INTRODUCCION
Hace ya muchos años
Ortega y Gasset escribió lo siguiente: "¿Qué es el hombre? Los clásicos
de la filosofia han ido pasándose de mano en mano, siglo tras siglo, esta
cuestión... La definición del hombre, único y verdadero problema de la ética,
es el motor de las variaciones históricas. Por eso los gobernantes han
perseguido en todo tiempo la "moralita", explosivo espiritual, y
han hecho lo posible para precaverse del terrorismo de la ética"'.
Suscribo plenamente
este texto de Ortega. Es obvio, a mi entender, que el tema central de toda
cultura es, en el fondo, el tema del hombre. La cultura es, en efecto, la
plasmación objetiva de la autocomprensión de los hombres; ella es, ante todo,
una urdimbre de sentido, un universo de creencias, valores, ideas, ciencias,
instituciones, etc, configurador e impulsor de las mentes, de las costumbres
sociales y de los hábitos; ella es portadora, en consecuencia, de una idea
del hombre, de una estimativa moral, de unos conocimientos científicos y
técnicos que nos permiten dominar el mundo y convertirlo en nuestra morada.
El hombre es, en parte, fruto de una cultura y, en parte, también creador de
la misma; ella está ahí cuando venimos al mundo, y sobre ella reobramos
nosotros., abriendo posibilidades y descubriendo aspectos nuevos. Ella nos
suministra un horizonte de sentido, ciertamente amplio, pero suficientemente
orientador en las cuestiones fundamentales, gracias al cual podemos llevar
adelante el quehacer de nuestra vida y elaborar proyectos de mejora de la
humanidad. Ahora bien, cuando una cultura está en crisis; cuando poco a poco
se han ido socavando sus tradiciones y sus creencias básicas pierden
consistencia, entonces dicha cultura no está ya en condiciones de cumplir su
misión e, inevitablemente, la desorientación y el malestar se apoderan de los
hombres. Una cultura en crisis, como parece que es la nuestra, es, por ello
expresión de una quiebra más fundamental: la quiebra de la idea del hombre
que esa cultura vehicula. Las variaciones históricas son así, como afirma
Ortega, cambios en la concepción del ser humano.
Y por la misma razón,
un cambio cultural, un cambio en la idea del hombre, conlleva problemas éticos.
El problema de la ética es, como ha dicho Ortega, el problema de la
definición del hombre. La ética no es, en el fondo, más que el conjunto de
valores y normas cuya apropiación libre permite al hombre alcanzar su bien,
lograr su realización, cumplir en él la humanidad. Y en la ética todo pende
de un valor central que es la idea del hombre. Cuando se produce una crisis
de valores, como al parecer estamos sufriendo, lo que de hecho subyace es la
pérdida del perfil identificador de lo que es ser "un ser humano"
y, por tanto, un oscurecimiento de lo fundamental.
Y antes o después el
tema del hombre acaba siendo un problema político, bien porque desde los
poderes se pretende ideológicamente manipular lo que es el ser humano, bien
porque se pretende mantener en silencio nuevas concepciones que puedan
cuestionar el sistema. La ética suele molestar al político que sólo piensa
"estratégicamente"; pero lo que en realidad molesta es la idea del
hombre que sustenta la ética. Por eso, la ética acaba siendo a la larga,
cuando los hombres no claudican ni se dejan manipular, un explosivo
espiritual.
Sin embargo, siendo tan
esencial como es la idea del hombre, resulta difícil definirlo. Hay que
confesar que no es fácil saber qué es el hombre. De ahí que, generación tras
generación, los pensadores se han pasado de mano en mano este problema. Si
diéramos una lista de las teorías del hombre desde la antigüedad hasta
nuestros días, quedaríamos sorprendidos por su número y variedad. Tendríamos
probablemente un enorme galimatías. Todo parece, pues, indicar que siendo
necesaria la definición de lo que es un ser humano, sin embargo es casi
imposible encontrarla. La realidad humana se muestra especialmente
escurridiza y fugitiva, huye y se escapa de cualquier definición; trasciende
siempre lo que de ella se dice; rompe las acotaciones y los limites. El
hombre, a pesar de todos los intentos por objetivar su realidad, sigue siendo
una "incognita", como decía A. Carrel; o un "misterio",
como con frecuencia decimos los cristianos. Un poco a la tremenda escribió B.
Pascal:
"Si el hombre se
ensalza, yo le humillo.
Si él se humilla, yo le
ensalzo. Y le contradigo siempre.
Hasta que comprenda que
es un monstruo de incomprensibilidad"
Es decir, hasta que
comprenda que es incomprensible.
