EL ESPÍRITU DEL VATICANO II, por Daniel Pla

El espíritu del Vaticano II que hay que mantener y recrear.  
Parroquia de la Inmaculada de la Iglesia de Vera.  
Daniel Pla, 10 de octubre de 2012.
Venim d 'un silenci antic i molt llarg.  (Raimon).  

Esquema:
Introducción
1.- Trento (Reforma/Contrarreforma) y Vaticano I (Syllabus/infalibilidad), como antecedentes vivos de la Iglesia del s. XX.
2.- El «sueño» de un anciano y «recién estrenado» Juan XXIII en el invierno de 1959.  El anuncio y las reacciones de la Curia vaticana.
3.- Los trabajosos comienzos del Concilio en octubre de 1962: los esquemas vaticanistas previos; primera sorpresa: el discurso inaugural; Suenens, Lienart, Montini, .. ; nueva comprensión de la «Asamblea conciliar»; comisiones y esquemas alternativos.
4.- Un primer fruto conciliar: la liturgia, 1963.  A la búsqueda de una cristiana «aproximación del pueblo de Dios a la celebración del misterio de Cristo» (Sacrosanctum Concilium), y su complemento sobre los medios de comunicación: Inter Mirifica.
5.- Un paso de gigante para el futuro del Vaticano II: 1964. El «pueblo de Dios» de Lumen Gentium y la delicada cuestión del ecumenismo. Cambio de paradigma a la búsqueda de una renovada autocomprensión de la Iglesia: la preocupación por el «cómo subsiste» y no tanto por el «en qué consiste». Roma y las demás iglesias.
6.- Las maratonianas y decisivas sesiones de 1965. Batería de constituciones, decretos y declaraciones (hasta 11). La centralidad de Dei Verbum y la emblemática Gaudium et Spes. La Biblia como «libro de cabecera» del pueblo: base de la utopía e instrumento de crítica social. Los «gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres … » son lo nuestro. Breve enumeración de lo que de ahí se deduce: escucha, meditación y acogida de la Palabra, proclamada en medio de una Iglesia pobre y de los pobres, que trabajan por el reinado servicial de un Dios a quien tributa un culto agradable, viviendo en una «casa común» (ecumenismo) sin caer en fundamentalismos y peregrinando sinodalmente con sus obispos.
7.- Referencia breve al alcance de los otros documentos.
8.- Lo que va de ayer a hoy: breve crónica 1965-2012, y los problemas que ello presenta para la «receptio» del Vaticano II: Mayo del 68, aparición del «pensamiento débil», movimientos de reivindicación de la mujer y Humanae Vitae, la nueva economía y derrumbe del «muro de Berlín», el fenómeno Lefebvre; entre nosotros, el final del franquismo, los seminarios, parroquias y conventos vacíos; proliferación de los «movimientos eclesiales, la incidencia del Catecismo de la Iglesia católica, la globalización o la crisis, …
9.- Y ahora, ¿qué? Conservar y recrear su «espíritu». Algunos retos a corto y largo plazo: a la búsqueda -en primer lugar- de una Iglesia (»pueblo de Dios» universal, diocesano, parroquial) más evangélica, espiritual y mística; unas comunidades sin discriminaciones: papa/obispos, obispos/sacerdotes, sacerdotes/laicos, varones/mujeres. Una comunidad «sin-odal».

* * *

Introducción

Encara que l’amic Raimón es refereia a una altra cosa, tenia molta raó quant, els anys setanta, cantava alló de Venim d’un silenci antich i molt llarg. L’Església católica venia de Trento i el Primer Vaticá: dos concilis que varen estar -potser- a mida d’adoctrinament i acurades restriccions per tal de resoldre questions legalistes que dificultaven entusiasmar o abrandar a ningú.

¿Què estaria el Concili Vaticá II que un papa molt vell havia somniat en una nit d’hivern del any 59?

El 1960, acabat d’estar ordenat de capellá, tenia jo 24 anys; i m’encarregaren d’explicar als universitaris del Col.legi Major Luis Vives (ja sabeu, un altre cadáver a mans de la crisi) el que era un «concili ecumenic». No recorde massa bé tot el que vaig poder explicar. Peró sí puc dir que recorde ben bé que el que més interesava als jovens universitaris era saber si estaria un concili doctrinari, moralitzant i de condemna i de què) o una porta oberta al món modern de la cultura i pensament.

