«DEL MALESTAR EN LA IGLESIA. UNA MEDITACIÓN»

Juan José Garrido Zaragozá, En torno a la Dios, la fe, la Iglesia y el hombre. Ensayos y conferencias, Valencia, 2021, pp. 119-131*

I

Hay un malestar tanto en la Iglesia como en los cristianos que podemos llamar constitutivo y que tiene su origen en la conciencia de la distancia existente entre lo que la Iglesia y los cristianos están mandados a ser según el Evangelio y lo que de hecho son. Este malestar es sano, pues impide que tanto la Iglesia como cada uno de los cristianos caigan en el espejismo de considerarse perfectos y satisfechos de sí mismos, y hace posible que se renueven y se conviertan. Todas las reformas de que ha si­ do objeto la Iglesia a lo largo de los siglos de su existencia han nacido de este malestar. El que sean verdaderas o falsas reformas es otra cuestión.

Pero existe otro tipo de malestar de origen diverso. Es el malestar que hace su aparición en tiempos de dificultad, en situaciones histórico­ culturales y sociales nuevas que suponen un reto para el cristiano y para la iglesia, y para su modo de presencia en el mundo y de llevar a cabo su mi­sión en él. Este malestar surge cuando tienen lugar cambios profundos en la concepción del mundo y en los estilos de vivir, cambios que provocan las crisis del mundo en el que se vive.

Ortega y Gasset decía que una cosa es que en un mundo (esto es, en un sistema de valores, creencias, ideas, técnicas e instituciones) haya problemas o desajustes, y otra que el mundo mismo sea un problema, se encuentre desajustado. En el primer caso, afirmaba, se precisan solucio­nes; en el segundo salvaciones. Cuando se da esto último es cuando se habla de «crisis históricas» o también de cambio de época. El Papa Fran­cisco reconoce esta situación cuando dice que «no estamos viviendo sim­ plemente una época de cambios, sino un cambio de época» (Discurso a la Curia romana, 2019).

Pues bien, todo indica que llevamos ya mucho tiempo sumergidos en uno de esos cambios profundos o crisis: se habla del final del mundo mo­derno, o de post-modernidad, o de modernidad radical (en el sentido de llevar hasta su extremo y conferir otro sentido a algunos aspectos de la modernidad como la secularización, autonomía, individualismo, pluralismo y multiculturalismo, tolerancia y relativismo, capitalismo consumista, glo­balización, etc). Últimamente, y en pocos años, se han generalizado cambios muy profundos en el ámbito de los valores, de los comportamientos y estilos de vida, de las costumbres, etc.

Estas situaciones de crisis repercuten inevitablemente sobre la Iglesia, sobre la fe y sobre los cristianos y antes o después obligan a cambios, revisiones del lenguaje, renovaciones en el modo de ser y actuar de la Igle­sia. Pero también producen malestar y desorientación, en la medida en que crea la impresión de que la Iglesia en la que nos encontrarnos y la fe que profesamos ya no dicen nada a los hombres de hoy y que ser cristiano, como hasta ahora lo ha sido, parece cosa de otro tiempo.

En los años sesenta del siglo pasado la Iglesia hizo ya frente, con gran valentía y consciente de los riesgos que asumía, a esta situación de desorientación. Fue el aggiornamento del papa Juan XXIll y la convoca­toria del Concilio Vaticano II, sin duda alguna una apuesta arriesgada y va­liente. El Concilio se propuso abordar los dos tipos más importantes de malestar señalados: Primero, en la Constitución Lumen gentium reflexionó sobre la Iglesia, su naturaleza, estructura y misión en el mundo con el fin de renovarse y ser lo más fiel posible al designio de su fundador; segundo, y en la Constitucion Gaudium et Spes se ocupó del mundo y la sociedad, ex­presando su voluntad de apertura y diálogo, y reconociendo y asumiendo los valores positivos que presentan; aceptando también su justa autono­mía, haciendo suya la causa de la defensa de la dignidad humana. Especial importancia tuvo la aceptación clara de la libertad religiosa, superando así el concepto de tolerancia.