Pascal, con este
método, perseguía un objetivo muy concreto: mostrar al hombre de su tiempo
que no es una realidad inteligible desde sí mismo y por sí mismo, sino que
tiene que salir fuera de él si quiere adquirir algo de luz sobre su realidad;
esto es, que necesita un "principio externo" que lo haga
inteligible. Este "principio externo" para Pascal es la revelación
cristiana y, más concretamente, Jesucristo. En otro de sus pensamientos
escribe: "El conocimiento de Dios sin el de la miseria humana engendra
orgullo. El conocimiento de esta miseria sin el de dios engendra
desesperación. El conocimiento de Jesucristo es el medio: en él conocemos a
Dios y a nuestra miseria"'. Y en otro lugar: 'No nos conocemos a
nosotros mismos sino por Jesucrito; fuera de Jesucristo no sabemos lo que es
nuestra vida' .
Se puede pensar, y con
razón, que Pascal hace estas afirmaciones porque es un cristiano radical y
porque era pesimista en lo referente a la capacidad de la razón humana, cuyas
limitaciones le gustaba subrayar. Pero esta idea no la encontramos sólo en
él. Hegel, por ejemplo, afirmaba que la encarnación es el gozne de la
historia universal, entre otras razones porque con ella se inicia un nuevo
ciclo de la humanidad, una nueva y revolucionaria manera de entender el hombre.
Y el ya citado Ortega y Gasset, comentando a Hegel, no tiene reparo en
escribir: "Cristo es el ensayo más enérgico que se ha hecho para definir
al hombre”. Y coincidente con esto, hay un texto especialmente valioso para
nosotros los cristianos en el Concilio Vaticano II. Allí, en la Constitución
Gaudium et Spes leemos: "En realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado"
El hombre es realmente
un misterio, una realidad difícil de asir; el hombre supera infinitamente al
hombre. Pero todo indica que, al menos para nosotros los cristianos, hay una
idea valiosa del ser humano contenida en la Revelación y que algo se puede
comprender del misterio del ser humano si aprendemos a mirar a Aquél que es
el hombre por excelencia, al Ecce homo. Y ello supone ser capaces de asumir
la tarea, inmensa pero apasionante, de explicitar lo mejor que podamos lo que
es un ser humano desde Jesucristo y de proponerla luego de forma convincente
a la inteligencia y la voluntad de nuestros contemporáneos. Algo de esto hay
ya hecho, afortunadamente, y pienso, entre otros, en el valioso trabajo de
J.L. Ruiz de la Peña Imagen de Dios.
Antropología teológica fundamental.
No voy a entrar en un
tema como éste de tanta sustancia. Me voy a limitar a describir las ideas del
ser humano que están con más o menos fuerza presentes en nuestra cultura y
señalar las consecuencias éticas que se derivan de ellas. Nuestra cultura en
crisis es una cultura plural, en ella conviven diferetnes maneras de ver el
mundo y la vida no siempre compatibles entre sí. Es un hecho que hoy, en
Occidente, ya no compartimos una misma cosmovisión, sino que nuestro espacio
cultural se ha fragmentado. Y lógicamente en ese espacio cultural fragmentado
conviven distintas maneras de entender al ser humano. No voy a entrar en
pormenores de cada una de las antropologías, pues probablemente sería
imposible abarcarlo todo y, además, sobre ello disponemos de no pocos
estudios.' Voy a limitarme a tres grandes bloques, caracterizados cada uno por
su orientación fundamental, que presentan tres maneras fundamentales de
comprender globalmente al ser humano. Me ocuparé primero del bloque que
podemos llamar "naturalista", cuya perspectiva es colocar al ser
humano en el ámbito de la naturaleza, negando todo humanismo, es decir,
privando al ser humano de su tradicional "privilegio ontológico";
pasaré luego a la corriente "historicista", opuesta en sus
principios al naturalismo, que se propone "descosificar" al hombre,
desnaturalizarlo, para hacer de él una pura posibilidad siempre abierta, una
realidad siempre en proceso de autoconstitución, sin límites ni valores
objetivos; y, por último, me referiré a la idea del hombre como dignidad,
presente también en el pensamiento contemporáneo; idea muy rica en promesas,
pero de dificil fundamentación racional y, por otro lado, muy frágil
sociológicamente hablando.
EL HOMBRE COMO SER
NATURAL
La idea del hombre como
un ser puramente natural es, en cierto modo, inherente al pensamiento
científico. Y en una época en la que dicho pensamiento ha ejercido un
predominio indiscutible hasta el punto de erigirse en modelo de todo
conocimiento, la concepción naturalista del hombre se ha extendido de forma
considerable. Se ha descrito de muchas maneras el proceso por medio del cual
la ciencia y la técnica han acabado reduciendo lo real a objeto (lo sabido
por ellas), y el objeto a objeto útil (razón instrumental) produciendo una
progresiva homogeneización de todo cuanto es; y se ha descrito también el
proceso mediante el cual esa "homogeneización" en el caso de la
realidad humana es una pura y simple naturalización. Elijo una de estas
descripciones, la de Freud, por estar directamente referida al hombre.
