más allá del plano obvio de la reproducción biológica y por
ello, considero que los niños deberían poder disfrutar de la riqueza del
rol paterno y materno siempre que fuera posible (bajo el supuesto, claro
está, de que son profundamente amados). Sin embargo, no acabo de encontrar
motivos sólidos para considerar inaceptable las relaciones homosexuales
si, como señalan muchos de sus protagonistas, han surgido de un modo
espontáneo y les permiten realizarse en el amor. Sería la calidad de ese
amor (entrega, comunicación, fidelidad, capacidad de sacrificio, placer,
etc.) y su capacidad personalizadora lo que como cristiano me gustaría
impulsar. Y, pido perdón a quién considere que desvarío, me parecería más
razonable que un niño o niña que ha perdido a sus dos progenitores fuera
educado por dos hombre o mujeres homosexuales a que fuera encomendado a
una sola persona, con lo que su dependencia de la personalidad de un solo
individuo sería mayor. |