Se esperaba y deseaba una primavera de la Iglesia. Pero muy pronto se experimentó lo dificiles que son los cambios y los problemas que generan. Después de los primeros entusiasmos fueron apareciendo nuevas dificul­tades, algunos desengaños y no pocas críticas. Es cierto que se renovaron muchas cosas, pero algunas voces dijeron que no las suficientes ni en la profundidad requerida; otros juzgaban, por el contrario, que se había ido demasiado lejos y se había desfigurado el genuino rostro de la Iglesia. Se dialogó en todos los frentes con el mundo, sus ideologías y filosofías, pero éste siguió con su marcha de secularización y alejamiento de los valores cristianos. Y con el tiempo se hizo patente una grave crisis eclesial y de fe en la que aún nos encontramos, creando en todos un profundo malestar. Una crisis y un malestar que no ha hecho más que crecer.

II

No necesitamos acudir a encuestas. Lo vemos y experimentamos.

Nuestras sociedades occidentales se muestran cada vez menos cristianas. Hoy, millones de hombres y mujeres de nuestros pueblos, que han sido bautizados, han recibido la 1ª Comunión y la Confirmación e incluso se casan por la Iglesia, de hecho viven, organizan su vida personal y familiar, hacen proyectos, trabajan, actúan en la sociedad,… sin que en todo ello cuente para nada la fe cristiana, ni el Evangelio, ni Cristo. Su cristianismo, por decirlo de alguna manera, es inercial, reducido a unas pocas costum­bres sociales, sin relevancia personal. Más que cristianos deberían llamarse post-cristianos.

El número de los que se declaran cristianos convencidos es cada vez menor; y, de entre ellos, son muchísimos los que, confesándose cris­tianos, no se sienten identificados con la Iglesia y, por ello, no tienen en cuenta sus enseñanzas, especialmente en el terreno de la moral.

La práctica religiosa está bajo mínimos. La juventud -que es el futuro- apenas sintoniza con el cristianismo y la Iglesia; en nuestros tem­plos se ven pocos jóvenes; tampoco abundan en nuestros movimientos y organizaciones. Hoy ya existen personas que incluso nunca han oído ha­blar de Cristo y del Evangelio. Como consecuencia de todo ello, apenas hay vocaciones religiosas: muchos conventos y monasterios se cierran, los seminarios se vacían y no está muy lejano el día en que será imposible asistir pastoralmente a las parroquias. A esto hay que añadir los miles de sacerdotes secularizados a lo largo de estos años. No tenemos intelectua­les comprometidos, o tenemos tan pocos que su existencia no es relevante. Como consecuencia de ello, la cultura que se está haciendo, y que trans­miten las instituciones (escuelas o universidades) y los medios (prensa, TV) es cada vez más pagana y difunde valores muy contrarios al Evange­lio (el individualismo, placer, dinero,…). Ya no hay un humanismo cristiano, es decir, una manera de entender el hombre y la sociedad, capaz de suscitar la creación cultural en sus diversos ámbitos. Com dice el Papa «no estamos más en la cristiandad. Hoy no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados» (Discurso a la Curia ro­mana, 2019). No tenemos cristianos, o tenemos muy pocos, que desde convicciones de fe trabajen en el campo de la economía o de la política. Por supuesto, muchos políticos son cristianos, como lo son muchos eco­nomistas o profesores de universidad, pero lo son en privado y no permi­ten que su fe aflore en su actividad; no actúan públicamente como cristianos. Son cristianos «vergonzantes». Esta crisis ha puesto de mani­fiesto graves deficiencias en el cristianismo: un cristianismo más de cos­tumbre que de convicción y con una masa de fieles con escasa formación y poco compromiso.

Podemos decir, en líneas generales, que el cristianismo de nuestro tiempo ha perdido fuerza creadora, capacidad de convocatoria y atractivo, presencia significativa en nuestro mundo. Si contempláramos esta situación con ojos puramente humanos -como hacen los sociólogos o los historia­dores- podríamos pensar que la barca de la Iglesia se hunde, que esta­mos asistiendo a la agonía del cristianismo y que nosotros somos algo así ‘como los últimos cristianos’, pues no vemos garantizada la continuidad del testimonio ni de la transmisión de la fe. Esto último es un problema gravísimo: hay una quiebra en la transmisión de la fe.