En Una dificultad para el psicoanálisis, Freud se propone explicar
la resistencia que el psicoanálisis encuentra en la sociedad y en los hombres
recurriendo a su teoría del narcisismo, en este caso el narcisismo de la
especie humana. Y afirma que la humanidad a lo largo de su historia ha
sufrido tres ofensas a su amor propio difíciles de asimilar. El hombre pensó
siempre que la tierra era el centro del universo y que todo, incluido el sol,
giraba en torno a ella. Y esta situación central de la tierra era como la
garantía de la función predominante que el hombre se asignó en el universo, y
estaba de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del mundo. Pero
Copérnico destruyó esta ilusión narcisista al sostener que es la tierra la
que da vueltas en torno al sol, lo que hacía perder al hombre su lugar
central, y con ello el amor propio del hombre sufrió su primera ofensa, la
ofensa cosmológica.
Pero el hombre siguió
considerándose al menos como el soberano de todos los seres que poblaban la
tierra, ocupando en ella un lugar privilegiado. Y comenzó a abrir un abismo
entre él y los demás seres vivos suprimiendo todos los lazos de parentesco
con el mundo animal, a quienes negó la razón. Y se atribuyó un alma inmortal
y un origen divino. El hombre compensó en parte la ofensa cosmológica
autoexaltándose sobre el resto de los animales. Pero las investigaciones de
Darwin pusieron fin a esta narcisista autoexaltación. Darwin puso de
manifiesto que el hombre no es nada distinto del animal, ni mejor que él,
sino que procede por evolución de la escala zoológica y está emparentado con
otras especies. Es la ofensa biológica, ofensa que dificulta la aceptación de
la teoría evolucionista.
Sin embargo, la ofensa
más sensible iba a ser la tercera. El hombre, dice Freud, exteriormente
humillado, se refugia en su propia alma, donde se siente soberano, dueño y
seguro de sí mismo. Supone que su "yo" consciente conoce todas sus
aspiraciones e impulsos y que mediante la voluntad las encauza y ordena. El
"yo" se siente seguro tanto de la amplitud como de la fidelidad de
sus noticias, lo mismo que de la transmisión de sus mandatos. Pero aparece el
psicoanálisis y le demuestra primero que el hombre está habitado por fuerzas,
instintos, pulsiones, etc. que no domina, que escapan a su poder, que se
resisten; y segundo, que esas fuerzas, pulsiones, etc, son en gran medida
inconscientes; que son fuerzas anímicas, pero inconscientes, lo que pone de
manifiesto que no todo lo que hay y pasa en el alma le es conocido y que, en
consecuencia, "anímico" no es sinónimo de "consciente".
Con lo cual el hombre deja de ser señor y dueño de su propia casa. Y así, el
"yo" acaba siendo en gran medida un "ello"; el sujeto
consciente se disuelve a favor del inconsciente. Incluso la libertad se
convierte en una ilusión. Es la ofensa psicológica, la más grave de todas. Y
así el humanismo, esto es, la idea del hombre como un ser original y único en
el mundo, no es otra cosa que el narcisismo de la especie. Se comprende
entonces la resistencia que en el mundo cultural europeo ha encontrado el
psicoanálisis.
La conclusión de este
proceso es, pues, clara: el hombre no goza en la naturaleza de ninguna
prerrogativa; nada hay en é1 que transcienda lo puramente material o
biológico; no ocupa, por el hecho de poseer "espíritu", un lugar
especial en el cosmos, como años más tarde pretendiera Max Scheler.
A este análisis de
Freud se podrían añadir otros muchos que, desde otras perspectivas, llegan a
similares conclusiones. Así, hoy podemos encontrar las siguientes tesis: el
hombre, si estudiamos objetivamente su comportamiento, no se diferencia esencialmente
del animal (conductismo); si estudiamos sus procesos mentales no encontramos
nada que no se pueda explicar por el funcionamiento del cerebro o que derive
de él (materialismo biológico o emergentismo); si analizamos las estructuras
que dominan y rigen el universo desde lo más pequeño hasta lo más grande, no
descubrimos en él un "sujeto" en el sentido clásico o un
"yo" personal, sino un objeto en el que se cruzan y combinan
múltiples relaciones (estructuralismo). Y por caminos diversos se llega a una
misma conclusión: científicamente hablando no hay base para afirmar que el
hombre sea un fin en sí mismo, una realidad de valor inalienable y sagrada.