Al nostre país encara viviem la foscor d’una Església que no aconseguia alliberarse de moltes dependencies politiques. I, encara que I’octubre de I’any 62, els mitjans publics del nostre país retransmitiren amb tota generositat l’apertura del concili, a partir de la segona sesió -ja amb el papa Montini que havia parlat de la dictadura franquista- les coses es complicaren i un silenci sepulcral va caure sobre el desenvolupament de les tres últimes sessions, encara que -sobretot la majoria del clergat i molts laics- seguien amb esperança les notícies del concili, tot i que els mitjans de comunicació espanyols ja havien deixat d’informar.

Por suerte, y ¡gracias a Dios! no fue un concilio con preocupaciones y «tiquis-miquis» legalistas, sino que la mayoría de los más de 2.000 padres conciliares que llegaban de todas partes, lenguas y culturas, y con mentalidades muy «cerradas» (especialmente por parte de los episcopados español e italiano) se dejaron llevar por el Espíritu (en el triple sentido del término: el «autor» de la gracia, el que nos da ánimos para hacer frente a las dificultades y el que marca el «sentido» de nuestra vida) que es el que, hoy más que nunca, vale la pena mantener y recrear.

1.- Trento (Reforma y Contrarreforma) y Vaticano I (Syllabus infalibilidad) como antecedentes vivos de la Iglesia del s.XX.

Veníamos de un largo silencio -con una Iglesia que mantenía una casa con las «ventanas cerradas»- que, por ejemplo, obligaba al novato cura a aprender y cumplir normas litúrgicas férreas como la de si, al subir al altar para la celebración de la Misa de espaldas al pueblo, debía alzar primero el pie derecho o el izquierdo. y todo ello con mil y una rúbricas litúrgicas que -en su mayor parte- eran producto no de la originalidad de la «memoria de la cena de la primera comunidad», sino producto de una especia de «inflación» de un centralismo romano que -si tuvo sentido alguna vez- lo había perdido en su mayor parte.

Una liturgia con una gran carga machista que impedía -por ejemplo- que las mujeres accedieran al altar durante la celebración de la Eucaristía aunque eran siempre ellas las que lavaban y planchaban los manteles y colocaban las flores. y unas disposiciones sinodales diocesanas que condenaban a quedar sin Misa a todo un pueblo en el que el programa de sus «Fiestas mayores» incluyera una velada de «baile popular»: lo llamaban «agarrado «.

Por muy ridículo que nos pueda parecer hoy, todo eso era una realidad punzante que marcaba la vida social de todos los ciudadanos, fueran o no creyentes.

2.- El "sueño" de un anciano y recién llegado papa en el invierno del 59 

Era necesario «abrir las ventanas», y dejar que penetrara el viento del Espíritu. Una Iglesia que fuera capaz de preguntarse de verdad por sí misma: lo que podía (y puede hoy mismo) ofrecer al mundo y lo que el mundo le estaba (y está) exigiendo ahora mismo

La verdad es que, desde la distancia de medio siglo, da la impresión de que muchos de los obispos y demás llamados a concilio no podían entender muy bien qué es lo que iban a hacer ellos en Roma, donde el papa tenía siempre «la última palabra»; y ya se sabe Roma locuta, causa finita. 

El bueno del papa Juan XXIII había dejado muy claro desde el principio que no se trataba de condenar ninguna nueva herejía (como la Reforma luterana del Concilio de Trento -de 1545 a 1563- o la «canonización» del Sylabus de Vaticano I -de 1869 a 1870-). En su intento por «pasar página», proclamó muy claro, desde el primer anuncio en 1959 (sólo llevaba tres meses como obispo de Roma), que se trataba de presentar al mundo otra figura de la Iglesia que la hiciera más comprensible para el hombre contemporáneo. Más que los «dogmas» o las «herejías», lo que preocupaba al papa era la comunicación, el lenguaje y el testimonio visible, entendible y creíble ante un mundo enfrentado en bloques y con la amenaza del hambre, la guerra (por muy «fría» que se la llamase) y la intolerancia. Era necesario «poner al día» la Iglesia: actualizarla, aggiornarla: volver a las fuentes, a los orígenes del Cristianismo, a la Comunidad de Jesús con «los doce», .. y dejar de ser un baluarte ajeno al mundo moderno que es en lo que se había convertido la Iglesia, enquistada en el hieratismo de Pío XII.

3.- El comienzo del Concilio y primera sorpresa: Lienart, Suenens, Montini, ...

