Redescubrir la Fe

Texto de la sesión impartida por Juan José Garrido en los ejercicios del curso 2012-2013.

J-J. Garrido
Casa San Juan de Ribera
Barraca de Aigues Vives. Alzira
Abril de 2013

 

I
Redescubrir la fe 

1. Nos encontramos en el Año de la fe, convocado por Benedicto XVI con ocasión de conmemorarse el cincuenta aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II. Los objetivos marcados son fundamentalmente dos: 1) redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado de encuentro con Cristo; 2) meditar el Concilio para encontrar en él las orientaciones y criterios que hagan posible la renovación de la Iglesia en toda su amplitud (Porta Fidei, 4).

En esta reflexión, y en el contexto de unos ejercicios espirituales, vaya detenerme en el primer objetivo.

2. Es importante «redescubrir el camino de la fe» entre otras razones porque «la fe» ya no es un presupuesto obvio de la vida en común. Afirma el Papa que «de hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas». (Porta Fidei, 2))

Esta situación tiene repercusiones inevitables tanto en la vivencia de la fe del propio creyente como en la acción y testimonio en el mundo y en la sociedad en la que vive.

3. Este redescubrimiento de la fe, según el Papa, hay que entenderlo en sus dos aspectos fundamentales: los contenidos y el acto de creer. Los contenidos, aquello en que se cree, es preciso redescubrirlos para ser confirmados, comprendidos y profundizados siempre de manera nueva (Porta Fidei, 4). Esto es esencial para poder asentir a ellos con nuestra inteligencia y voluntad, y para poder dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado. El contenido de la fe es esencialmente Jesucristo, y lo que él nos revela sobre Dios, el hombre y el camino de salvación.

El acto con el que se cree es la adhesión libre y personal a Cristo, un acto que implica a toda la persona, la compromete y la lleva a entregarse confiadamente a Dios y a los hermanos (Porta Fidei, 5). Es un acto que Dios suscita en nosotros (gracia) y que tiene su centro en el encuentro con una Persona, Cristo, que permanece vivo en la Iglesia.

El año de la fe es, en la mentalidad del Papa, una invitación para la renovación de la Iglesia en todas sus dimensiones; y una renovación entendida «como renovada conversión al Señor único y Salvador del mundo» (Porta Fidei, 6). La fe que actúa en el amor está llamada a convertirse en un nuevo criterio de pensamiento y acción capaz de cambiar toda la vida del hombre (Rom. 12,2; Col. 3,9-10; Ef. 4, 20-29; 2 Cor. 5,17).

Nosotros vamos a meditar sobre la fe en tanto acto de creer; es decir, en la fe como encuentro y adhesión personal a Cristo, y la implicación que ello supone para nuestro ser cristianos.

II

La fe como encuentro 

1. Comencemos recordando unas breves parábolas de Jesús en el evangelio: Mt 13, 44-46. 

«El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo y que un labrador lo encuentra; lo vuelve a esconder, se va lleno de alegna a vender todo lo que posee y compra ese campo. 
El Reino de los cielos se parece también a un negociante que busca perlas finas; al encontrar una de gran valor, se va corriendo a vender todo cuanto posee y compra esa perla,» 

Las parábolas hablan de algo que se encuentra: un tesoro o una perla fina. Tesoro y perla fina simbolizan el Reino de Dios; es decir, la buena noticia o evangelio; o lo que es lo mismo, el mismo Jesucristo, que es el evangelio vivo y personal, Dios en medio de los hombres, el amor y la misericordia de Dios encarnados y visibles. Las parábolas nos hablan, en consecuencia, del encuentro con Cristo; hacen referencia a un encuentro personal.

El que encuentra, según indican estas parábolas, puede hallarse en una de estas dos situaciones:

a) la del labrador que encuentra un tesoro sin pretenderlo, sin buscarlo explícitamente.

Aparentemente es un hallazgo casual. Podemos decir que más que encontrar, ha sido encontrado. O lo que es lo mismo, el Señor, de una u otra manera, se hace presente en su vida, irrumpe en ella, lo que le provoca un cambio que va a trastocar sus actividades y valores. Se puede decir que ha sido objeto de una gracia especial. No había contado con ello, no formaba parte de sus proyectos. Pero he aquí que un factor nuevo ha entrado en su vida.

En la Escritura tenemos el ejemplo paradigmático de Pablo (Hechos, 9.1-19); o el de la samaritana (Jn. 4, 1-42). Es el caso también de muchos conversos a lo largo de los tiempos (como, por ejemplo. Morente o Frossard).

b) la del mercader que busca perlas finas. Se supone que recorrería los negocios de perlas, preguntaría a comerciantes, recorrería ciudades con el fin de encontrar lo que buscaba. Es el hombre inquieto e insatisfecho con lo que es y lo que tiene, que busca la verdad, un sentido a su vida, que no regatea esfuerzos en ese peregrinar inquisitivo. Sin embargo, cuando encuentra lo que busca se sorprende, se siente agraciado, pues podía no haber encontrado. Y este encuentro produce también un cambio en su vida.