Este tipo de afirmaciones sobre el hombre y su supuesta dignidad y
trascendencia con respecto al mundo material son pre-científicos, sólo se
sustentan en ideologías arcaicas de carácter religioso y expresan solamente
el refinado egoísmo o narcisismo de la especie, como hemos visto que dice
Freud. El hombre, en el sentido humanista de la palabra, es una invención, y
una invención reciente, como sostendrá M. Foucault.
Esta naturalización del
ser humano tiene hondas repercusiones éticas. De hecho, hacer del hombre una
pieza más de la naturaleza y no reconocer en él ninguna dimensión que la
transcienda, supone "la devaluación de todos los valores", esto es,
la negación de todo sentido. La razón científica se prohibirá ocuparse de los
valores éticos, religiosos o estéticos por la sencilla razón de que no son
datos del mundo de la experiencia, ni estados de cosas, ni hechos observables
y medibles. En realidad, se dirá, los valores no pueden siquiera ser
pensados, ni dichos en un lenguaje con sentido. Caen fuera de lo
racional-científico y no se ajustan a los cánones del pensar representativo.
Así L. Wittgenstein escribirá: "En el mundo todo es como es y sucede
como sucede; en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiera, no tendría
ningún valor. Si hay un valor que tenga valor debe quedar fuera de todo lo
que ocurre y de todo ser así". "Por eso no puede haber proposiciones
(lenguaje) de la ética"".
Y Bertrand Russell por
su lado dirá: "El hombre no sólo está interesado en descubrir cosas
acerca del mundo; una de sus tareas consiste en actuar sobre él. El campo
científico se ocupa de los medios; aquí estamos hablando de fines... El
hombre se encuentra con problemas éticos. La ciencia podría decirle cómo
podrían alcanzarse mejor ciertos fines. Lo que no puede decirle es que
debería perseguir este fin en lugar de aquel otro. Una consecuencia de este
hecho es que no podemos justificar científicamente los fines que perseguimos
ni los fines éticos que adoptemos''
Podríamos aducir otros
muchos testimonios. Se ha extendido la convicción de que la razón no puede
establecer valores; creer lo contrario es una ilusión, una caída en la
"falacia naturalista". Los hombres pensaron anteriormente, con un
ingenuo optimismo, que la razón podría otorgar la felicidad haciendo posible
una vida basada en valores científicamente probados; pero no es así. La única
ética posible, desde la perspectiva naturalista, es la de la ley del más
fuerte, como Hobbes y Spinoza teorizaron en su tiempo. Cada individuo y cada
especie tienen tanto derecho como poder o fuerza, y sólo está prohibido lo
que no se puede hacer. Esta sería la ética natural, si a esto se le puede
llamar ética.
Esta manera de pensar
nos ha colocado en una situación "delicada": el hombre ha alcanzado
por medio del conocimiento científico y de la técnica una capacidad casi
ilimitada de dominio sobre el mundo y sobre sí mismo considerado como una
cosa también mundana; pero al mismo tiempo se ha encontrado que esa razón y
esa ciencia son incapaces de suministrar los fines que hay que perseguir, los
valores capaces de humanizar ese saber del mundo. La razón se ha encontrado
poderosa, pero sin esperanza, como señaló Muguerza. Y como consecuencia, la
ética y los valores han sido arrojados fuera del ámbito de lo racional,
reducidos a meras decisiones más o menos compartidas, pero carentes de
objetividad. Y así, el pensamiento ético, salvo raras excepciones, se ha
refugiado en la sociología del comportamiento, en el análisis del lenguaje,
en explicaciones biologicistas, en mero emotivismo o en puro decisionismo; ha
perdido fuerza y convicción para postular normas y valores universales. La
razón-ciencia se ha quedado sin ética, y la ética se ha transformado en este
contexto en algo residual desprovisto de razón. Es el campo abonado para que
crezca el relativismo moral. Y la razón, desprovista de contenidos y valores,
se levanta frente al hombre como una amenaza. Como ya dijo Manheim, se
construye un universo donde todo funciona racionalmente al servicio de una
sinrazón completa; todo acontece inteligiblemente al servicio del absurdo, el
orden trabaja para la destrucción y la fe para el nihilismo.
Y una razón sin ética,
sin valores, que además considera al ser humano como un ser natural sin más,
no puede evitar hacer al ser humano un campo de experimentación; no puede
poner límites a la investigación y a la experimentación, pues, ¿en nombre de
qué habría que ponerlos? La clonación humana, la biogenética, etc, son desde
estos supuestos tan legítimas aplicadas a los hombres corno a los animales.
Por último, es obvio
que en la concepción naturalista no tiene sentido alguno hablar de la
apertura del ser humano a la transcendencia, a Dios, por la sencilla razón de
que la misma realidad divina ha sido de antemano descartada.
