Prólogo a «Evangelio y cultura»

Por Vicente Navarro de Luján.
Universidad CEU-Cardenal Herrera

Permítaseme que en el escueto espacio que aconseja el prólogo de un libro, pues cuando uno prologa un texto ha de ser consciente de que el lector desea leer la obra, y no tanto a su prologuista, divida estas cortas líneas, en dos breves semblanzas: la del autor y la de su obra que me cumple el honor de presentar.
A Juan José Garrido Zaragoza yo me atrevería a calificarlo, en el más noble sentido de expresión, como un epígono de la genialidad renacentista, porque sus focos de interés intelectual abarcan muy diversas facetas de la fenomenología humana, siguiendo el consejo de Ortega, que nos advertía acerca de una excesiva parcelación y compartimentación del saber, precisamente este filósofo a quien Juan José Garrido conoce exhaustivamente, como queda reflejado en el conjunto de atinadas citas que a lo largo de este libro lo invocan, siendo falso, al menos por lo que se refiere al autor de la presente obra, aquel axioma de que Ortega era más citado que leído, sino que nos hallamos ante un profundo conocedor del conjunto de la obra orteguiana, aunque sorprendentemente a ella no haya dedicado -que yo sepa- monografía alguna, en su ya muy diverso elenco de publicaciones.

Una vena renacentista, sí, afirmo, que también queda constatada en la actitud fruitiva del autor de este libro ante la existencia humana, más allá de las actitudes pesimistas sistemáticas, que tanto nos embargan en el momento presente, incluso en el seno de la Iglesia, de suerte que su contemplación de la realidad está henchida de un espíritu crítico que le permite en sus escritos, sin soslayar las sombras que atenazan al ser humano ahora, vislumbrar lo que de positivo hay en la época actual, de forma que, a lo largo y ancho de sus publicaciones, uno de los intentos más sistemáticos y continuos de Juan José consiste en hallar puentes que permitan establecer un diálogo entre fe y razón, entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Sin duda alguna que su hermenéutica propone una visión esperanzada, lo que no impide que sostenga una postura crítica hacia ciertas manifestaciones del pensamiento de nuestros días, pero considero que la virtud de la esperanza para Garrido tiene aquel sentido que le daba Charles Péguy en su «Pórtico del misterio de la segunda virtud», cuando escribía: «La fe que más me gusta, dice Dios, es la Esperanza».
La biografía de Juan José Garrido ha consistido en la dedicación a tres tareas fundamentales: la cura de almas, la docencia y la investigación. Para no pocos la actividad pastoral aparece como distante y distinta de la tarea investigadora y de la especulación filosófica o teológica, como si la dedicación a la primera impidiera una atención a la segunda, o viceversa, pero a lo largo las páginas del libro se quiebra reiteradamente esta hipotética dicotomía, con las repetidas citas de la conocida máxima agustiniana «intellige ut credas, crede ut intelligas», de modo que razón y fe no pueden vivir separadas o mutuamente ignorantes, por lo cual, como se insiste a lo largo de las páginas que componen esta obra, no es posible desarrollar una pastoral eficaz, en definitiva, no puede acometerse esa segunda evangelización o reevangelización del mundo sin presentar, como escribe Garrido, «a Cristo mismo, como la clave de inteligibilidad del hombre, su cultura y su historia», pero para ello hemos de hallar las nociones de sentido desde las que hablar al mundo actual, como a continuación veremos. Así pues, una formación intelectual rica es un presupuesto necesario para llevar a cabo esa tarea que, con preciosa denominación arcaica, conocemos como cura de almas, sobre todo cuando tiene como destinatarios a personas que se mueven en el ámbito universitario y cuyas inquietudes vitales se inscriben no pocas veces en la necesidad de hermanar un continuo desarrollo del conocimiento científico con el necesario y equivalente incremento del saber teológico y filosófico. Esa es la labor desarrollada por el autor de este libro en el movimiento de graduados.
En cuanto a la docencia, Juan José Garrido la ejerce desde su magisterio en la Facultad de Teología «San Vicente Ferrer», donde profesa Filosofía, una labor que, bien entendida, tampoco puede comprenderse separada de la dimensión pastoral, pues, además de la competencia científica en el docente, de su claridad expositiva, de su paciencia en la atención de los alumnos, todas ellas virtudes que varias generaciones de alumnos han disfrutado de él, al profesor se le exige mucho más, siendo acaso la suya la única actividad en la que se requiere, como escribía García Morente que el maestro verdadero ofrende «a su función el más grave y profundo de los sacrificios: el sacrificio de sí mismo», de modo que «su propio ser se niega, por decirlo así, a sí mismo, para que otras vidas sean; y no para que estas vidas sean como la suya, o como él quisiera que la suya fuese, sino para que sean lo que ellas hayan de ser, radicalmente propias y diferentes de las que ya son en el mundo». Pues bien, ¿no es este darse que postula Morente la culminación del mandato evangélico de dar la vida por los amigos, por los otros? Como docente soy consciente de las dificultades que esta tarea entraña en la actualidad, ya que vivimos en un momento en el cual la oferta de las nuevas tecnologías, las inusitadas posibilidades que procura la práctica del «on line», supone un desafío para acostumbrar al alumno al esfuerzo de la lectura, de la reflexión y de la formación integral. En todas las aulas, sean de los centros civiles o eclesiásticos, parece que a veces se haya apoderado de sus ocupantes aquella irónica expresión de que «la sabiduría me persigue, pero yo corro más». Quizás Garrido no haya formado una escuela al uso de lo que en la Universidad se estila, pero soy testigo de la hondura de huella que imprime en los alumnos que pasan por su aula, lo que se decanta generalmente en una amistad continuada a lo largo del tiempo, en la consulta al maestro cuando surge la dificultad o la duda personal o/e intelectual.