La «Curia vaticana» -era previsible y lógico- no compartía esa aventura de un concilio, y puso todo su empeño en boicotearlo como fuera. Para ello, se dedicó a elaborar (bien es verdad que por encargo del papa) a toda prisa unos esquemas muy bien «construidos» que fueran reflejo, actualizado en cuanto a la terminología y algún que otro elemento estructural, de la teología más tradicional -que todos los obispos conocían muy bien- y continuadora de Trento y Vaticano l. Estaban convencidos «los monseñores del Vaticano» de que, así, las sesiones del concilio serían un simple trámite que pronto quedaría liquidado para cumplir «el sueño de un papa anciano». (Corría el «bulo», que pronto sería noticia, de que el papa estaba enfermo; y había que acelerar el Concilio). Sea o no verdad, sus estrategias eran cuidadosamente pensadas: tener preparados unos documentos redactados por el «aparato vaticano» y acabar cuanto antes, pues el papa, en cualquier caso, era ya un anciano.

No parece que Juan XXlll pensara lo mismo (aunque pronto llegó a conocer el proceso de un cáncer): se decía que su idea era la de que un concilio no se convoca para «repetir» las enseñanzas de los últimos papas; para eso ya está el Denzinger. Él proponía tres cometidos: presentar una imagen positiva y optimista de la Iglesia como la mejor herencia de la obra de Jesús, ofrecer una versión novedosa y atractiva del auténtico «depósito de la fe» y dejar de lado las habituales condenas de los concilios anteriores. Para ello, había que acentuar la capacidad de tolerancia, el nivel de la misericordia en el trato de los hombres y mujeres todas del mundo (especialmente en relación al pueblo judío), la acogida de las comunidades cristianas separadas de Roma y la resolución firme de luchar por la unidad de todos los cristianos.

No era una tarea fácil y no todo resultó según lo previsto (ni por el lado del papa ni por el de la curia): efectivamente -y para complicar más las cosas-, en junio del 63, antes de comenzar la 2ª etapa del concilio, fallecía el Papa Roncali y accedía Paulo VI como sucesor de Pedro. Y, cuando la curia se frotaba las manos pensando que «la fiesta había terminado», el sucesor asumió el doble compromiso de seguir «la aventura del concilio» y acrecentar la «fidelidad al Espíritu» que había indicado Juan XXIII al inaugurar sus sesiones el 11 de octubre un año antes.

Ya desde la primera sesión (octubre-diciembre de 1962), los cardenales Montini, Lienart y otros habían propuesto un cambio de ritmo y funcionamiento para el desarrollo de las sesiones: explicaban (no sin ironía) que la Comisión preparatoria había trabajado muy bien: fieles al encargo recibido. Pero las comisiones «funcionales» de la celebración efectiva del concilio deberían ser elegidas por los padres conciliares y serían ellas las que presentaran unos proyectos alternativos a los que se habían elaborado antes. Y así se hizo con una grandísima amplitud de miras, escuchando a todo el que quiso hablar.

Por todo ello, la «maquinaria” conciliar (alrededor de 2.400 padres conciliares además de los peritos, asesores, invitados/as, observadores, …) se movía muy penosamente. De modo que, en este primer período de tres meses, nada se pudo decidir en concreto. Y hasta se dijo que los obispos norteamericanos encargaron un estudio a técnicos en «dinámica de asambleas» y concluyeron que «así, el concilio iba a durar siglos».

4.- Un primer fruto conciliar: la Liturgia y las sesiones de 1963

Si la primera etapa llevó a los padres conciliares a no llegar «a ningún sitio», y tuvieron que «aparcar» los temas polémicos, la segunda llevaría adelante lo que ya había estado siendo «madurado» en las celebraciones parroquiales y monacales durante años, sobre todo en Francia. Y así llegó el primer fruto del concilio al aprobar (en diciembre del 63) la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium) que supuso un espectacular cambio de las celebraciones: no solo por introducir las lenguas propias sustituyendo al latín, sino -sobre todo- por «oficializar» lo que era sentido como clara necesidad para aproximar el pueblo de Dios al misterio de Cristo (SC, 2) por medio de la proclamación de la Palabra, la acentuación de lo comunitario (en tanto «asamblea cristiana») y la celebración del misterio de «la Pascua».

También en este primer año se aprobaría el Decreto sobre los medios de comunicación social. Prensa, cine, radio y televisión (IM 1) habían sido objeto de estudio para un recto uso (IM 3) en la pastoral y evangelización.

5.- Un paso de gigante, la tercera etapa de 1964: el "pueblo de Dios" de Lumen gentium. Y la delicada apuesta por el Ecumenismo. 