EL HOMBRE COMO HISTORIA
Gadamer escribió en
1963: "La aparición de la conciencia histórica es con toda verosimilitud
la revolución más importante que hemos sufrido desde el advenimiento de la
época moderna. Su alcance espiritual supera probablemente a aquel que solemos
reconocer a la realización de las ciencias de la naturaleza, realización que
ha cambiado de forma tan visible la faz del planeta. La conciencia histórica,
que caracteriza al hombre de hoy, es un privilegio, quizá incluso un fardo
tan pesado como jamás haya sido impuesto a ninguna de las generaciones
anteriores".
No creo exagerada esta
afirmación de Gadamer. La hora de la historia llegó en la segunda mitad del
siglo XIX, con el romanticismo, aunque tuvo un preludio en algunos teóricos
de la Ilustración francesa y, en parte, en el pensamiento de Hegel. Es como
el contrapunto inevitable a dos aspectos importantes del pensamiento anterior.
Frente al predominio
creciente de la ciencia de la naturaleza y su ambición de someterlo todo a su
método, surgió la conciencia histórica y, con ella, hizo su aparición el
historicismo. La protesta del historicismo era justa: no es posible explicar
por igual el mundo de la naturaleza y el mundo del espíritu. Frente a la cosa
natural, que posee una textura fija e invariable, medible matemáticamente y
expresable en leyes necesarias y universales, se alza lo histórico como lo
que posee variabilidad sustantiva y autoconstitución temporal , como realidad
única que no se deja encerrar en procesos necesarios. Frente a la naturaleza,
la historia. Y siendo el hombre la realidad esencialmente histórica, todo lo
humano, sus haceres y saberes, quedó afectado intrínsecamente por la
historia.
Por otro lado, el
romanticismo reacciona también contra el universalismo del pensamiento
ilustrado. La Ilustración sólo tenía ojos para lo común-universal; considera
al hombre como una realidad abstracta portadora de derechos y postulaba en
consecuencia una igualdad teórica que implicaba suprimir las diferencias que
la fortuna histórica de la humanidad había consagrado. Este universalismo
homogeneizador suscitó también una protesta fundamental: el hombre, se dirá,
es sobre todo el individuo, que es único e incomparable, configurado en su
singularidad por su peculiar constitución, su ambiente, su cultura, su
lengua, su educación, sus tradiciones, etc. No existe el Hombre; no existe
una "supuesta naturaleza común". Existen hombres cualificados, es
decir, adjetivados por su contexto, situación, tiempo, historia, etc. Y lo
que ocurre con los hombres concretos, ocurre también con los pueblos: tienen
su alma individual propia, única, su espíritu expresado en sus costumbres,
filosofía y tradiciones; tienen su "identidad". Si la Ilustración
quiso borrar "identidades" en favor del progreso hacia una
civilización común, el romanticismo quiso acentuar precisamente las
"identidades"; lo que distingue y singulariza a un pueblo de otro.
Y así, en el
romanticismo, vemos que la historia se levanta contra la naturaleza; el
individuo inefable contra el hombre universal; la diferencia y la identidad
contra lo racional común.
En un primer momento
esta múltiple contraposición tomó el sesgo metodológico de la contraposición
entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. Las ciencias
de la naturaleza serían "explicativas", es decir, se afanarían por
vincular los hechos a leyes universales y necesarias, mientras que las
ciencias del espíritu serían "comprensivas", esto es, buscarían
captar el sentido de un acontecimiento de suyo individual e irrepetible. Y
por este camino se llegó bien pronto al historicismo. La verdad está
históricamente condicionada y su pretendida validez atemporal es una ilusión.
La figura más representativa fue, sin duda, Dilthey.
Según Dilthey es vana
la pretensión de validez teórica universal inherente a los sistemas de ideas
o de valores: la disputa y el desacuerdo entre ellos ha terminado
definitivamente con la fe en esa pretensión. El conjunto de ideas más o menos
universales que llamamos filosofía, ética, derecho, arte o religión, debe ser
puesto en relación no con el mundo o la realidad, sino con el sujeto que lo
formula, no es, en
efecto, sino expresión objetivada de una manera de entender la vida; y su
función no es otra que la de resolver "el enigma de la vida", que
todo hombre tiene planteado, y ofrecer así una orientación a la misma. El
pensamiento, tanto si es el sistema conceptual que llamamos
"filosofía", como el sistema sensible (arte) o el sistema
sentimental (religión), se convierte en cosmovisión, esto es, en una visión
del mundo y de la vida cuyo objetivo es resolver sus misterios y problemas.
El pensamiento no busca "conocer el mundo", sino resolver
"problemas vitales". Y como estas concepciones varían según los
individuos, épocas y geografías, cada una de ellas tiene una validez muy
relativa, una validez meramente histórica. Y así la conciencia histórica conduce
casi inevitablemente al relativismo.
