La democracia en la iglesia. Juan José Garrido.

La democracia en la Iglesia: apuntes y reflexiones inspirados en Gaston Piétri, Joseph Razinger, y Hans Maier*

J.J. Garrido
Facultad de Teología de Valencia

l.- Planteamiento

¿Puede la Iglesia organizar su propia vida según el modelo de las sociedades democráticas? Es una pregunta que, de una u otra manera, se hacen muchos cristianos de hoy, y sobre la que es necesario pensar. La Iglesia reconoce hoy sin reticencias -al menos en los sectores mayoritarios- el valor para la sociedad de los principios democráticos; sin embargo, está aún lejos de aplicarlos en su seno. Al parecer, -se dice- usa un doble lenguaje: uno para uso externo y otro para uso interno, lo que le resta inevitablemente credibilidad. Por otro lado, las dificultades que la Iglesia tiene para situarse y llevar a cabo su misión y vivir como Iglesia en una sociedad democrática y plural son síntomas -piensan algunos- de que ella misma es, en su organización interna, una institución autoritaria. La Iglesia es, ciertamente, una institución jerárquica; pero «ser jerárquica» no se identifica con ser autoritaria, aunque esta identificación se haya dado en la historia (y aún se siga dando).

En este contexto, M. Gachet se hace la siguiente pregunta: «¿Por qué excluir un aggiornamento en regla de las Iglesias extenuadas de nuestro antiguo mundo, que las libraría de sus viejos demonios autoritarios, una conversión a la era democrática que les devolvería impulso y fuerza permitiéndoles apoyarse de nuevo en la convivencia primera entre el espíritu del cristianismo y el destino occidental?» (Le desenchatementdu monde. Paris, 1985, 286).

Ésta es una pregunta que no se puede obviar, especialmente en el mundo occidental. Hoy vivimos todos en una cultura democrática, e incluso los grupos «neoconservadores» lo son en un contexto de participación y pluralismo. La Iglesia es la única institución que aún queda en gran medida fuera de esta cultura, por lo que sus miembros, sean laicos o clérigos, se encuentran en una situación difícil; por un lado, como ciudadanos de la ciudad secular están llamados a ser sujetos activos, por tanto, a participar de una u otra manera, en las decisiones; por otro, como miembros de la Iglesia son sujetos pasivos que no poseen ni la participación requerida en asuntos que les conciernen. Y esta situación contradictoria acaba resolviéndose en una implicación en la sociedad civil y en una deserción de la sociedad que es la Iglesia.

2.- ¿Qué es la Iglesia?

Este planteamiento nos lleva directamente a la pregunta: ¿Qué es la Iglesia? Ésta es la cuestión fundamental.

Quienes reclaman la «democratización» en el seno mismo de la Iglesia lo hacen en nombre del espíritu del Concilio Vaticano II; quienes temen esta «conversión» democrática de la Iglesia alegan que con ello se corre el peligro de «desnaturizarla», ya que ello supondría interpretar esa realidad sobrenatural en clave socio-política, y se oponen a los primeros acusándoles de malinterpretar el Concilio.

El núcleo del problema se concentra en la noción de «pueblo de Dios» aplicada a la Iglesia. Si releemos la constitución dogmática Lumen Gentium veremos cómo este concepto ocupa en ella un lugar importante: lo encontramos en el capítulo que va precedido del primero consagrado al «misterio de la Iglesia», y al que sigue el tema de la constitución jerárquica. Esto es ya de suyo significativo, pues expresa claramente la voluntad de los padres conciliares de colocar el tema del «pueblo de Dios» en el centro mismo de la constitución.

Por otro lado, como todos sabemos, la Lumen Gentium utiliza otras imágenes para hablar de la Iglesia: Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu, familia de Dios, etc; imágenes que, como es obvio, son bíblicas. Lo correcto es, en consecuencia,  procurar una visión de la Iglesia desde la luz que arrojan todas estas imágenes que, desde la estructura del texto conciliar, hay que entender como complementarias a la idea de la de «pueblo de Dios». Podemos decir, resumiéndolo todo, que la Iglesia es misterio, es comunión y es misión. Expliquemos esto brevemente:

a) Al decir que la Iglesia es misterio se pone de manifiesto su carácter de realidad sobrenatural: en ella y por medio de ella Dios lleva a cabo la obra de salvación. La fuerza salvadora de Dios en Cristo opera por medio de la Iglesia. En este sentido, ella es sacramento de Cristo, lugar del encuentro con él y, por tanto, de su acción redentora. Se destaca el hecho así de que la Iglesia no es una mera sociedad humana: no nace como resultado de un pacto o asociación de individuos para llevar a cabo determinado fines; no se rige por unos estatutos que los asociados se han dado a sí mismos. Su origen es la voluntad salvadora de Dios que en Cristo convoca y reúne a los que creen en él en una comunidad de fe, amor y esperanza. Es Dios en Cristo quien reúne y convoca, quien asocia para formar un cuerpo, una comunidad, un Pueblo; sus estatutos o Carta Magna, son algo recibido, dado por Dios y no disponible por el hombre: son los evangelios, y en general, la revelación.

