ASPECTOS SOCIALES Y HUMANOS DE LA EMIGRACIÓN. SOCIEDADES MULTICULTURALES

 

Introducción

Me corresponde abordar uno de los aspectos de la emigración de suyo complicado: el multiculturalismo. Se trata de un problema con muchas ramificaciones: es un problema humano, social y político a la vez. Un problema en el que subyacen diferentes filosofías, diferentes acercamientos doctrinales, que a su vez responden a tradiciones de pensamiento contrapuestas, aunque siempre surgidas en el territorio cultural de Occidente. Mi reflexión se va a centrar en este tema tal como para nosotros es problema o empieza a ser un problema: el multiculturalismo que se va engendrando por el hecho de la emigración, y de una emigración particular: la llegada a nuestros países de un número cada vez mayor de personas procedentes de fuera de Europa, esto es, especialmente de cultura islámica.

En primer lugar, haré una breve descripción de la situación que se va dando en muchos países, procurando al mismo tiempo precisar el concepto de cultura que aquí es relevante. Después, examinaremos rápidamente los cambios de ideas que han conducido del concepto de dignidad al de reconocimiento. En tercer lugar, examinaremos las propuestas que se están dando para resolver el problema del multiculturalismo. Por último, y en cuarto lugar, expondré los criterios y propuestas que me parecen razonables, con una breve referencia a la relación entre cristianismo y multiculturalismo.

La situación

1. Podemos pensar que Europa ha sido siempre culturalmente plural, y en cierto modo es verdad. Pero lo ha sido en otro sentido a como empieza a serlo ahora. Efectivamente, Europa es un mosaico de estados y naciones, de lenguas, tradiciones y costumbres, pero esa diversidad se inscribe dentro de un sustrato común por el cual, a pesar de las diferencias e identidades nacionales, todos somos europeos y occidentales, todos compartimos la herencia greco-romana y judeocristiana; todos poseemos unos elementos comunes claramente identificadores. Podemos decir que, a pesar de la lengua, de las costumbres, de las propias tradiciones, de la historia diversa, etc, todos compartimos una común amplia visión del mundo que incluye unos valores supremos (la dignidad de la persona, los derechos inalienables del individuo), un trasfondo religioso común cristiano, una cultura política que va en la línea de la separación del Estado y la religión, que protege el pluralismo garantizando la libertad, que se quiere democrática.

Por eso podemos decir que nuestras diferencias e identidades son menores, en el sentido de que no son étnicas, ni se apartan del sustrato común.

Pero la entrada cada vez en número mayor de hombres y mujeres pertenecientes a otras etnias, lenguas, religiones, costumbres familiares y sociales, estilos de vida completamente diferentes a los nuestros, otros valores supremos (la familia y la comunidad por encima del individuo y su libertad; no separación de religión y estado, no tolerantes con lo diverso), plantea la cuestión del multiculturalismo en sentido fuerte, con todos los problemas que ello lleva anejos.

El multiculturalismo en sentido fuerte es un conjunto de diversidades difícil de superar, que se pueden reagrupar bajo cuatro categorías: 1) lingüística, 2) costumbres, 3) religión; 4) étnica. Esto lo hace extraño y distinto. Los dos primeros (lenguas y costumbres) se pueden superar, si queremos. Los dos segundos producen, en cambio, “extrañezas radicales” (Sartor, 107-108).

2. Un problema, y no el menos importante, es el rechazo que los inmigrantes provocan en sectores de la sociedad. Por un lado, se necesita su mano de obra, su trabajo, para el funcionamiento económico; que se ocupen de las tareas que los propios europeos ya no consideran digno realizar. Son, en algún sentido, económicamente necesarios. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que son culturalmente distintos en sentido fuerte, étnicamente distintos, son vistos como una amenaza para la propia identidad: representan lo otro que uno mismo, lo otro y distinto, lo extraño y desconocido. Y lo otro-extraño suele producir inquietud, temor y rechazo; en no pocas ocasiones por el hecho de ser distintos se les considera responsables de los desordenes sociales, los causantes del deterioro de la convivencia, socialmente peligrosos.  Al ciudadano, además, se le presenta su llegada a Europa como si se tratara de una verdadera invasión, y de esta forma se la considera como un problema que afecta a la misma seguridad del Estado. Al provocar el miedo, al presentar a los inmigrantes como una amenaza para todo lo europeo, y también para los puestos de trabajo, se desatan reacciones populares contra ellos que tienen un claro sentido xenófobo. Así, Sartori escribe: “Europa está asediada, y hoy acoge emigrantes porque no sabe como pararlos porque la marea está subiendo” (p.110).