En un segundo momento,
la contraposición metodológica trajo consigo un replanteamiento metafísico,
por así llamarlo. El problema ya no será la forma de comprender lo histórico,
sino la necesidad de repensar la realidad desde la historicidad como
dimensión fundamental del ser humano. El hombre no está solamente en el
tiempo, sino que es constitutivamente temporal; no solamente tiene historia,
sino que es historia. Por eso, a través del hombre, la historicidad reclama
que se repiense toda la realidad, que se repiense la idea misma del ser.
Con el concepto de
"historicidad" lo que se quería dejar bien claro, entre otras
cosas, era que el hombre no es una "cosa", una pieza más en la
naturaleza, un simple factum, sino
un ser indeterminado y libre, un quehacer interminable abierto a todas las
posibilidades. Pero con esta idea se puso también de relieve su inevitable
situación de ser situado en el tiempo y en el espacio; su facticidad y
contingencia, su incapacidad para sustraerse de las condiciones de un pasado
que lo ha moldeado y que le hace ver el mundo y las cosas desde una
perspectiva determinada; su imposibilidad de alcanzar una certeza valedera y
una verdad universal. Y, junto con ello, se favoreció el olvido de la
condición natural del hombre, haciendo de él una pura posibilidad y, por
ello, un campo abierto a todas las experiencias sin limitaciones de ninguna
clase. El hombre fue pensado como el creador de su propio ser, sin más
frontera que su pasado. Estas ideas las encontramos expresadas de una manera
u otra en autores como Heidegger, Ortega y Gasset, Sartre, Merleau-Ponty,
Gadamer y un largo etcétera. La naturaleza humana se pierde a favor de la
historia.
Un texto de Ortega y
Gasset expresa a la perfección este modo de pensar. Escribe: "Ese
peregrino del ser, ese sustancial emigrante es el hombre. Por eso carece de
sentido poner límites a lo que el hombre es capaz de ser. En esa ilimitación
principal de sus posibilidades, propia de quien no tiene naturaleza, sólo hay
una línea fija, preestablecida y dada, que pueda orientarnos, sólo hay un
límite: el pasado. Las experiencias de la vida estrechan el futuro del
hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser... En suma,
que el hombre no tiene naturaleza, sino que es historia. O lo que es igual:
lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia al hombre".
Pocos pensadores se
sustrajeron de la fascinación de la historicidad. Con tintes más optimistas
en unos, más pesimistas en otros, aceptaron la nueva idea como una evidencia
irrenunciable. El existencialismo añadió a este idealismo de la libertad
creadora el carácter absurdo de la vida humana; y la libertad, sin un
horizonte objetivo de valores, se quedó en mera actitud formal. Ortega, más
optimista, vio en la vida humana su dimensión de aventura gozosa. Pero en
todos, con mayor o menor radicalidad, lo natural quedó absorbido por lo
histórico.
Y de una u otra manera
este modo de pensar ha llevado al historicismo radical en que se mueve un
amplio sector del pensamiento contemporáneo. ¿Qué repercusiones tiene todo
esto en lo referente a la comprensión del ser humano? Señalaremos algunas
cosas que juzgo relevantes.
Desde la perspectiva
historicista el hombre es pura posibilidad; no tiene un ser dado; debe
inventárselo. El hombre se convierte así en una realidad plástica,
infinitamente moldeable, una pura indeterminación. Por eso decía Sartre que
en el hombre la existencia precede a la esencia. Además, ese "hacerse
del hombre" debe llevarse a cabo sin disponer de un mundo objetivo de
valores, sin una idea previa de lo que es un ser humano y su perfección, sin
normas válidas para todos. Los valores, en el historicismo, no son expresión
de lo que vale objetivamente, sino visiones del mundo espacio-temporalmente
condicionadas. Así las cosas, el individualismo de origen romántico ha dado
lugar a un individualismo puro. Sin criterios, ni normas, sin valores y sin
una idea compartida de lo que es un ser humano, sólo queda la propia e
individual realización: la autorrealización.
Este individualismo
puro, en la medida en que sólo puede buscar la propia autorrealización, se
convierte en un individualismo narcisista, preocupado sólo por su propio ser
y bienestar, despreocupado del otro, lejos del compromiso social o político,
indiferente a todo lo que no sea su autorrealización. El tiempo queda
limitado al instante vivido; la vida, se dice, no hay que hipotecarla ante un
futuro de dudosa validez ni posee un hilo conductor, un argumento que dé
sentido y orientación a los actos. Es la vida como azar, en la que nada
transciende lo inmediato. Todo lleva la marca de lo cambiable y provisional.
