Tony Judt.- «Algo va mal»

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy: el estilo egoísta de la vida contemporánea, una admiración acrítica hacia los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito. En los últimos treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material. No podemos seguir viviendo así.

Me ha parecido un libro muy interesante que analiza lo que está ocurriendo con la crisis económica, cómo se construyó el Estado del bienestar en Europa y porqué estamos donde estamos y hacia dónde vamos. Tony Judt es uno de los pensadores contemporáneos más lúcidos, impartió clases en Cambridge, Oxford, Berkeley y Nueva York.
Hemos entrado en una era de inseguridad económica, física y política; y la inseguridad engendra miedo, y el miedo corroe la confianza en que se basan las sociedades civiles y apremia a las sociedades abiertas a que se cierren en aras de la “seguridad”.
Es fácil comprender y describir los privilegios privados, pero resulta difícil transmitir el abismo de miseria pública en que hemos caído. Nuestros sentimientos morales se han corrompido. Nos hemos vuelto insensibles a los costes humanos de políticas sociales neoliberales en apariencia racionales, especialmente cuando se nos dice que contribuirán a la prosperidad general y a nuestros intereses individuales. Cuando imponen recortes a las prestaciones sociales se enorgullecen de haber tomado decisiones difíciles. Los mercados no generan confianza, cooperación o acción colectica para el bien común. ¿Por qué nos resulta tan difícil imaginar otro tipo de sociedad? No podemos seguir evaluando nuestro mundo y las decisiones que tomamos en un vacío moral. Ya los socialistas utópicos y el propio León XIII llamaron la atención sobre la corrosiva amenaza que representaban para la sociedad los mercados no regulados y los extremos escandalosos de riqueza y de pobreza. ¿Cómo podemos seguir viviendo en un mundo obsesionado en la búsqueda de la riqueza e indiferente a tantas cosas?
Hemos presenciado y estamos presenciando un traspaso continuado de la responsabilidad pública al sector privado sin que ello haya representado ninguna ventaja colectiva evidente. La única razón para que los inversores privados están dispuestos a adquirir bienes públicos es que el Estado elimina o reduce su exposición al riesgo. ¿Nos suena está canción? Toda sociedad que destruye el tejido de su Estado no tarda en desintegrase en el polvo y las cenizas de la individualidad, y a lo que más se parece es a la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes en la que, para muchas personas, la vida se ha vuelto de nuevo solitaria, pobre y desagradable.
¿Qué hacer? Los seres humanos necesitamos un lenguaje en el que expresar nuestros instintos morales. Incluso si admitimos que la vida no tiene otro fin superior, es necesario que adscribamos a nuestros actos un sentido que los transcienda. ¿Qué es lo que ofende a nuestro sentido de la decencia cuando vemos que los poderosos ejercen una presión sin cortapisas a expensas de todos los demás? De forma intuitiva comprendemos la necesidad de un sentido de dirección moral. Hoy resulta difícil articular la idea de moderación tan familiar para generaciones de moralistas. Lo que nos falta es una narración moral. ¿Idealista e ingenuo? ¿Quién cree ahora en ideales colectivos?
Si seguimos siendo grotescamente desiguales, perderemos todo sentido de fraternidad. El egoísmo resulta incomodo aun para los egoístas. De ahí el auge de las comunidades cerradas: los privilegiados no quieren que se les recuerden sus privilegios. Hoy cuando es tan evidente que el mercado y el libre juego de los intereses privados no redundan en beneficio colectivo, hay que apostar más que nunca por la intervención del Estado. Hemos entrado en una era de temor. Ya no es sólo el temor de que nosotros no podemos dirigir nuestras vidas, sino que quienes ostentan el poder también han perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su alcance.
En Occidente hemos vivido en un largo periodo de estabilidad, adormecidos en la ilusión de un progreso económico indefinido. Pero eso ya ha pasado. No sabemos qué mundo van a heredar nuestros hijos, pero ya no podemos seguir engañándonos con la suposición de que se parecerá al nuestro. Cuánto más expuesta esté la sociedad, más débil sea el Estado y más fe injustificada se ponga en el mercado, mayor será la probabilidad de un retroceso político. Hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo.

Ed. Taurus, Pensamiento, Madrid 2010, 220 páginas

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