3. Normalmente, los grupos de emigrantes culturalmente diversos de los occidentales, cuando son suficientemente numerosos, suelen agruparse en espacios propios en los que es posible rehacer los lazos comunitarios que configuran su identidad; en donde, en la medida de lo posible, procuran mantener su lengua, su religión, sus costumbres sociales. Estos emigrantes comparten con los europeos una misma cultura común consumista (coca-cola, modas en el vestir, juegos informáticos, teléfono móvil), una cultura terriblemente pobre y homogeneizadora; y, por otro, se separan de ellos en cuanto a la cultura en sentido étnico, formando grupos identitarios en los que se va construyendo su yo personal, y ello normalmente sin mediación posible entre el mundo superficial y técnico compartido y el mundo de la identidad. No hay normalmente comunicación de culturas. Nuestras grandes ciudades europeas son cada vez más un conglomerado de barrios no sólo social  y económicamente, sino también cultural y étnicamente distintos. La ciudad no es un espacio de comunicación e intercambio cultural y humano, sino que se parece cada vez más a un conjunto de ghettos. Vivimos yuxtapuestos, pero no juntos. Se coexiste mal que bien, pero no se convive.

 

4. En el caso de las migraciones voluntarias (?) (por ejemplo, EEUU), los grupos de emigrantes en general aspiraban a la asimilación: ser, por ejemplo, un norteamericano más con los mismos derechos civiles, políticos y sociales, y asumían sin conflicto unos supuestos doctrinales que todos compartían. La propia identidad de origen quedaba relegada a la familia o a asociaciones voluntarias que la mantenían en la memoria. Y normalmente esa identificación de origen se aflojaba y a menudo quedaba reducida a manifestaciones folklóricas. Además, durante muchos años, durante el colonialismo, los occidentales estaban convencidos de que su cultura era la cultura, que ellos representaban la civilización, el culmen del progreso, pues sólo ellos poseían un pensamiento racional y unas ciencias y técnicas capaces de transformar el mundo. Los otros pueblos o culturas se consideran inferiores, pre-lógicos, incapaces de despegarse de sus absurdas tradiciones religioso-culturales, necesitados de tutela hasta que pudieran alcanzar el nivel de la civilización. Y, en gran medida, procuraron inculcar en los pueblos colonizados esa imagen negativa de sí mismos, por lo que ser “como los europeos”  y sacudirse el yugo de sus raíces era un objetivo de las élites locales y de los emigrantes a Europa. Pero esto se ha acabado. Este no es ya el caso de los emigrantes actuales: ahora las identidades se valoran positivamente, perdiendo su hegemonía el eurocentrismo; se considera que toda cultura es digna de respeto y merece ser conservada y potenciada. Los grupos de emigrantes no quieren, en consecuencia, perder su identidad, borrar sus raíces, difuminar sus diferencias, sino todo lo contrario: la defienden porque la ven amenazada y en peligro; a veces la defienden de forma exacerbada: es lo que conocemos como fundamentalismo: Y los mismos europeos, en la medida en que constatan la importancia social que van cobrando las minorías culturales étnicas, acaban haciendo suyos los argumentos identitarios y su derecho a la diferencia –la identidad o diferencia europea, sea española, francesa, católica, etc- para poner en juego políticas de exclusión. Todo esto hace que, según los expertos, nos encaminemos hacia un multiculturalismo conflictivo.

Dignidad y reconocimiento.

Este cambio de actitud se debe a un cambio profundo –o a una evolución- que ha tenido lugar en el campo de la concepción del ser humano, cambio que va del concepto de dignidad al de reconocimiento.