Habría que esperar un año más para que se aprobara (ya en la tercera etapa, octubre de 1964) la Constitución dogmática de la Iglesia (Lumen gentium) en la que, en vez de una concepción piramidalmente hierática de la Iglesia, con una cierta separación y hasta discriminación entre «clero y fieles», se privilegiaba el concepto de pueblo de Dios para referirse a todas y todos los cristianos por igual. Se recuperaba así una concepción bíblica de la comunidad creyente en la que estamos implicados todos: el papa como sucesor de Pedro y los obispos como continuadores del «grupo de los doce»; los «presbíteros» que participan de la gracia de su oficio (LG 41) y los religiosos y religiosas que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador poniéndolo en más clara evidencia (LG 42) Y los laicos que, gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, se sirven también del trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad (SC 41). Una Iglesia, pueblo de Dios, que no deja, efectivamente, de ser jerárquica porque en ella hay papa y obispos cuyo compromiso consiste en ejercer un servicio (honus, non honor: carga que no cargo, como había dicho Santo Tomás de Villanueva) ordenado a una vocación universal a la santidad (LG 39). Estilo de vida al que, con admirable variedad (LG 32), está llamado todo el pueblo de Dios. Una comunidad de tipo «sinodal» («peregrinar con») marcada por la «colegialidad».

Una Iglesia que ofrecía un «nuevo rostro»: el de madre amable, benigna, paciente, llena de misericordia y bondad: todos tienen cabida en ella. Una Iglesia que no fuera simplemente «para los pobres», sino «pobre ella misma con los pobres». Una «Iglesia de comunión» y con sus pecados, y no una «sociedad perfecta», aunque todavía no era conocida la tragedia de la pederastia.

Poco más se alcanzaría acordar en el tercer año: decretos (bien que importantísimos) sobre las iglesias orientales y sobre el ecumenismo. Pero ya había calado en la mayoría de los padres conciliares que lo que importaba no era tanto la aparición de «documentos» cuanto el «paso» de una a otra etapa en la comprensión y testimonio de «la fe de la Iglesia».

6.- Las maratonianas y decisivas sesiones de 1965.

Finalmente, las maratonianas sesiones de 1965 nos ofrecerían una batería de constituciones, decretos y declaraciones que hacen del Vaticano II una asamblea en la que los padres conciliares (como pregonaba el Mensaje del Concilio a todos los hombres, nº 3, en octubre 1962) quieren buscar la manera de renovarse a sí mismos bajo la dirección del Espíritu Santo con el fin de manifestarse, cada vez más, conformes al Evangelio de Cristo. 

Les ahorro la explicación pormenorizada de todos los documentos (16) que, entre octubre y diciembre de 1965 se fueron aprobando con fortuna desigual en cuanto al porcentaje de aceptación. Pero siempre por una aplastante mayoría nunca inferior al 91 % y con frecuencia cercana al 99%.

Me centraré, aunque muy brevemente, en las dos constituciones que entiendo son fundamentales: la dogmática sobre la Revelación (Dei Verbum), y la pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (Gaudium et spes). 

Si la Dei Verbum devolvía al pueblo la Biblia como libro propiamente suyo (que quizá le había «secuestrado» Trento), Gaudium et spes iba a subrayar algo que tenía olvidado la Iglesia del preconcilio (incluso quienes estudiábamos algo de teología y hablábamos de la Palabra de Dios): que la Escritura en manos del «pueblo de Dios» está cargada de ofertas de utopía y armas de crítica social. Que eso quedaba muy claro al introducir la jerarquía de verdades reveladas (si interesa lo aclaramos después). Y que si, por una parte, la Constitución dogmática sobre la revelación divina insiste en la necesidad de exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión, para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere; y, esperando, ame (DV 1) y que, finalmente, la fe cristiana no es el simple sometimiento a un código de verdades, el cumplimiento de una serie de ritos o el cumplimiento de viejas costumbres, sino la adhesión a la persona de Jesús de Nazaret en quien Dios se ha hecho presente. Y, por otra parte, Gaudium et spes nos lanzará «puertas afuera» de los templos cerrados, y nos meterá de lleno en los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren. Esos gozos y angustias han de ser también los de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (GS 1).