En este sentido, nuestra situación es de extrema debilidad. Hablamos de crisis y nos sentimos como en todas las situaciones de crisis, desorien­tados y sin saber muy bien cómo hemos de ser y cómo hemos de actuar. Hacemos planes de evangelización, programamos actividades, creamos estructuras, organizamos un montón de cosas, pero todo esto es algo así como ‘construir canales y acequias» sin disponer del agua que corra por ellas y fertilice los campos. El agua el Espíritu la fuerza y energía, la fe, no la encontramos, a pesar de la agitación frenética de los «zahories’ de turno.

Como he dicho contemplar esta situación con ojos puramente humanos no puede sino engendrar pesimismo y desánimo. Pero nosotros hemos de contemplarla con ojos de fe. No quiero en modo alguno fomen­tar el desaliento, sino ser realista y ser consciente de nuestra situación. Ig­norarla no sirve de nada. Autoengañarnos organizando grandes concentraciones para darnos la impresión de que somos muchos, es bas­tante estéril. Hay que conocer la ituación real, no maquillarla; y hacerle frente y buscar criterios y caminos adecuados: los criterios y caminos que el mismo Evangelio no cesa de sugerirnos. Hay que ser realistas para po­der tener esperanza, y para que nuestra esperanza se traduzca en caminos adecuados de evangelización.

III

En los momentos y situaciones de crisis lo que parecía un todo compacto se resquebraja, grandes sectores de la sociedad dan la espalda a la fe y a la Iglesia y los valores cristianos se critican o sencillamente se les ignora. Se produce lo que podemos llamar un «adelgazamiento’ del cuerpo cristiano y la Iglesia, cuyas frontera coincidían prácticamente con las de la sociedad, va camino de convertirse de nuevo en un «resto» o «pequeña grey».

Pero desde la fe sabemos, y la historia del cristianismo lo avala, que es una pequeña grey que encierra en sí misma «una sociedad naciente». Jean Guitton escribió hace unos años:

Parece que, desde el origen de la vida, en esta planeta, todo lo que está llamada a crecer (los mamíferos los primeros cristianos, por ejemplo) tie­ne el raro poder de extenderse y de concentrarse; tan pronto se reduce a un solo clan como se dilata a todos los vivientes. Hubo un momento en que estuvo encerrada en el seno de Abraham. (Silencio sobre lo esencial, 96).

Lo que hoy vemos y he descrito brevemente es ese proceso de con­centración de la Iglesia. Los cristianos tenemos la sensación de habernos convertido en un ‘pequeño grupo’ dentro de una sociedad cada vez más plural. Pero mientras subsista esa pequeña grey que cree en Jesucristo co­mo su Señor y Salvador y viva coherentemente el imperativo del amor la fe cristina y la Iglesia tendrán delante de  sí un futuro esperanzador.

IV

Contemplada con ojos de fe, la situación en la que nos encontramos hoy la Iglesia y los cristianos podemos denominarla una situación de de­sierto en el sentido bíblico del término: una situación de prueba, de purifi­cación y de verdadera esperanza. En el desierto no es posible apoyarnos en nuestro poder y recursos: no nos sirven de nada. Allí nos encontramos despojados y desposeídos, solos. No cabe más que dejar lastre, quitarnos peso para quedarnos con lo esencial. Y confiar en Dios. Hay que echar mano de los medios de Dios porque los meramente humanos ya no sirven. Pero dejar lastre, aligerar el peso quedarse con lo esencial no son opera­ciones sencillas ni fáciles. A veces resulta doloroso desprenderse de cosas o costumbres a las que se estaba habituado porque se pierde confort y seguridad. Pero en situaciones como la nuestra, de crisis y desierto, no hay otro camino. Pero cuando ello se lleva a cabo con fe sincera y de modo coherente se descubre que estas situaciones, que a los ojos del mundo pueden parecer un derrumbe, son de hecho situaciones de gracia.