1. El mundo occidental rompió con el antiguo régimen en el que el honor y los derechos estaban asociados al estamento. Se llegó a la conclusión de que todo hombre, en tanto que capaz de autodeterminarse a sí mismo (autolegislador) posee una dignidad igual, es portador de unos derechos que le son inherentes como ser humano, independientemente de su condición social, raza o cultura. Y en consecuencia, que todos debían ser iguales ante la ley, con los mismos derechos y obligaciones. Todos los ciudadanos, en consecuencia, son iguales. El Estado y las leyes deben ser ciegos a las diferencias. Los Estados modernos surgen con estas premisas. La Ilustración consagró este modo de pensar; la sociedad o comunidad debía surgir de un pacto entre individuos iguales que acataban las mismas leyes y se comprometían a las mismas obligaciones. Es el individualismo occidental, propio de los Estados liberales en general.

2. Pronto pareció que esto era insuficiente y abstracto. Y se comenzó a afirmar que el hombre no es sólo un individuo que posee dignidad, sino un ser humano concreto que, además, posee una identidad, una originalidad, un modo de ser propio que merece igual respeto. El romanticismo insistió en ello. Es más, se afirmó que una identidad no reconocida, infravalorada, causa una profunda lesión en el yo del individuo, se traduce en opresión; y cuando el individuo infravalorado en su peculiaridad o identidad, interioriza esa valoración negativa de sí mismo, el daño es profundo. Se señaló, además, que el propio yo en su identidad se constituye en relación con el contexto cultural en que se encuentra: lengua, creencias, costumbres, estilos de vida, historia, etc. Que el individuo concreto es siempre un ser culturalmente contextualizado, y que ese contexto es una de las fuentes primordiales del yo. El individuo concreto configura o construye su identidad en relación dialéctica con su contexto. El contexto, la cultura en sentido fuerte, no es un añadido accidental al individuo, sino algo constituyente de su identidad. Y esa identidad merece ser respetada y reconocida.

Esta idea se extendió también a los pueblos: también ellos tienen una identidad forjada por su historia, lengua, religión y costumbres. Y también esa identidad debe ser reconocida, pues en ella donde se forja la identidad del propio yo. Esto ha ido poniendo fin al etnocentrismo europeo.

Y de aquí surge el presupuesto de que, en principio, todas las culturas tienen valor, o un igual valor. Que es una injusticia en nombre de una cultura hegemónica y dominante reprimir, suprimir, infravalorar una cultura minoritaria y diversa de la dominante. El reconocimiento es esencial para la forja de la propia identidad. Y se debe luchar contra el método que normalmente utiliza la cultura dominante para afirmar su hegemonía: inculcar una imagen de inferioridad a los dominados.

3. Como he dicho, todo esto se apoya en una premisa, para unos clara y para otros discutible: debemos igual respeto a todas las culturas. Al menos esto debe ser aceptado como una hipótesis inicial; es algo así como un acto de fe: se dice que todas las culturas que han animado a sociedades enteras durante algún periodo considerable tienen algo que decir a todos los seres humanos. Ahora bien, la validez de esta suposición se tendrá que demostrar concretamente en el estudio auténtico de una cultura; y ello, inevitablemente, siempre se hará desde la nuestra. Y parece que de aquí no podemos salir (fusión de horizontes, de Gadamer). Pero en principio a todas les debemos una presuposición de esta índole.

En consecuencia, si de la ausencia de reconocimiento se derivan consecuencias importantes para la identidad de un pueblo, entonces es posible establecer todo un argumento para insistir en que se universalice la presunción sobre el valor de todas las culturas como una extensión lógica de la política de la dignidad. Y así como todos deben tener derechos civiles iguales e igual derecho al voto, cualquiera que sea su raza o cultura, así también todos deben disfrutar de la suposición de que su cultura tradicional tiene algún valor. 

Cómo se puede articular políticamente el multiculturalismo

¿Cómo se traduce luego esto en política?

Aquí el asunto se complica, porque afecta a la naturaleza misma del Estado liberal.