Como investigador contamos ya con muchas obras publicadas por Juan José Garrido, comenzando por su Spinoza y la interpretación del Cristianismo y siguiendo una ya larga lista de títulos: Fundamentos noéticos de la metafisica de Zubiri, su pedagógica y de deliciosa lectura obra San Agustín. Breve introducción a su pensamiento, El pensamiento de los padres de la Iglesia y sus numerosos artículos en revistas científicas en torno a Zubiri, Spinoza, doctrina pontificia, aspectos de antropología, pensamiento posmoderno, etc.
En el presente libro, bajo el título genérico de Evangelio y cultura. Ensayos teológicos-filosóficos se recogen diversas aportaciones del autor, que en su día fueron conferencias o artículos publicados en revistas especializadas, estructuradas en dos grandes grupos temáticos: el primero, que versa propiamente sobre el Evangelio, la cultura y la crisis cultural; y el segundo, integrado por escritos acerca de Ética, el fenómeno del multiculturalismo y la cuestión acerca de la relación en la modernidad entre razón, fe y revelación. Estamos ante un texto con el que disfrutarán los asiduos a la palabra y escritura de Juan José Garrido, y que puede servir de magnífico conocimiento de él, de su pensamiento y riqueza humana para quienes no hayan tenido todavía la oportunidad de escucharlo o leerle. Como resulta imposible siquiera hacer un resumen expositivo de la riqueza temática del libro, me limitaré en estas líneas a resaltar algunos aspectos que me han resultado especialmente sugestivos, aun cuando las doscientas cincuenta páginas que lo integran no tienen desperdicio.
Aunque la temática sea diversa, la obra tiene la unidad que le brinda la coherencia en la continuidad de la preocupación del autor por ciertas cuestiones perennes, transversales, que constituyen su ámbito de estudio y de actividad investigadora continuada, y que se podrían resumir en éstas: cómo hacer presente inteligiblemente a Cristo en el mundo actual, y cómo acometer en el momento presente la urgente tarea de reevangelizar nuestro entorno humano. Un propósito que expresa el propio autor con esta pregunta: «Recrear una sensibilidad católica para el hombre de hoy; renovar el camino entre la mente y los dogmas partiendo del alma actual, ¿no sigue siendo, acaso, nuestra misión y nuestra responsabilidad? Mas ¿cómo llevar a cabo semejante tarea?».
Ciertamente, como a lo largo de estas páginas se pone de manifiesto, este empeño no es fácil, y resulta muy sugerente seguir a lo largo del contenido de esta obra las causas que motivan este estado de cosas. La primera de ellas radique acaso en que la historia humana es el trasunto de un camino recorrido por el ser humano quien, a medida que ha desarrollado su cultura, ha ido haciéndose cada vez más insensible respecto del Dios personal propio de la fe cristiana, y lo sustituyó por una deificación de la razón científica, sobre todo en su dimensión de razón instrumental, pura tecnología, desprovista de soporte ético, porque, en definitiva, el pensamiento ético ha ido trocándose en meras explicaciones sociológicas, biológicas, lingüisticas, o bien ha acabado siendo sinónimo de pura emotividad. Evocando la tradicional distinción artistotélica entre «poiesis», «praxis» y «téchne», el autor reflexiona sobre el proceso de sustitución en el que vivimos, que nos hace pasar del obrar moral concordante con las normas a un actuar guiado no tanto por la razón en su sentido más genuino, sino por motivos «racionales» , entendida esta expresión en su dimensión más espuria o utilitarista.
Se pone de manifiesto cómo la ciencia y la técnica asumen en nuestro mundo una dimensión totalizadora, incluso cuando se da la paradoja de que ambas han llevado a la humanidad a la hipótesis de la destrucción absoluta, y cuyo resultado final expone el autor brillantemente: «Lo real quedó convertido en objeto de conocimiento; en algo constituido como tal en función de un sujeto sabedor, sujeto que ya no se identifica con éste o aquél científico, sino con una especie de sujeto anónimo del que los científicos sólo son efímeras concreciones y parciales eslabones. Al convertirse lo real en objeto, éste se hace dominable y manipulable, reducido al interés técnico. Saber algo es dominarlo y poseerlo. El pensamiento perdió toda dimensión contemplativa y desinteresada» (cursiva del prologuista), lo que en último término va a llevar a la comprensión del ser humano como un elemento biológico más, desprovisto de un estatuto diferente del de los otros seres biológicos. Todo ello no obstante, no es óbice para que al final del primer capítulo del libro nos encontremos con una expresión bien esperanzadora, reflexionando sobre esta naturalización del ser humano: «Detrás de las descalificaciones de la razón y de su afán dominador lo que muchas veces late es una apasionada defensa del hombre como fin de sí mismo, como valor sagrado […] Por otro lado, el pensamiento filosófico está cada vez más preocupado por los temas morales, por el hombre como realidad moral».