Para entender esto correctamente es bueno que, siguiendo a Maritain y a E. Mounier, distingamos entre cristiandad y cristianismo. La cristian­dad es la concreción que adquiere el cristianismo en una época o cultura determinadas; es el cristianismo tal como se ha encarnado en el tiempo y en el espacio, adaptándose a unos modos de vida, valores, usos y costum­bres de una época o cultura concretas. En esa encarnación los valores eternos del cristianismo toman cuerpo y figura, se hacen presentes y activos de una manera determinada. La ley de la encarnación es inevitable: nunca tendremos un cristianismo químicamente puro, pues siempre tendrá una forma y figura propia con las marcas de un tiempo o cultura determi­nados. Y ello significa también que la esencia de la fe se encuentra aso­ciada a elementos del mundo y de la época en que esa fe se encarna. Y en épocas de estabilidad de no cuestionamiento resulta muy dificil o casi imposible discernir entre lo que pertenece a la entraña de la fe y lo que procede de las contingencias del tiempo y de la época; y es muy natural confundir y tomar como pertenecientes a la fe valores y modos de vida y de religiosidad que poco tienen que ver ya con ella o le son indiferentes. Por el contrario en las situaciones que hemos llamado de crisis y de cam­bio de época, cuando una determinada cristiandad se desploma, lo con­tingente y temporal adherido a la fe se percibe con más facilidad, y lo inesencial se desprende de lo esencial, por así decirlo. Por eso podemos vivirlas como situaciones de gracia, pues permiten purificar el cristianis­mo de sus lastres históricos y nos abren la posibilidad de una fe y una vida cristiana más acordes con el evangelio.

Y es un hecho que cuando una determinada cristiandad, por las razones que fueren, se desmorona, quienes se encuentran en ella no pue­den evitar la sensación de que es el cristianismo mismo lo que se viene abajo. Creo que es muy probable que, al menos en el mundo occidental, estemos pasando por unos de esos momentos. Nuestra cristiandad occi­dental y burguesa, es decir, contaminada por los valores burgueses del individualismo, del confort, de la reducción de la fe a la esfera de la inti­midad personal sin incidencia en lo público; una cristiandad, por otro la­do, que aún no se ha liberado del todo de los estilos feudales y que imita el modo de acción de su presencia en la sociedad de los poderes munda­nos y que usa sus medios y acumula poder social para influir, y que toda­vía no se ha desprendido del lenguaje de los poderosos… esta cristiandad nuestra al parecer ha entrado en crisis, en una lenta agonía. Como decía Mounier, es una «cristiandad difunta»: ya no dice casi nada, suscita pocas adhesiones, no genera esperanza y no encuentra caminos para transmitir la fe a las nuevas generaciones.

Es una situación como esta, la Iglesia, como se desprende de su misma historia, tiene ante sí un doble reto: por un lado, debe renovarse en el sentido de despojarse, separar y liberar el cristianismo de los elementos caducos y contingentes que el devenir histórico ha incrustado en él; y, por otro, preparar con el pensamiento, la vida y la acción el advenimiento de una nueva cristiandad. Vistas así las cosas, podemos decir que estamos llamados a ser, no los últimos cristianos, sino «los primeros» de una nueva cristiandad. Este parece ser nuestro destino actual.

Nadie sabe qué rostro presentará esa nueva cristiandad; ni conocemos con certeza los caminos que nos llevarán a ella; y, por supuesto, ignora­mos cuando comenzará a hacerse presente. Humanamente hablando, va­mos a tientas, pero también dejándonos llevar por el Espíritu Santo, que alienta, sugiere, guía y suscita en la Iglesia sus movimientos y trabajos.

V

Pero lo que sí podemos saber con cierta seguridad, pues la historia misma de la Iglesia nos lo enseña, es por qué caminos no debemos tran­sitar. Los tiempos de crisis, como hemos dicho, son necesariamente tiem­pos de desorientación; y los tiempos de desorientación suelen engendrar soluciones desorientadas. Fundamentalmente las dos siguientes.