Dicho de otro modo: la «utopía del Jesús del Evangelio» no puede consistir en remitimos con resignación a «la otra vida» para acabar con los sufrimientos e iniciar, entonces y allí, una «nueva vida». La mejor tradición de los testigos de Cristo nos remite al testimonio -sencillo, humilde pero recio- de una esperanza «mesiánica» (como la que nos recuerda Pedro en Mc 8, 28 cuando Jesús pregunta qué representa él para sus discípulos: Tú eres el Mesías, dice). Era entonces y es ahora la «esperanza mesiánica» al servicio de la humanidad y para la mayor gloria de Dios de las que está llena la historia del Cristianismo.

Todo ello iba a exigir que las cuestiones llamadas «temporales» (política, sociología, ciencia, preocupaciones por el presente y futuro de los hermanos, necesidades de las personas que sufren una discapacidad, ancianos, sin trabajo, sin prestaciones sociales, sin papeles, … ) no están al margen de la fe en Jesús de Nazaret. Que la «celebración de la Palabra» no cumple su cometido mas que si se activa con el fin de promover una sociedad más justa, más humana, menos violenta y competitiva, más solidaria, más samaritana, … Y, especialmente, preocupada por la justicia y la paz (tema que exigiría una larga explicación para mostrar lo que significó Vaticano II).

Son esos quizá los primeros pasos que habría que dar como inicio de una peregrinación que nos lleve a crear una «sociedad nueva» que es posible. 

No puedo creer que la encíclica Pacem in terris (¡Cuántas conferencias, coloquios, discusiones y hasta congresos!) que ofreció (casi como testamento espiritual y pastoral) Juan XXIII menos de dos meses antes de morir, pueda pasar como simple anécdota de un escrito papal en pleno concilio. Entiendo que fue el verdadero marco o humus en el que «encajaba muy bien» la obra de arte del «sueño papal» o árbol de estas dos constituciones, acordadas por la gran asamblea eclesial, y que serían los verdaderos emblemas de Vaticano II «señalando» -en el plano dogmático como en el pastoral- lo que es esencial en la vida cristiana.

Se nos llama en ellas a la escucha, meditación y acogida de la Palabra, desde una Iglesia pobre entre los pobres; que trabaja en el servicial «reinado de Dios», tributándole un «culto agradable» celebrado en la «casa común» (ecumenismo y libertad), sin fundamentalismos y que camina «sinodalmente» con sus obispos.

Dicho de forma más concreta (y pido perdón por presentarlo así, de modo tan simple), a mi entender, Vaticano II nos llamó y facilitó el acceso a:

que la vida cristiana se nutriera de la escucha, meditación y acogida de la Palabra de Dios. Ella no es «simple prueba» de las leyes (especialmente el Código de Derecho Canónico) y contenidos doctrinales de la fe, ni tampoco argumento que sustenta nuestras «tesis dogmáticas o éticas», sino fundamentalmente «alimento para la vida». La teología y el magisterio tendrán que esforzarse en hacer accesible y familiar esa Palabra al pueblo de Dios. Para decirlo de una forma peligrosamente simple pero comprensible por todos: la Palabra debe prevalecer sobre dogmas, códigos, doctrinas y decisiones eclesiásticas

que el pueblo de Dios se ha de entender a sí mismo como Iglesia que vive pobre y es de los pobres: de ella forman parte en primer lugar las personas desvalidas: discapacitadas o marginadas que no tienen voz, … Pero también las empobrecidas por la codicia de los hermanos, las ancianas y enfermas que viven en soledad, y todas aquellas que buscan a Dios Padre que la Iglesia de Jesús ha de ser «servicial»: vivir al servicio de las necesidades reales del mundo que salió bueno de las manos de Dios y que solo volverá a ser lo que era desde su servicio «pastoral» a la, ésta sí, verdadera «obra de Dios» en la «acción litúrgica», en la plegaria y en la «construcción de una nueva sociedad que, por la gracia de Dios, se ha hecho posible»: orientada al Reinado de Dios 

que el «culto agradable a Dios» ha de quedar, por igual, libre del «espectáculo» y la «insignificancia» para el hombre de hoy. La «acción litúrgica» (en la que el laico ha de tener una participación más estrecha y directa) debe servirse de palabras, símbolos, ritos y gestos que sean más comprensibles que los viejos ritualismos que han ido perdiendo significado

que, sin el testimonio de una sincera «unidad» de los seguidores de Jesús (la «casa común» del «Ecumenismo»), es imposible llevar a cabo el cuidado pastoral de las otras ovejas para que escuchen la misma voz y formen un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor (Juan 10, 16)

que necesitamos estar muy atentos para liberarnos de cualquier tipo de fundamentalismo («exclusivista» o «inclusivista») que nos pudiera llevar a negar valor humano y cristiano a las diferentes expresiones y grupos de las diversas religiones en un mundo plural y global izado

que la Iglesia de Jesús no se limita a la jerarquía, sino que está formada por quienes, seducidos por Jesús el Cristo, siguen fieles al Espíritu en un permanente Pentecostés (LG 4): sin triunfalismos, sin privilegios, sin poder. Una Iglesia plural y Pentecostal en la que cabemos todos porque es «sacramento de salvación universal».