En el evangelio, éste sería el caso de Zaqueo (Lc 19, 9-10). Y un ejemplo de buscador inquieto de la verdad es san Agustín (cfr. Confesiones VII). Pero, de una u otra forma, tiene lugar un encuentro.

¿Cuál sería nuestra situación? ¿Cómo ha tenido lugar nuestro encuentro?

En cierto sentido, participamos de ambas situaciones: a la mayoría de nosotros la fe, el encuentro con el Señor, la recibimos en el seno de la familia; se nos ha dado: es una gracia que no hemos buscado. Hemos sido encontrados. Pero, por otro lado, esa fe regalada ha tenido que hacerse personal: hemos tenido que buscar la fe adulta, mantenerla, purificarla, resolver las dudas, etc., ir creciendo, ir descubriendo …

c) El encuentro supone un cambio importante, sea del tipo que sea. Nada queda igual que antes.

Dicen las parábolas que tanto el labrador como el comerciante se apresuran a vender cuanto poseen para poder adquirir el tesoro y la perla. Y que lo hacen «llenos de alegría». El cambio viene expresado por el verbo «vender».

Se desprenden de los que eran sus bienes porque han encontrado un bien mayor. Lo que antes tenía valor a sus ojos, ahora ya no lo tiene, o lo tiene relativamente, pues pueden desprenderse de ello, venderlo. Sus anteriores posesiones palidecen ante lo que han encontrado. Su vida, podemos decir, adquiere un nuevo ritmo. Y venden, se desprenden y reorientan su vida llenos de alegría. No están tristes por tener que desprenderse o vender sus posesiones, sino todo lo contrario: de una u otra manera han encontrado lo que más deseaban; una plenitud que antes no tenían, aunque creían tenerla. Y son capaces de desprenderse, de vender (cambiar) precisamente por eso: porque algo mejor, más valioso, les ha salido al encuentro o lo han encontrado.

Tienen fuerza, energía y convicción para hacerlo porque han descubierto la grandeza verdadera, el valor supremo, la Verdad misma, podemos decir. En la misma medida en que lo que han encontrado es un tesoro, lo más valioso, en esa misma medidales es posible el desprenderse, el vender, el cambiar, el reorientar todo lo que son. Sin encuentro verdadero no hay posibilidad de cambio; con encuentro, el cambio, aunque sea costoso y difícil, es posible y es fuente de alegría, de plenitud.

La fe, como hemos dicho, nace de y es un encuentro personal con Cristo. Él es «el tesoro escondido» y «la perla preciosa»; es decir: la Verdad de Dios y de nosotros, el amor de Dios encarnado, la vida verdadera, el único capaz de saciar al hombre. Y es ese encuentro lo que hace posible todo esfuerzo por moldear la vida según su modelo; lo que permite comenzar y proseguir una vida nueva, diferente, en la que rigen valores nuevos, incomprensibles para quien los contempla desde fuera. Sin un encuentro (fe) en este sentido no puede haber desprendimiento (del antiguo modo de vida), cambio con gozo y alegría. No se encuentra a Cristo porque se renuncia o se vende sino que se vende o se renuncia porque se le ha encontrado.

Cristo no está al final de una vida virtuosa, por decirlo de alguna manera, sino que la vida virtuosa es efecto y posibilidad del encuentro con Él. Desde él vemos lo que somos y lo que tenemos es relativo, y que entre lo que dejamos atrás y lo que adquirimos no hay proporción ni hay equivalencia. Lo encontrado, Cristo, desborda todas las expectativas y se muestra no como «más valioso» , sino como lo único valioso en el orden de la plenitud de la vida humana y su significado. Por ello, una vez encontrado se tiene conciencia de no merecerlo, por tanto, de ser «agraciados»; de que nos da infinitamente más de lo que dejamos: se nos da el mismo Dios.

2. No siempre, sin embargo, es éste el resultado del encuentro con Cristo. En efecto, el hombre puede ver, puede captar quién es Cristo, comprender su significado para su vida, y, sin embargo, echarse atrás. Es el misterio de la libertad.

Recordemos, sólo por poner un ejemplo,el pasaje evangélico de Jesús y el joven rico: Mt. 19, 16-29 (cfr. también Le. 18, 18-30; Me. 10, 17-31); el joven se acerca a Jesús y le pregunta qué ha de hacer para conseguir la vida eterna. Jesús le responde que cumpla los mandamientos. El joven le responde qué más tiene que hacer, pues los mandamientos ya los cumple desde niño. Y Jesús le dice: «si quieres llegar hasta el final, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres … y luego sígueme». El joven dio media vuelta y se marchó triste porque era muy rico.