La primera, y hoy muy extendida, es lo que podemos llamar «reacción identitaria». Se trata de los que creen que la única manera de hacer de nuevo significativo el Evangelio para nuestro mundo consiste en recuperar la identidad perdida restaurando formas de pensar y lenguajes, modos de religiosidad, estilos de presencia y acción en el mundo que, bien examina­dos, sólo son en su mayor parte fragmentos y forma de pensamiento y lenguaje pertenecientes a la «cristiandad’ que se desmorona. En realidad, con la excusa de recuperar la identidad lo que se quiere es volver al pasa­do, se tiene miedo ante un futuro incierto, se han perdido seguridades y se pretende «reactualizar» formas pasadas y contingentes de ser cristiano y de ser Iglesia. Se tiene nostalgia de otros tiempos que se suponen son la expresión auténtica de la verdadera tradición cristiana. Y se propugna, aunque no abiertamente, una nueva alianza de la Iglesia y el poder tempo­ral utilizando medios mundanos para realizar su misión de propagar el Evangelio y poniendo mucho énfasis en recuperar signos externos de identidad (hábitos, sotanas procesiones, grandes asambleas…) buscando con ello hacerse presente en la sociedad. Se desconfia del diálogo abierto y sincero con los hombres de nuestro tiempo y sus problemas y se crea una espiritualidad de grupo cerrado que se siente per eguido por el mundo y la cultura pagana y todo ello sin la más mínima conciencia critica.

En realidad se pretende volver a un pasado mitificado e irreal. Y la memoria se transforma en nostalgia, que se caracteriza por la incomodi­dad de vivir el presente y por la desconfianza e inquietud ante el futuro. En el fondo, aquí la memoria sirve para evadirse y huir de un presente in­cómodo haciendo imposible un caminar hacia adelante. Se cree que todo lo que no es fidelidad a un determinado pasado constituye una traición. Por supuesto esta actitud no es exclusiva de la Iglesia, sino que se da también en otros ámbitos, como por ejemplo, la política; pero en la lglesia la tentación de seguir este camino es grande.

Y como una identidad así entendida suele ser una identidad frente a lo otro, en este caso el mundo’, por este camino se puede acabar cayendo en lo que conocemos como «fundamentalismo», esto es, en una defensa agresiva algo histérica e irracional, de lo que se considera propio y dife­rencial. En el mejor de los casos aparece el ‘neo-conservadurismo’ una actitud que sólo ofrece a los problemas del presente soluciones de pasado, y que olvida que la verdadera fidelidad a la tradición es siempre creadora, mientras que la fidelidad de superficie es repetitiva y estéril.

Pero en tiempos de crisis y de desorientación hacen su aparición también movimientos que se autodenominan ‘progresistas», aunque hoy son los menos en la Iglesia. En líneas generales estos movimientos suelen pensar que la crisis de fe y de la Iglesia tienen que ver con el hecho de que no se ha sabido adaptar a los nuevos tiempos del mundo y de la cultu­ra. La Iglesia, dicen, no ha sido capaz de seguir los pasos del pensamiento moderno, de la ciencia y de los cambios sociales, y se ha quedado reza­gada en su manera de comprender el mundo y el hombre. Están persua­didos de que no pocos aspectos de su doctrina y su moral deben cambiar pues ya no dicen nada al hombre de hoy y son más bien un obstáculo pa­ra la fe. La Iglesia, afirman, tiene que acomodarse al mundo y reinterpretar su doctrina desde las ideas y valores que tienen futuro. En general hay en estos movimientos un cierto desprecio a la tradición viva y autén­tica de la Iglesia y un excesivo entusiasmo por todo lo que es tenido por nuevo.

En esta actitud «progresista» hay, lo que podemos llamar, una fijación negativa al pasado; y la memoria, o recuerdo, adquiere con frecuencia la forma de resentimiento. Se mira hacia atrás con ira. El pasado, lejano o inmediato, es siempre el responsable de los problemas de la sociedad y del individuo. Las tradiciones, que perpetúan el pasado, son el enemigo a ba­tir. Y el futuro es visto como promesa de liberación según una imaginada situación ideal a la que a veces se sacrifica el presente; en cualquier caso, se produce una nueva evasión de la realidad presente y sólo se tienen ojos para un futuro en el que se han depositado todas las esperanzas dignas del hombre.