Este es al menos, en apretado resumen, el «legado» en que me fijo del Vaticano II: no deberemos perderlo. Ninguna norma o reglamento podrán justificar la anulación de esta preciosa y valiosa herencia. y deberíamos haber corregido muchas de las «derivas» en que nos han ido haciendo caer los errores de interpretación de los contenidos de fe: el odio al «pérfido judío», la interpretación «exclusivista» del fenómeno de las religiones, la interpretación de un falso «inclusivismo» desde el que nos apropiamos de los valores ajenos, …

7.- El alcance de los otros documentos.

Especialmente, la valoración de las religiones no cristianas, el lugar de los laicos en la tarea apostólica y misionera, el valor y alcance de la «libertad religiosa» o las posibilidades y exigencias de la vida de los obispos y sacerdotes con sus correspondientes decretos y declaraciones. Todo ello exigiría un cuidadoso detalle de lo que todos los documentos llaman a nuestra consideración, y que no podemos presentar ahora y aquí: quizá debería se objeto de otras sesiones conmemorativas.

La cuestión que preocupa a muchos creyentes es la de si lo que conviene es «celebrar las Bodas de Oro» de una gracia de Dios o «enterrar los excesos de un sueño de unos obispos que, con su pastor, se atrevieron a remover muchas «derivaciones» de casi 20 siglos de historia.

¿Qué ha pasado en la Iglesia y en la comunidad humana desde 1965?

8.- Breve crónica 1965-2012 y los problemas de la "receptio"

Han pasado 50 años. Y han pasado muchas cosas: se olvidaron unas, aparecieron otras. Por eso no basta «conservar» lo recibido: también hemos de «recrear» algo para hacer frente a los retos de la nueva sociedad. El llorado Juan XXIII puso en circulación un término que sigue teniendo vigencia para la Iglesia de hoy: aggiornamento. Y es que, entonces como ahora, los cristianos hemos de ponernos al día, actualizamos permanentemente para ser auténticos testigos -oíbles, entendibles y aceptables- de la «causa de Jesús». No simplemente con técnicas y tácticas renovadas, sino con el testimonio socialmente creíble de nuestra vida. Para actualizarse no basta cambiar la técnica de las campanas y la mejora de los altavoces: también los modos y niveles de presentar el mensaje.

Recordaré algunas de las «cosas que nos han sucedido»:

-«Mayo del 68», con su dimensión revolucionaria y reivindicativa (con su prohibido prohibir que marcaría la nueva época) frente a las instituciones legalmente establecidas, reglas y sistemas de autoridad: estado, iglesia, universidad, academias de arte, … De repente, para la juventud europea de aquel tiempo, el Concilio Vaticano II se había convertido en una pieza de museo: era cosa «de los otros», de «otros tiempos» (a pesar de que solo había pasado dos años y medio), de otros estratos de la sociedad

-una de las manifestaciones más claras, aunque poco conocidas por el ciudadano común, del «cambio social» fue la aparición, a comienzos de los 70, del llamado «pensamiento débil» que negaba «la verdad», y proclamaba a los cuatro vientos el desprecio de los tradicionales «grandes relatos» que eran entendidos como «manipulación» de la realidad: con ello, quedaba arrinconado gran parte de las reflexión humana, y no digamos de la «doctrina cristiana»

-la aparición en escena de los movimientos reivindicativos de la mujer con su acceso masivo a la vida laboral, la regulación/reducción de la natalidad y el uso generalizado de «la píldora» que permitía distanciar fácilmente la fecundación desde finales de los 60, y la aparición de Humanae vitae en julio del 68 condicionada por el Concilio. Esos hechos marcarán un antes/después en cuanto al prestigio y seguimiento de las enseñanzas papales por parte de muchas mujeres que, hasta entonces, eran las más directas responsables de la vida religiosa de sus hijos. Para muchos matrimonios la normativa de la encíclica no se podía seguir sin graves inconvenientes para el sistema de vida que se había vuelto muy habitual: tendrían que cambiar radicalmente; lo que parecía inasumible: con las consecuencias que ello tendría para la pastoral, sobre todo desde la perspectiva ética