b) Hablar de la Iglesia como comunión nos sitúa en el tipo de comunidad propia que es la Iglesia: en la unión o comunión con Cristo se constituye a la vez la unión con Dios y la unión de los fieles entre sí. La eclesiología de comunión es uno de los aspectos centrales y fundamentales de los documentos del Concilio, como puso de manifiesto el Sínodo de los obispo de 1985, reunido con motivo del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. Y, como sabemos, el concepto de comunión y el de pueblo de Dios están íntimamente relacionados. El pueblo de Dios es la comunidad de creyentes reunidos en Cristo y que camina en la historia. Esta comunión tiene una dimensión vertical (con Dios) y una horizontal (entre los miembros) y un centro: Cristo. Y la Eucaristía es el sacramento por excelencia de la comunión. Por ella se edifica la Iglesia.

c) Y la Iglesia es, finalmente, misión: su razón de ser con respecto al mundo es anunciar a Cristo, hacerlo presente. La Iglesia no vive para sí, no es un fin en sí misma, sino un instrumento de vida cristiana y de evangelización, como puso magistralmente de manifiesto Pablo VI en su Evangelii nuntiandi. Pueblo de Dios y comunión. Cuenta Cangar que la expresión pueblo de Dios fue escogida deliberadamente por los padres conciliares no para ocultar su dimensión de misterio, sino para poner de relieve que «el misterio se manifiesta en la historia concreta, en la continuidad del pueblo de Dios del Antiguo Testamento». En la noción de pueblo de Dios, y con las ideas que le pertenecen de elección, alianza, consagración y consumación, se expresa la orientación hacia el futuro, hacia el Dios que está siempre por venir. El pueblo de Dios es el portador de la esperanza de una recapitulación del mundo en Jesucristo.

La palabra Ecclesia, que como sabemos traduce el término hebreo de gohel, posee en la cultura clásica una connotación democrática: es algo parecido a los «ciudadanos convocados en el ágora». Sólo que, en su acepción bíblica, quien convoca es el mismo Dios y los convocados son ciudadanos por la fe y la elección divina. Y todos los «ciudadanos» de la Ecclesia de Dios, y no sólo unos pocos como en la polis griega, tienen acceso al Padre; todos gozan de la libertad de acercarse a él con toda su confianza. Hay una igualdad fundamental ante·Dios. Todos los fieles tienen derecho a la ciudadanía en la Iglesia de Dios.

Pero esta igualdad fundamental, reconocida incluso en el Derecho canónico, no debe quedarse solamente en el plano de los grandes principios ni ser relegada al ámbito de lo puramente espiritual. Hay que encontrar traducciones adecuadas en la organización de facto de la vida eclesial y, en consecuencia, en el discurso y gobierno de la Iglesia, que no debe ser monopolizado por los clérigos, y en la palabra y acción que la Iglesia dirige a la sociedad civil. Pero en este punto aún nos encontramos muy lejos de lo que sería justo y razonable.

3.- En qué puede y en qué no puede compararse la Iglesia a la democracia.

Es opinión común afirmar que la Iglesia es una realidad tan sui generis, tan original, que no es posible asimilarla ni compararla a la sociedad civil y sus asociaciones. ¿Es esto realmente así? Veámoslo:

1) Como ya hemos dicho, la Iglesia como pueblo de Dios no es el resultado de libre asociación de sus miembros. Hay aquí, ciertamente, una diferencia fundamental con respecto a la sociedad civil. Tampoco es el pueblo de Dios el que se da a sí mismo la regla suprema de su existencia o el contenido de su Carta Magna, por así decirlo: esto no lo puede definir a su antojo, ni por consenso ni por mayorías: la regula fidei es revelación. La verdad de la que vive la Iglesia le ha sido dada: vive de ella y es su misión transmitirla. Es el depositum fidei. Así, por ejemplo, ninguna comunidad cristiana, ni la Iglesia entera, puede pronunciarse por votación sobre si Jesucristo es o no es Hijo de Dios o si resucitó o no. Hay aquí un límite claro que escapa a cualquier decisión y que no puede someterse a la ley del número. Hay una frontera que no se puede traspasar.