En la Iglesia y lo referente a la fe, este progresismo acaba afirmando la absoluta autonomía de lo humano y considerando el mismo cristianismo del pasado (con sus dogmas, liturgias y moral) como algo que prolonga a destiempo la minoría de edad del hombre. Y se propugna una Iglesia se­gún el modelo de las sociedades humanas y una teología reconvertida en antropología. Y la religión pasa a ser una moral humanitaria y el Reino de Dios se identifica con la justicia social. En el fondo, el cristianismo se pierde en favor del mundo.

Pues bien, a mi entender el futuro de la fe y de la Iglesia no pasa por ninguno de estos dos caminos: ni por la defensa y restauración de una supuesta identidad que no es otra cosa que la nostalgia de formas muertas del pasado; ni por el vaciamiento de la entraña misma de la fe, invocando una necesaria acomodación al mundo sin apenas sentido crítico y sin fidelidad a lo esencial de la fe y la auténtica tradición eclesial.

Vl

Pero hay una forma distinta de considerar al pasado y su memoria distante de la nostalgia restauracionista y de la fijación negativa del pro­gresismo, y otra de ver y vivir el futuro que no implique modo alguno de evasión del presente. Es la memoria, o recuerdo, que toma la forma de compromiso y eperanza: compromiso con respecto al presente y esperan­za con respecto al futuro. Es una memoria que favorece la fidelidad a lo positivo del pasado y que es causa de Liberación. Es la memoria, por ejemplo que está presente en las conmemoracione humanas, sean perso­nales o colectivas. Y en otro orden de cosas, la memoria propia de la li­turgia (‘Haced esto en memoria mia…», «acuérdate de Jesucristo…») y en general la memoria de los acontecimientos constitutivos de la historia de la Salvación.

Así por ejemplo, el acontecimiento de la independencia de un pueblo suele celebrarse con fiesta y alegría como momento fundacional de la na­ción, o por poner otro ejemplo la conmemoración en Francia de la Revo­lución de 1789. Este tiempo de conmemoración tienen como finalidad avivar el espíritu que hizo posible esos acontecimientos infundir ánimos y reforzar el compromiso de cara a un futuro mejor. O la conmemoración que hacen lo judíos de la liberación de la esclavitud de Egipto que es a la vez celebración litúrgica y fiesta nacional, que invita a reforzar el compromiso con la libertad. Y en el orden personal tenemos por ejemplo las celebra­ciones que conmemoran la fecha de un matrimonio,  celebraciones en las que el amor aquilatado durante años, se hace presente para rejuvenecer su exigencia. Estas conmemoraciones o memorias no son evasiones del presente, sino más bien maneras de fortalecer o recuperar la voluntad y el compromiso de proseguir el camino que se inició con esos acontecimientos. Aquí el recuerdo ratifica el compromiso real e invita a la esperanza.

Como ya se ha señalado, a este orden de memoria pertenece, mutatis mutandis, la memoria cristiana que se actualiza en la liturgia. La celebra­ción litúrgica de los acontecimientos salvadores es «memorial»: no es un mero recordar algo que sucedió en el pasado, sino actualizarlo y hacerlo operativo y eficaz en cada momento de la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles. Más que celebrar el pasado la liturgia lo hace presente y, con ello, fuerza a poner la mirada en la salvación haciendo posible la esperanza.

VII

Es curioso; tanto la reacción identitaria como la actitud progresista responsabilizan al Concilio Vaticano II de los males actuales de la Igle­sia y del retroceso, al parecer imparable, de la fe en nuestra sociedad. Para los primeros el Concilio ha supuesto una ruptura con la tradición auténtica de la Iglesia, no una purificación de tradiciones humanas adhe­ridas a la fe a lo largo de los tiempos. No han visto en el Concilio el es­fuerzo por «volver a las fuentes de la fe» para renovarse, asumiendo sus actitudes, no repitiéndolas sin más, sino una ruptura grave con lo que, según ellos, siempre fue la fe y la Iglesia. No ven en el Concilio renova­ción sino más bien revolución: piensan que fue demasiado lejos e hizo excesivas concesiones al mundo moderno. Para los segundos el Concilio se ha quedado corto; no fue suficientemente renovador y no ha habido una clara voluntad posterior de desarrollar sus intuiciones más positivas, especialmente en lo que hace referencia a las estructuras de la Iglesia, o a la forma de su presencia en el mundo, como también a algunos aspectos de su doctrina moral o de disciplina eclesiástica, como el celibato obliga­torio de los presbíteros o la ordenación de las mujeres por señalar algunos ejemplos.