-el desarrollo del ocio y el consumismo que ponían en el primer plano la importancia dominante del dinero (en un capitalismo sin control), la proliferación de las hipotecas en los años 70-80 y la multiplicación del «dinero de plástico» con el «compre hoy sin dinero, y pague mañana»

-la celebración de la Iglesia en España del «Sínodo de obispos y sacerdotes» a comienzos de los 70, con las «heridas» de todo tipo que provocó su desarrollo en cuyo análisis jamás se ha entrado

-la reacción, por esos mismos años, de un nutrido grupo de creyentes que, situados en el entorno del obispo Lefebvre, comenzaron a negar valor a las decisiones conciliares: asistía a un encuentro con Lefebvre y comprobé que, para él, los documentos conciliares tenían el mismo valor que las encíclicas. Es decir: simples orientaciones que, además, eran erróneas y contrarias a la tradición eclesiástica

-el derrumbamiento del «muro de Berlín» como escenificación de la caída del marxismo y la exclusividad del liberalismo económico y político en tanto «capitalismo desenfrenado»; y, como solitario contrapeso frente a tantas dictaduras no solo militares, la aparición en América Latina de «la Teología de la liberación» y algún que otro clérigo o grupos de laicos aislados en la vieja Europa

-y, entre nosotros, el acceso al sueño de la tan reclamada «democracia formal» – «Llibertat, amnistia i estatut d’autonomia «- a finales de los 70, con las implicaciones que ello traerá -de positivo y de negativo- para la vida de los creyentes en nuestro país

-el abandono de seminarios, conventos y templos que nos ha llevado a convertirnos en una comunidad creyente de viejos/as sin una clara idea de lo que sería mejor hacer. Una sensación de abandono que se da junto a la proliferación de «pequeñas comunidades» y «grupos o movimientos eclesiales»; muchos de ellos encapsulados cada día más en sus pequeñas estructuras y sometidos a sus particulares estrategias: «Kikos», «Opus Dei», «Comunión y liberación», «Focolaris», «Legionarios de Cristo», …

-la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica el año 1992, y que seguiría el viejo esquema del llamado Catecismo de Trento, y que tuvo un gran impacto, de aceptación y rechazo, por parte de la comunidad creyente.

9.- ¿ y ahora qué? 

Si hiciéramos un análisis sociológico o estadístico, probablemente llegaríamos a la conclusión de que la Iglesia posterior a Vaticano II produjo un desconcierto en los fieles «más tradicionales» y una decepción entre los supuestamente «adelantados» y generalmente llamados «progresistas». y quizá se olvida que todo esto -que en parte repite lo que es habitual en la sociedad en medio de la que vive la Iglesia que, «no siendo de este mundo», está dentro de él- nos está forzando hoya «repensar» el Vaticano II, de modo que desde la fidelidad a su espíritu» – seamos capaces de continuar la ingente labor que, durante cuatro años, realizó la Iglesia de los seguidores de Jesús. Lo que implica una serie de RETOS sobre los que me permitiré algunas sugerencias:

1.- Hemos de ser capaces de superar «la tentación fundamentalista» que algunos creyentes ven «avalada» por ciertos movimientos eclesiales y el «parón a la iniciativa-responsabilidad-creatividad» que comportó el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983 y el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, y que, de algún modo, parecían pretender encauzar algunos supuestos de indisciplina, incertidumbres doctrinales y perplejidades que estaba produciendo el desajuste entre los documentos conciliares y el viejo Código del año 1917. Necesitamos, para ello, ejercitar la virtud de la prudencia y recurrir muchas veces al sentido común del que parece que -con demasiada frecuencia- carecemos.

2.- Liberar a nuestras comunidades -y, en primer lugar, a los curas- del peligro de desaliento. Necesitamos recordar que somos peregrinos que caminamos hacia la «Casa del Padre»; que «la cosa de la Iglesia» comenzó con doce aprendices cobardes y algunas mujeres de las que a penas se nos dice su nombre. Unos y otras se mantuvieron unidos, junto a María de Nazaret, en su quebradiza fidelidad a «la causa de Jesús». ¿Por qué no nosotros? ¿A qué viene tanto abandono, tanta deserción?