2) Pero si miramos las cosas bien nos damos cuenta de que algo de esto sucede también en la democracia: es algo más que la ley del número. Hay límites que no se pueden rebasar, que no dependen de los acuerdos y que son el fundamento de los mismos. Se es consciente de que el mero consenso, lo mismo que la ley del número, puede conducir a aberraciones; y se tiene claro que cualquier violación de los derechos y valores fundamentales, aunque pueda estar avalada por la mayoría, no es democracia. Por eso, en no pocos estados democráticos se establecen límites a la ley del número, como la libertad religiosa o el derecho de las minorías, que afectan a dichos valores fundamentales.

3) Vistas así las cosas, es obvio que entre la Iglesia y las democracias hay ciertas analogías. La Iglesia católica no es la única institución en poner barreras ante posibles desviaciones que podrían desnaturizarla. Tanto en ella como en las democracias hay principios, normas y valores que fundamentan su legitimidad en un «más allá» del procedimiento del voto o la mayoría.

Pero estos límites, sin•embargo, en el caso de la Iglesia (lo mismo que en las democracias) no pueden ni deben esgrimirse como impedimento para que el pueblo de Dios intervenga en decisiones de la Iglesia. Hay asuntos en los que la ley del número no puede obviarse. Y ello plantea la cuestión de los procedimientos o cauces que permiten a los cristianos, como ciudadanos de la Iglesia, expresarse y hacer valer su opinión.

El Concilio Vaticano II reconoce, como lo hace la tradición de la Iglesia, el «sentido sobrenatural de la fe» a toda la Iglesia (LG, 12); en este «sentido» ve una garantía contra cualquier error en la fe, siempre que ese «sensus»  sea universal y se encuentren implicados tanto los obispos como los fieles laicos. Este «sensus» no debe considerarse como algo evanescente bajo el pretexto de que es sobrenatural. Ha de ser algo real, y ello exige que el pueblo fiel sea invitado a expresarlo, en las ocasiones que sea necesario, de una manera tangible, aunque sea parcial, en esa «comunidad de relaciones» entre fieles y obispos de la que habla la Lumen gentium.

El pueblo, por ser pueblo de Dios, posee una competencia real respecto a lo que es común y esencial en la Je, pero también respecto a las incidencias éticas de la misma, principalmente en los terrenos en los que los cristianos laicos tienen que ejercer sus cargos y responsabilidades. El magisterio interviene en el interior de esa fe. Decir que el magisterio por sí solo interpreta legítimamente la palabra de Dios es una contradicción si no se incluye a sí mismo en la colectividad de los fieles

Esta comunidad de relaciones entre los fieles y los obispos, y entre los otros ministros ordenados, supone una interdependencia. Esto no suprime en modo alguno la responsabilidad de los ministros ordenados, sino que inscribe esta responsabilidad en una verdadera interdependencia. La dependencia respecto al único Señor sólo puede revivir en la dependencia recíproca entre la comunidad eclesial y sus ministros. Esta interdependencia pone de manifiesto que, si bien es verdad que la comunidad no puede comportarse como dueña de la Palabra y de la gracia de Dios, tampoco los ministros pueden disponer a su antojo de este pueblo que es el pueblo de Dios. Ya lo hemos dicho, es Dios quien lo convoca, lo reúne, lo constituye como Iglesia. Y la función de los ministros, habilitados por la ordenación sacramental, es precisamente expresar en la existencia eclesial esta prioridad permanente de la iniciativa de Dios. Si los ministros ejercen este ministerio al margen de la responsabilidad común de los cristianos, habitados e inspirados todos por el mismo Espíritu, entonces los ministros confiscan en cierto modo la Iglesia de Dios.

En esa interdependencia no se anula nada de lo que es esencial a la Iglesia. El ministro ordenado ha de cumplir su misión de ser un signo de la iniciativa de Dios, de discernir y de guiar; pero eso, que es su razón de ser, no puede hacerlo al margen del «sensus fidei» de la comunidad. El ministerio viene de Dios y lo confiere Dios en Cristo; el poder ministerial no deriva del pueblo, sino que lo otorga Cristo. Esto queda claro. Pero esto no impide que los candidatos a a recibir el ministerio sean designados por la comunidad eclesial. En principio, nada hay en la esencia de la Iglesia que se oponga a la participación del pueblo de Dios en la designación de sus responsables. La historia de la Iglesia, además, así lo atestigua.