En este contexto,
refiriéndose a los estudiantes americanos, escribe A. Bloom: "Son
agradables, amistosos, si no de espíritu amplio, por lo menos no son de
espíritu particularmente mezquino. Su preocupación fundamental es hacia sí
mismos, entendido esto en el sentido más estricto."
Este individualismo
puro ya no posee las virtudes propias del individualismo burgués, como la
laboriosidad y el ahorro, y carece también de la voluntad de implicación en
los asuntos sociales y políticos. Lo decisivo ahora es la vida privada
"personal", de los deseos cambiantes, de las satisfacciones
inmediatas y fugaces, del propio bienestar psíquico y corporal, sin
compromisos definitivos de ningún tipo. Vivir el presente, sin excesiva
preocupación por el futuro.
Este individualismo,
por otro lado, se acomoda fácilmente a las sociedades democráticas y
consumistas de Occidente. Es más, es un individualismo fomentado y querido
por estas sociedades, ya que encuentran en esta imagen del hombre una
condición ideal para la continua experimentación y cambio, al no ofrecer en
la práctica resistencia crítica de ningún tipo. Puesto que el hombre indiferente
no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende y sus
opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas, según las exigencias
del mercado. En estas sociedades el pluralismo es entendido fundamentalmente
como relativismo, por eso desarrollan a través de los medios una
"pedagogía del relativismo" tendente a socavar las certezas
indeclinables y los valores absolutos. Y así, este individualismo puro es en
sí mismo incapaz de resistencia.
A esto ha conducido el
historicismo radical. Esta es la imagen del hombre que, como hemos dicho,
proponen los medios e interiorizan masas de personas, especialmente los
jóvenes: un individualismo no resistente y hedonista; el hombre como pura
posibilidad anormada; el bienestar como meta última. Y el cuerpo, con sus
exigencias y cánones, acaba ocupando el lugar que antaño ocupara el alma:
"En la situación actual, escribe Bloom, los jóvenes tienen poderosas
imágenes de lo que es un cuerpo perfecto y se esfuerzan incesantemente por
alcanzarlo. Pero privados de guía literaria (las humanidades, etc.) ya no
disponen de ninguna imagen de un alma perfecta y, por consiguiente, no
anhelan tenerla. Ni siquiera imaginan que exista semejante cosa".
EL HOMBRE COMO DIGNIDAD
La afirmación
historicista es en parte justa: el hombre no es una cosa natural sin más,
sino un sujeto único; la vida humana no es un hecho, sino un quehacer, la
aventura de la propia autoconstitución desde la libertad. Pero al arruinar la
objetividad de los valores y fomentar el relativismo -y en esto se vio
ayudada por su adversario, el naturalismo- ha acabado haciendo del hombre una
pura indeterminación sin normas y valores, un individualismo puro.
Pero no todo acaba
aquí. Otra manera de entender al hombre atraviesa también nuestra cultura. Es
en gran medida heredera de la tradición cristiana, se prolonga en lo mejor de
la Ilustración, y ha dado lugar a doctrinas personalistas, como la de E.
Mounier, a todo tipo de humanismos que propugnan la dignidad del ser humano y
a sistemas éticos empeñados en superar el relativismo y en buscar unos
derechos y valores universales que sean patrimonio del ser humano sin más, y
cuya validez transcienda las situaciones históricas y las culturas
particulares.
Aquí el hombre es
considerado ante todo como una realidad digna, es decir, como una realidad
que no tiene precio, y que, por ello, no es intercambiable ni manipulable a
placer. El hombre como "fin en sí mismo". Kant, en su
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, estableció esta norma: "Obra
de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro„ siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio". El hombre, seguía diciendo, "no es una cosa, no es algo,
pues, que pueda usarse como simple medio; debe ser considerado en todas las
acciones como un fin en sí". Y eso es precisamente tener dignidad, valor
interno: "En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad.
Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en
cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite
nada equivalente, eso tiene dignidad". "Dignidad o valor interno es
aquello que constituye la condición por que algo sea fin en sí mismo"
Es, como vemos, la idea del hombre como realidad sagrada, inviolable, de la
tradición cristiana. Y es esta idea la que, se quiera o no, está en la base
de los Derechos humanos, es decir, de los derechos que todo ser humano posee
por el mero hecho de serlo, sea cual sea su condición social o su cultura;
derechos por los que todo ser humano es digno de respeto. El hombre, pues, no
es una cosa; es un sujeto ético, de condición metaempírica, no reducible a
hechos fisicos o biológicos, ni a fuerzas sociales, ni siquiera a
ordenamientos jurídicos positivos. El hombre, en su dignidad, transciende
todos esos órdenes.
Estos planteamientos
kantianos, renovados, están hoy presentes en un sector muy importante del
pensamiento ético contemporáneo, como el de Habermas, Apel o Tugendhat.