3.- Aprender de los procesos de renovación que, en América Latina, aportaron savia nueva en las asambleas de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). La Iglesia ha de superar la tendencia al «eurocentrismo» por el que juzgamos y actuamos -en Moral como en Dogma y formas religiosas- desde nuestras propias coordenadas culturales, económicas y sociales; y, sin embargo, decimos estar en una Iglesia «católica-universal». Necesitamos abrir la Iglesia no sólo por lo que se refiere a la designación de sus «cabezas pensantes» o «mandos» (ya pasó aquello de «Volem bisbes catalans»), sino sobre todo en lo que necesariamente tiene de «modelo social». Que «no somos de este mundo» no puede significar que vivamos de espaldas a él convirtiéndonos en una real idad carente de sentido para nuestros hermanos cristianos o no, creyentes o ateos. Los trabajos de las asambleas latinoamericanas sí son comprensibles para todo su mundo: bien que lo ha ido entendiendo, ya desde el año 1968, el liberalismo -especialmente el norteamericano- que ha tratado siempre de desacreditar todas y cada una de las asambleas de aquel continente.

También las asambleas africanas y asiáticas, aunque nos tocan más de lejos cultural mente, han seguido parecidos derroteros. Es la ventaja de vivir la comunidad de fe desde las «comunidades de base» (tengan o no esa nomenclatura), sin estar siempre mirando hacia Roma.

4.- Necesitamos purificar las variadas y variopintas manifestaciones de religiosidad popular (y también algunas con exceso de «cultismo»): distinguir las que se alimentan de actitudes religiosas de comunión liberadora y las que simplemente son «movidas folclóricas» que solo sirven para un lucimiento personal: algunas procesiones y demás celebraciones festivas de nuestra tierra. No digo que haya que oponerse a ello. Pero no es lo que tiene un soporte en Vaticano ll.

5.- Recuperar el mecanismo y objeto directo de unas obras de fe que nos vienen sugeridas desde la «seducción» de Jesucristo frente a tantas ñoñerías y beaterías que carecen de contenido espiritual. Todos conocemos algunas, por más que mucha gente sencilla se alimenta de ellas.

6.- Atreverse a «descodificar» las normas morales que sean obsoletas (como algunas que se refieren a las diferentes formas de ayuno o abstinencia penitencial o la visión tabuística de la sexualidad humana), en vez de dejarse conducir por la sencillez y la humildad que se derivan del radicalismo de la fe que se deduce de la escucha y aceptación de la Palabra.

7.- Profundizar en la dimensión comunitaria de nuestra religiosidad (especialmente, la Eucaristía como encuentro de la comunidad). Una relación que se concreta en una acción litúrgica que sea de verdad acogida, vivida, celebrada y comunicada.

8.- Servirnos de la globalización y el amplio desarrollo de la comunicación para salir, de una vez, de los secretismos y terminología enigmática vaticana para transmitir el mensaje y denunciar sus perversiones prácticas.

9.- Mantenernos fieles al espíritu que «animó» a los más de 2.400 obispos y demás asistentes al magno acontecimiento cuyos 50 años celebramos agradecidos: tener muy claro que la Iglesia no es un simple museo que tengamos que «conservar» -lo que siempre nos llevará a adoptar una actitud conservadora- para que no se pierda nada de ella, sino un inmenso campo de cultivo que produzca muchos frutos (nuevos y distintos, pero siempre adecuados) como alimento para tantos hermanos que pasan hambre: de pan, de Dios, de trabajo, de ilusión, de esperanza, … Necesitamos una buena dosis de mística que nos lleve a vivir desde el convencimiento de que «otra Iglesia y otro mundo es posible»

10.- En medio de la profunda crisis que, un poco por todas partes, tantas víctimas inocentes está produciendo, dirijamos una mirada religiosa a lo que nos ofrece Vaticano

11. Esa mirada nos irá llevando a renovar nuestras comunidades cristianas. Si este pequeño rollo nos sirve para ello, no habremos perdido el tiempo. Y el llamado Año de la fe -con su insistencia en una Nueva evangelización (centrada en peregrinaciones marianas y acentuación de la Jornada mundial de la Juventud) quizá no tenga algún sentido más allá de las simples «exhibiciones eclesiásticas».

¿Cómo podremos alcanzarlo, pues? Es muy urgente una Evangelización de verdad: la que nos lleve a nuestra conversión como gracia de Dios y como respuesta personal y eclesial porque estamos convencidos de que lo que parece inmutable puede «cambiar a mejor». Es el más valioso deseo y la mejor plegaria para celebrar estas Bodas de Oro del Concilio Vaticano II: no para enterrarlo con disimulos, sino para mantenerlo y recrearlo.

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