Pero hay más. Una cosa es el depositum fidei, lo recibido y trasmitido, que no es disponible para nadie, y otra las interpretaciones de que ese depósito se hacen en los diferentes momentos de la Iglesia. Cuando esta interpretación concierne a verdades que afectan a todo el pueblo santo de Dios, es todo el pueblo santo de Dios, es todo el pueblo el que tiene derecho a intervenir, a expresarse y a ser escuchado. Y los sínodos así lo han hecho a lo largo de la historia. Esto supone una deliberación compartida, a veces debates, incluso enfrentamientos de posturas, discernimiento y búsqueda en común de la verdad y el bien. Es así como el pueblo de Dios será el sujeto, y no sólo objeto en la Iglesia. No todo es negociable, como ya se ha dicho; la autoridad del pastor proveniente de Cristo tiene su lugar importantísimo en la sanción última. Pero esa sanción debe ejercerse después de escuchar el sentir del pueblo de Dios. Y ese pueblo debe por ello estar dispuesto a asumir un no provisional o definitivo a sus propuestas e interpretaciones por parte de los ministros ordenados. Pero ese no sólo puede y debe darse en un acto grave, después de una a veces dolorosa maduración. Pues ya sabemos, una mayoría incluso importante no es de por sí garantía infalible de conformidad con la Palabra de Dios. El consenso, o el número, como ya hemos señalado, no es sin más garantía de verdad ni de fidelidad en la interpretación de la fe recibida. Y por ello, debe tener siempre cabida el disenso, bien sea por parte de la autoridad pastoral y magisterial, bien sea por parte de miembros cualificados de la comunidad del pueblo de Dios (los santos han practicado ese disenso en no pocas ocasiones de la historia de la Iglesia) o bien sea por una minoría ética y cognitiva (los teólogos, etc.)

También en las democracias sucede a veces que su sólo no firme y testimonial ante una ley o una situación determinadas es capaz de generar un movimiento ético de regeneración de la sociedad civil. Pero con todo, así en la Iglesia como en la sociedad, el consenso es el camino normal de un buen funcionamiento. Y en la Iglesia ha de ser, además, un signo de la comunión expresada exteriormente de la obra del Espíritu en una comunidad que es el cuerpo de Cristo, y no una agrupación humana cualquiera.

Una Iglesia comunión tiene que ser una Iglesia más participativa en la que todos sus miembros ejerzan sus responsabilidades y colaboren en el bien y en la verdad. Esa participación puede legítimamente ejercerse en el proceso de interpretación de la verdad recibida y en la tarea de gobierno y decisiones (nombramientos de obispos).

Una Iglesia así configurada no se ahorraría ciertamente ni los debates ni los conflictos (como tampoco ahora se los ahorra). Pero si es de verdad un debate en la Iglesia y por sus miembros creyentes, es justo pensar que la presencia del Espíritu se haría notar.

Una Iglesia con estas características, iría eliminando el secretismo de muchas de sus decisiones y actuaciones. Es cierto que su pasión por la unidad, que es un aspecto esencial de la comunión, le hace desconfiar de la pluralidad que se pone de manifiesto en los debates. Pero es cierto también que los debates existen, y lo mejor sería institucionarlos por medio de ese instrumento tradicional que son los Sínodos, sean del nivel que sean.

4.- Democracia e Iglesia

Si llamamos democracia a la participación de todos los miembros de una comunidad en aquello que les es común, no está fuera de lugar desear y pedir democracia en la Iglesia. Ello no supone que deban existir partidos como plataformas para llegar al poder, pues en la Iglesia lo principal es el servicio; ni que se considere que la autoridad procede directamente del pueblo o que la autoridad de los ministros la poseen por delegación de él, pues la autoridad en la Iglesia procede de Dios; ni que el contenido de la fe y la moral tenga que establecerse mediante consensos o mayorías (aunque en los Sínodos podrían ser una expresión de lo que cierta filosofía moral llama consenso contrafáctico).

Cuando se pide democracia en la Iglesia no se pretende copiar sin más la organización civil o política, sino que, teniendo en cuenta y respetando su originalidad, se creen cauces mediante los cuales el pueblo de Dios pueda ejercer su sensus fidei y su participación en las decisiones.

Cuando se habla de democracia en la Iglesia no se pretende tampoco que sea un puro reflejo de lo socialmente vigente, pues esto tampoco lo deben ser las democracias civiles; no se quiere en modo alguno abdicar de la verdad recibida ni de la autoridad constituida, pues esto es irrenunciable e innegociable, lo profético es una garantía para la propia humanidad.

La Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, está en la historia y camina con ella. En ese estar y caminar se impregna de muchos aspectos de la sociedad en la que se encuentra. En los primeros siglos se organizó imitando no pocas cosas del imperio romano; fue feudal en sus estructuras humanas en el feudalismo; se contagió de «despotismo ilustrado» y de centralismo en el siglo XVIII. ¿Por qué no ha de impregnarse de lo mejor del espíritu democrático?

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* Gaston Piétri, El catolicismo desafiado por la democracia. Santander, 1999; Joseph Ratzinger y Hans Maier. ¿Democracia en la Iglesia? Madrid, 2005