Propugnan, como es sabido, una ética comunicativa o dialoga¡, discursiva o
procedimenal. Son neokantianos que sustituyen el "yo
transcendental" (el "yo" puro monológico) por un nosotros
("yo" dialógico) dotado de "competencia" y simetría que
se rige por el principio de la imparcialidad. Rechazan el consenso fáctico o
estratégico como procedimiento para obtener normas y propugnan el consenso
"contra-fáctico" o "ideal" como el único camino que nos
puede conducir a unas normas o valores universales que sean expresión de la dignidad
del ser humano. La ética procedimental rechaza el pacto estratégico
precisamente porque éste no es otra cosa que la aplicación de la razón
instrumental que toma al ser humano como medio o instrumento, pero no como
fin en sí mismo. Y propugnan, por esta razón, el difícil consenso
contra-fáctico porque sólo él garantiza que se toma al ser humano como una
realidad digna, como un fin en sí mismo.
Es verdad que estos
planteamientos no quieren llegar al terreno metafísico, a una antropología
que sea el fundamento de la dignidad que se propugna. Hay todavía mucho
prejuicio antimetafísico en la filosofía actual. Pero antes o después estas
reflexiones filosóficas tendrán que llegar a estos planteamientos y, en
cualquier caso, como afirmara Muguerza en cierta ocasión, "un poco de metafísica
no hace daño".
En la ética
comunicativa el presupuesto antropológico de considerar al ser humano como
realidad digna es, pues, irrenunciable. Como ha escrito A. Cortina en
referencia directa a la ética civil: "el sentido profundo de una moral
civil no descansa en una necesidad de asociación, hecha virtud por arte de
magia ideológica, aunque puede degenerar en ello ... La moral civil descansa
sobre la convicción de que es verdad de que los hombres son seres
autorreguladores, que es verdad que por ello tienen dignidad y no precio, que
es verdad que la fuente de normas morales sólo puede ser un consenso en el
que los hombres reconozcan recíprocamente sus derechos" Y desde otra
perspectiva, F. Savater ha escrito: "Lo sagrado es la expresión
simbólica de la multiforme convicción del hombre de no ser un instrumento o
herramienta, sino un fin en sí mismo; de que la íntima verdad está del lado
del sentido; de que participamos de una plenitud de fuerza que ninguna
utilidad (ni siquiera el vuelo especulativo de la razón) agota o
canaliza."
Considerar al hombre
como realidad digna es algo importante, algo que es capaz de sugerir aún
futuro, en la medida en que sobre esa base puede ser el punto de partida de
planteamientos y acciones solidarias al tiempo que de defensa de los Derechos
humanos. Pero hay que reconocer que esta convicción, tan positiva, es
racionalmente débil. En la medida en que no se quiere hablar del
"espíritu" como de la dimensión de todo ser humano por la que
transciende lo puramente natural y material; y en la medida en que no se
quiere apelar a un fundamento religioso, fundamento que está históricamente
en el origen de esta concepción del hombre como dignidad, resulta
tremendamente difícil justificar racionalmente que el hombre es un "fin
en sí mismo" y no un medio o instrumento. Y así, para unos, es
insuficiente afirmar esta dignidad, atribuírsela ante quienes se la quieran
arrebatar (Muguerza); para otros, en ausencia de verdades supremas que la
legitimen , la afirmación de que el hombre posee dignidad y no precio debe
tomarse como un hecho empírico, dado que el hombre se siente así y tiene
conciencia de ello (Tugendhat). Pero obviamente, esto no son formas de dar
razón, de fundar.
Quizás la única
fundamentación posible pueda venir de una "razón no pura", es
decir, de una razón abierta a la fe, de una razón consciente de que todas las
verdades no las saca de sí misma, puesto que muchos de nuestros contenidos
proceden de otra fuente, sea la experiencia, sea, como en este caso, la
revelación divina. Sin una razón abierta a la transcendencia el problema de
la dignidad del hombre y de los Derechos humanos no tiene solución. Creo que
es necesario reconocer que en el juicio "toda persona tiene un valor
absoluto", la conexión entre el sujeto y el predicado es ininteligible
sin pasar por Dios; y, para ser más precisos, sin pasar por el Dios
cristiano, el Dios revelado por Jesucristo. Hay en cualquier caso aquí una
irrenunciable tarea para la inteligencia creyente. Volvemos al comienzo de
este escrito, a los textos de Pascal. Si es verdad que "fuera de
Jesucristo" no nos conocemos a nosotros mismos, es hora de que con
nuestra razón y desde la fe justifiquemos esta afirmación elaborando una
antropología capaz de dar razón de forma convincente de que, como seres
humanos, no somos cosas, ni medios, sino "fines en sí mismos",
merecedores de respeto porque poseemos dignidad.