Tras un rico recorrido por los más relevantes filósofos contemporáneos (Escuela de Frankfurt, Wittgenstein, etc.), a mi me han resultado especialmente sugerentes las consideraciones que hace el autor sobre el modo con el que nos hemos relacionado los cristianos con todas estas corrientes filosóficas, y que a su juicio ha consistido en generar respuestas y críticas a ellas, planteando la verdad cristiana a la defensiva, con vocación de polémica, por lo que subraya acertadamente la necesidad de articular un diálogo «desde unos planteamientos más internamente positivos y desde una actitud más propositiva», un pensamiento de propuesta, a fin de recuperar «la coherencia, unidad y verdad interna tanto del mensaje cristiano como del pensamiento teológico y filosófico». La metodología paulina de acercamiento al pensamiento griego se nos propone como una vía acertada para entablar el diálogo con la cultura actual, cuyas similitudes con aquel mundo pagano se ponen de manifiesto en diversos lugares del libro, pero el autor señala una diferencia de actitud esencial entre los cristianos de aquel momento y del presente. Mientras los primeros cristianos se consideraban, aun a pesar de ser minoría, «alma» del mundo por la fe que profesaban, en la actualidad se corre el peligro de que los propios cristianos nos tomemos a nosotros mismos como un apéndice del mundo que tiene como destino desaparecer o ser extirpado, sin que por ello el mundo pare su curso, al propio tiempo que se constata la existencia de miles de bautizados que viven ajenos al acontecer eclesial o al margen de los principios cristianos.
Frente a la propuesta de tiempos pasados de secularizar el evangelio, propone Garrido la necesidad presente de evangelizar al hombre secular. Y ello resulta imperioso ante la sensación que experimenta el mundo de angustia y miedo, un mundo que vive en continua sensación y conciencia de crisis, lo que hace precisa de nuevo la presencia evangelizadora de la Iglesia, capaz de devolver al orbe su «alma, aliento y futuro […] alma, impulso y esperanza», que no puede darse de otro modo sino mediante el reencuentro con Dios, ese Dios que ya algunos filósofos como Heidegger veían como necesario, aun cuando más recientemente otros filósofos posmodernos consideran superfluo y prescindible. He ahí, pues, el reto de la Iglesia: no perder su conciencia evangelizadora, aun a sabiendas – según la frase de Guitton que el autor evoca- que ella «tan pronto se reduce a un solo clan, como se dilata a todos los vivientes». Tarea evangelizadora en la que insistió el Concilio y, de forma reiterada, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Como señala el autor, el cumplimiento de ese desafío evangelizador presupone crear en la sociedad una disposición abierta para escuchar de nuevo el Evangelio, explicar los contenidos de la fe desde una sabiduría cristiana que exponga coherentemente la verdad, que proponga un visión sugestiva sobre el mundo, el hombre, el sentido de la vida y de la historia, a partir de los valores y premisas que implica la fe, y en último término llevar a cabo una hermenéutica de la cultura crítica, pero sin rechazos apriorísticos de la realidad y el mundo presentes.
Para acabar estas líneas me quedaría con una cita del libro, muy significativa tras los acontecimientos que hemos vivido en estos últimos veinte años: «Y todos sabemos que Marx escribió: La religión es el suspiro de las criaturas oprimidas, el corazón de un mundosin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu, pensando que con ello hacia una dura crítica a la religión. Y se equivocaba. Ojalá la Iglesia, pequeña grey que ha tomado plena conciencia de que tiene que aportar al mundo la salvación anunciando a Cristo, fuera haciendo de esta sociedad nuestra un hogar en el que todos nos supiéramos y sintiéramos hermanos, hijos de un mismo Padre; ojalá en su insignificancia fuera de verdad el corazón, el espíritu y el alma de este mundo nuestro cada vez más roto, insensible, estructuralmente cruel y despiadado».
Invito por tanto al lector a disfrutar y reflexionar con este libro, a navegar por la historia del pensamiento filosófico que con tanta habilidad es capaz el autor de extractar y resumir en todas sus publicaciones, a mantener vivas todas esas preguntas fundamentales que son inherentes a nuestra condición de humanos y que versan sobre la verdad, el sentido de lo vital, el misterio del hombre, la fe y la presencia necesaria del Cristianismo y de la Iglesia en este mundo como propuesta y testigo de la esperanza.