1) Tendríamos la solución clásica, la más puramente liberal. Sería el liberalismo 1: que se identifica fuertemente con los derechos individuales (civiles, políticos, sociales), y con un estado rigurosamente neutral con respecto a concepciones de la vida buena, cultura, etc. Un Estado ciego a la diferencia. El Estado liberal es pluralista: dentro de un marco general (Carta Magna) admite diversos modos de concebir una sociedad mejor y de medios para conseguirlo. Hay diversidad de opciones, alternativas, partidos, pero no multiculturalismo, porque todos aceptan unas suposiciones básicas; es pluralista y tolerante, y la tolerancia con lo diverso exige reciprocidad.

Si en ese Estado hay minorías culturales étnicas desde siempre, esas minorías deben por sí mismas subvenir a su pervivencia, con asociaciones voluntarias e instituciones sufragadas por los interesados. Y, en cualquier caso, cualquier individuo se adherirá a esa minoría libremente, no coactivamente. Y nada tendrá que haber en esas minorías culturales que, en sus costumbres e ideas, contradiga los principios fundamentales del Estado liberal.

2. Vendrá luego el liberalismo II, el que propicia la política del reconocimiento: admite que un Estado se comprometa en proteger y hacer sobrevivir a una particular nación, y un conjunto limitado de naciones, culturas y religiones, con tal que los derechos fundamentales de los ciudadanos de distinta nación estén protegidos.

No sería un estado ciego a la diferencia, sino que asumiría entre sus fines el promover una o varias particulares maneras de entender lo que es una vida buena, etc.

Y argumentan de la siguiente manera.

Los Estados liberales, por ejemplo EEUU, han puesto en práctica una política de acción afirmativa o tratamiento preferencial, entendida como una política correctora de desigualdades, una política compensatoria capaz de crear o recrear iguales oportunidades, o iguales posiciones de partida para todos los individuos. El objetivo de esta acción es, pues, procurar una mayor igualdad y borrar las diferencias injustas para que los individuos puedan tener las mismas condiciones para ejercer la libertad y la igualdad de oportunidades sea real y no meramente formal.

Pues bien, de la misma manera, la política del reconocimiento otorgaría a minorías culturales en desventaja, u oprimidos, etc, unos derechos como grupo cuya finalidad sería garantizar la supervivencia de esa cultura y, en consecuencia, la identidad real de los individuos. Se trataría de establecer una “ciudadanía diferenciada”. Y ello sin menoscabar la esencia de un Estado liberal.

En un Estado multinacional, esto puede presentar problemas y conflictos, pero es de hecho factible; los liberales radicales siempre lo critican, y no admiten la comparación de la acción afirmativa: esta se lleva a cabo para favorecer la igualdad; la política del reconocimiento, para mantener y favorecer las diferencias, el multiculturalismo.

Pero esto es problemático en el caso de los emigrantes en Europa:

¿Es factible y deseable una política del reconocimiento para las minorías culturales que hoy son los emigrantes que vienen de países islámicos o hindúes, o chinos? La pregunta no es retórica, pues hay estados europeos en los que las reivindicaciones de derechos colectivos a las minorías étnicas está ya planteada: Inglaterra (hindúes y musulmanes). Estos mismos exigen que la enseñanza pública asuma en sus curricula la historia, lengua, religión y literatura propias; piden ser eximidas de ciertas obligaciones como ciudadanos alegando motivos religiosos y culturales, reclaman ayuda pública para poder garantizar su supervivencia como minoría cultural; a veces incluso exige coacciones sobre los miembros de su comunidad en el sentido de que se les prohíba el acceso a la cultura mayoritaria para evitar deserciones; piden que las leyes reconozcan como derechos ciertas costumbres que no parece posible tolerar ... Y no es improbable que a la larga se produzca una balcanización de nuestros estados.