Y en esto estamos. Las resistencias que al parecer está encontrando el papa Francisco en su empeño por hacer más evangélico el rostro de la Iglesia y su acción en el mundo es una muestra de ello. Su apuesta por una actitud más abierta en algunos temas de moral y disciplina de la Iglesia le ha granjeado no pocas enemistades. En mi opinión el papa Francisco en­carna hoy lo que he llamada «fidelidad a lo esencial», no de superficie y repetitiva, sino creativa. La lectura de sus documentos, lo mismo que algunas de sus decisiones de gobierno lo confirman.

VIII

El malestar sano, el que conduce o puede conducir a una renovación y purificación de la Iglesia y de la vida cristiana, debiera estar siempre presente; nunca hay que pensar que ya hemos alcanzado la perfección y no estamos necesitados de conversión como Iglesia y como fieles. Esta autosatisfacción supondría algo así como la muerte del alma cristiana.

En lo que se refiere al otro malestar, el que hace su presencia en situaciones de crisis y cambios profundos en la sociedad y en el mundo, es preciso abordarlo y vivirlo desde la fe, y no solamente con criterios hu­manos. Y desde la fe la crisis que está afectando a la Iglesia puede y debe vivirse como una situación de gracia, como un momento oportuno para dejar lastre y volver a lo esencial. Es normal que el «adelgazamiento» del cuerpo de la Iglesia por el que nos estamos convirtiendo cada vez más en una «pequeña y débil grey» en un mundo inmenso y poderoso, nos preo­cupe seriamente. Pero, por otro lado, esta situación nos retrotrae a los tiempos apostólicos y primeros siglos del cristianismo y, como entonces, hemos de estar convencidos de que la pequeña grey en que nos estamos convirtiendo lleva en germen una nueva cristiandad, pues lo que realmen­te se está desmoronando no es el «cristianismo», sino una determinada en­carnación del cristianismo. Este desmoronamiento está aún en curso y es probable que se prolongue aún durante un tiempo. Por eso, a diferencia de los primeros siglos del cristianismo en los que la «pequeña grey» experi­mentaba que, a pesar de las dificultades, crecía en todos los órdenes, no­sotros, que venimos de una situación en la que la fe cristiana era casi coextensiva a la sociedad, tenemos la experiencia de ser cada día menos y nos entra el temor de si no seremos los últimos cristianos de este espacio cultural que es el mundo occidental. Obviamente, como creyentes, no po­demos ver así las cosas; abordar con ojos de fe esta situación, que proba­blemente será larga, supone confianza en Dios, dejarse llevar por el Espíritu y ser dóciles a sus inspiraciones.

Dios cuida de su Iglesia, es su obra más que la nuestra. A través de ella se hace presente la salvación del mundo; por medio de ella se sigue anunciando el Evangelio a todos los hombres y el nombre de Cristo resue­na en todo el mundo; y continúa suscitando generosidad, solidaridad y amor al prójimo sin distinción de lengua, raza o religión. Y si Dios permi­te esta situación en que se encuentra su Iglesia es sin duda alguna porque con ello nos está diciendo algo. A la Iglesia, a nosotros, nos corresponde escuchar con fidelidad y estar disponibles para la obediencia, procurando, en comunión con toda la Iglesia y fundados en su tradición viva, no transi­tar por caminos errados. Como dice el Papa Francisco en el documento ci­tado, a la «pequeña grey» que es hoy la Iglesia, le corresponde la tarea, una vez más en su historia, «de iniciar procesos más que ocupar espacios» de poder o de relevancia social: 

Dios se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Esto hace privilegiar las acciones que generan dinámicas nuevas; y reclama paciencia, espera. Para esto urge que leamos los signos de los tiempos con los ojos de la fe, para que la dirección de este cambio de pierle nuevas y viejas preguntas con las cuales es justo y necesario confrontarse.

* Publicado originalmente en Anales Valentinos. Nueva Serie, VIl/13 (2020) 121-133.