Este sería el problema. Sartori, por ejemplo, es especialmente sensible a las dificultades y peligros que una “política del reconocimiento” tendría en los países europeos. Piensa que es erróneo creer que el “multiculturalismo” sea un paso adelante y positivo del pluralismo; dice incluso que el “multiculturalismo” es un “proyecto” que propone una nueva sociedad y que diseña su puesta en práctica; y que, al mismo tiempo, es un “creador de diversidades”, pues se dedica a hacer visibles las diferencias y a intensificarlas; el pluralismo, por el contrario, no refuerza, sino que atenúa las identidades con las que se encuentra; no crea identidades forzadas; el pluralismo se manifiesta como una sociedad abierta muy enriquecida por pertenencias múltiples, mientras que el multiculturalismo significa el desmembramiento de la comunidad pluralista en comunidades cerradas y homogéneas; es una tribalización de la sociedad.

Es cierto que tanto Taylor, como W. Kymlicka, o P. Berellona, no aplican su doctrina multiculturalista a la situación de los emigrantes en Europa. Ellos piensan sobre todo en la situación de los Estados que incluyen una o varias minorías culturales históricamente desfavorecidas y que, de acuerdo con lo que siginifica cultura, pueden expresar su derecho de ser reconocidos en su dignidad como pueblo; piensan sobre todo en Canadá (francés, indígenas) o en EEUU., en los pocos pueblos precoloniales existentes; piensan incluso en el problema de los negros americanos, llevados allí a la fuerza; o en las zonas de habla hispana. Pero sus doctrinas se han extendido a otros colectivos, que se sienten miembros de una cultura propia, peculiar, no reconocida, y que ahora exigen un reconocimiento para que no se lesione su dignidad: gays, lesbianas, etc.

Con qué criterios nos podemos mover en este campo

Yo lo resumiría con los siguientes puntos:

1) La cultura en el sentido que hemos expuesto es, sin duda alguna, un componente fundamental en la constitución del yo, de la identidad del ser humano; y, por tanto, de los pueblos. Esto es hoy una evidencia: respetar la dignidad del ser humano incluye también respetar todo aquello que es fuente de su identidad. Es el hombre concreto.

2) Pero la dignidad del ser humano como persona portadora de unos derechos inviolables más allá de su raza, lengua, religión, no es comparable con el respeto a la cultura étnica en que todo ser humano nace y constituye su yo. Es, pues, necesario distinguir entre lo que es esencial e innegociable, lo que es absoluto, de lo que es necesario e importante, pero no reviste ese carácter.

En principio, toda cultura es valiosa en la medida en que no sólo hace posible la identidad, sino que expresa el ser humano en su humanidad; potencia la humanidad del ser humano. Pero de hecho, ninguna cultura expresa total y adecuadamente esa humanidad de lo humano; todas poseen elementos, en unas más y en otras menos, que pueden comprometer la dignidad humana e impedir su desarrollo. En nuestra cultura occidental hay ciertamente mucho reformable; el individualismo a ultranza no es precisamente un bien; el materialismo consumista tampoco. Y en otras habría otros casos.

Y de ello se puede concluir que la cultura no es un absoluto al que hay que someter al hombre, sino un medio necesario para su realización como ser humano. La dignidad humana es supracultural (¿etnocentrismo europeo? Cuestión)

3. La cultura que aportan consigo los emigrantes es, pues, en principio, digna de respeto. Despojarles de ella sería evidentemente una injusticia; lo mismo que impedir su trasmisión a futuras generaciones; es decir, no garantiza su supervivencia.

Es más; en la medida en que constituyen una “minoría”, que trabajan y pagan sus impuestos, pueden ser objeto de: 1) una política de reconocimiento; 2) incluso de una cierta ciudadanía diferenciada. Siempre que apoyar el mantenimiento de esa cultura y aquellos elementos de una ciudadanía diferenciada, no violaran aspectos constitutivos de la dignidad humana, tal como está formulada en los derechos fundamentales. Así, por ejemplo:

No se podría apoyar ni favorecer el matrimonio de niños; ni la poligamia; ni la ablación del clítoris, ni la reclusión y negación de la libertad de la mujer, ni la intolerancia hacia lo diverso.

Pero sí su lengua, su sentido comunitario, sus costumbres, sus ritos matrimoniales, etc; incluir su historia, literatura, en un un currículo escolar...

Y la ciudadanía diferenciada tampoco tendría inconveniente en respetar otros derechos: se podría tolerar llevar turbante en el ejército (Canadá), cerrar los viernes, o los sábados, ser dispensados de ciertas obligaciones que no cuestionan la cohesión social (servicio militar), etc.

Y, en cualquier caso, nunca ese “reconocimiento” o ciudadanía diferenciada podrán poner en entredicho la libertad individual: es decir, los individuos de esas comunidades que no quieran ser tan diferentes y opten por otras costumbres, estilos de vida, etc, deben poder hacerlo. Esto debiera ser un compromiso imprescindible para ser contemplada como “minoría cultural reconocida”.

Lo mismo que no sería tolerable que en esa comunidad se fomentara la intolerancia: se debe exigir reciprocidad.

El multiculturalismo no debe implicar asumir o integrar las diversas culturas sin ningún tipo de discernimiento; ni debe llevar inevitablemente a relativizar los valores de la cultura nuestra; implica respeto, reconocimiento de lo valioso que en ella se vehicula, potenciación y cultivo de sus componentes humanizadores; implica también reforma y crítica, acomodación al absoluto humano. Es, a mi entender, el ecumenismo cultural posible.

4. En lo que respecta al cristianismo, creo que se puede decir lo siguiente:

a) El cristianismo, la fe cristiana, no es cultura, sino fe. Se puede encarnar en cualquier cultura, y así ha sido; pero en sí mismo no lo es. Basta leer la Carta a Diogneto del siglo II para encontrar una descripción del cristianismo como no-cultura, aunque capaz de generarla. Los cristianos de los primeros siglos tenían esto muy claro.

Y recordemos el acontecimiento de Pentecostés (Hch. 2, 1-12). Pentecostés es el contrapunto de Babel; en Babel la humanidad se dividió en lenguas diversas, originándose la confusión, el no-entendimiento, la incomunicación y la división; en Pentecostés se restablece la unidad: los apóstoles hablan una lengua, pero los oyentes los entienden cada uno en la lengua propia. Pentecostés no suprime las lenguas diversas, las culturas, las identidades, sino que hace posible una lengua (El evangelio) que todos puedan entender desde la suya propia. Pentecostés restablece la posibilidad de entendimiento, comunión y unidad sin borrar las identidades por medio de una lengua que no es ya no es cultura: que es evangelio.

b) En consecuencia, el Evangelio no aparece como una cultura frente a otras culturas y en competencia con ellas; sino como un fermento de unidad que está sobre las culturas.

c) Para terminar: decir que la cultura occidental es la cristiana no es decir toda la verdad. Nuestra cultura tiene muchos elementos difícilmente compatibles con la fe; y hay culturas no occidentales que están más impregnadas de cristianismo que la nuestra.

Desde el punto de vista cristiano, no vendría mal un cambio en profundidad en muchos de los valores vigentes en Occidente.

Orientación bibliográfica

Varios autores, Identidades comunitarias y democracia. Madrid. Ed. Trotta, 2000; Varios autores, “Los retos de las migraciones”, Iglesia viva, 205(2001); P. Barcellona,  Postmodernidad y comunidad. Madrid, Ed. Trotta, 1996; P. Bergers y Th. Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. Barcelona, Ed. Paidós, 1997; E. Gellner, Cultura, identidad y política. Barcelona, Ed. Gedisa, 1998; D. Juliano, Educación intercultural. Escuela y minorías étnicas. Madrid. Ed. Eudema, 1903; J.L. Kinchelde y S. R. Steinberg, Repensar el multiculturalismo. Barcelona, Ed. Octaedro, 1999; W. Kymlicka, Ciudadanía multicultural. Barcelona, Ed. Paidós, 1996; D. Miller, M. Walzer, Pluralismo, justicia e igualdad. Buenos Aires, F.C.E., 1997; G. Sartori, La sociedad multiétnica. Madrid, Ed. Taurus, 2001; Ch. Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento. México. F.C.E., 1993; Las fuentes del yo. Barcelona, Ed. Paidós, 1996; A. Touraine, ¿Podemos vivir juntos? Madrid, PPC, 1997; M. Walzer, Tratado sobre la tolerancia. Barcelona, Ed. Paidós, 1998.

Sumario