Este joven es también alguien que busca, porque, como Zaqueo, no está satisfecho con lo que es, con el modo de vida que lleva; anhela algo más. Pero cuando se le ofrece, le parece que se le pide demasiado y se va triste. Hay aquí un contraste con las parábolas: mientras que el labrador vende con alegría cuanto tiene porque ha encontrado «un tesoro», este joven rico regresa a su modo de vida anterior triste. Posiblemente porque no acaba de ver en Jesús el tesoro o porque «sus tesoros» lo tienen muy atrapado.

Es el relato de una vocación cristiana frustrada.

III
El ejemplo de Pablo 

Todo esto que acabamos de decir lo encontramos, aunque con otras palabras, en la experiencia de san Pablo.

Los Hechos de los apóstoles narran su encuentro con Cristo y su conversión «desde fuera»; por así decirlo; lo cuenta otro, san Lucas. Pero en algunas de sus cartas Pablo nos lo cuenta en primera persona, «desde dentro». (Así, Flp. 3,4-8; Gál. 1, 11-17; 2 Cor. 11, 16-12, 13).

Fijémonos en el texto de Flp. 3,4-8; leemos lo siguiente:

«Aunque lo que es yo, ciertamente, tendría motivos para confiar en lo propio y, si algún otro piensa que puede hacerlo, yo mucho más: circuncidado a los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Benjamín, hebreo de pura cepa y, por lo que toca a la Ley, fariseo; si se trata de intolerancia, fui perseguidor de la Iglesia; si de la rectitud que propone la Ley, era intachable». 

Todo esto era motivo de orgullo para Pablo; algo así como sus señas de identidad, lo que más valoraba, su tesoro, sus posesiones. Se consideraba en posesión de valores fundamentales a los que se había entregado enteramente y por los que peleaba. Era todo un conjunto de bienes espirituales religiosos que daban sentido a su vida. Pablo estaba seguro y satisfecho de sí mismo; podía presumir entre los judíos de celo y despreciar a los paganos. Tenía su tesoro.

Sigue diciendo el texto:

«Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, lo tuve por pérdida comparado con Cristo; más aún, cualquier cosa tengo por pérdida al lado de lo grande que es haber conocido personalmente a Cristo Jesús mi Señor. Por él perdí todo y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo e incorporarme a él.»

Pablo es claro. Ha conocido a Cristo camino de Damasco, y ese primer conocimiento ha ido creciendo en amplitud y profundidad y le ha permitido tomar distancias con respecto a lo que antes era su motivo de orgullo y su tesoro: su ser judío, la Ley, su condición de fariseo. Todo eso, a la luz de Cristo, es pérdida y basura. No es que no tenga en sí ningún valor, sino que hay una cosa importante: «revestirse de Cristo», «»tener sus sentimientos y actitudes, configurarse a El» «renovarse según su modelo», «plasmar en su vida sus rasgos».

Y Pablo es consciente que su transformación es obra de la gracia, no primariamente de su esfuerzo. Cristo le salió al encuentro y lo cambió todo. Todo es obra del amor de Dios.

Otra cosa también importante pone de manifiesto el ejemplo de Pablo: el encuentro con

Cristo no es una cosa puntual que sucede y ya está; el encuentro tiene que mantenerse toda la vida. y así, después del encuentro empieza el trabajo, el empeño, el esfuerzo por ser cada día más de Cristo hasta poder decir: «soy yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí».

Es un camino de desprendimiento de sí mismo para entrar en posesión de Aquel que se me ha mostrado como el Amor de Dios capaz de salvar: un amor que le llevó a desprenderse de su rango, a hacerse uno de nosotros y dar su vida por nosotros. Y ese camino de desprendimiento es, por ello mismo, camino de libertad: Pablo se libera de su pasado, de sus ideas y convicciones, de sus costumbres arraigadas, de su particular tesoro. O mejor, Pablo se sabe liberado: «Para ser libres nos liberó Cristo»(Gál. 4, 31).

Toda su vida será un camino de libertad; o lo que es lo mismo, un camino de crecimiento en el conocimiento de Cristo. Y en todas sus Cartas, de una u otra manera, nos cuenta su experiencia fundamental.

IV
Avivar el amor primero 

Vengamos ahora a nosotros. Nos decía la carta convocatoria del año de la fe Porta fldei que su objetivo era invitar a «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado de nuestro encuentro con Cristo.» Redescubrir para renovarnos, para hacer la fe más viva y operante, para perseverar y ahondar en nuestro encuentro con Cristo, en nuestro asentimiento personal. Y hemos reflexionado sobre lo que es el encuentro con Cristo y las implicaciones que conlleva.

Pues bien, este es el momento en que cada uno de nosotros debe hacerse algunas preguntas fundamentales:

-¿Es Cristo para mí el tesoro, la perla preciosa, es decir, lo único capaz de plenificar mi vida? O lo que es lo mismo: ¿ocupa la fe, la adhesión a Cristo, un lugar central o más bien marginal en mi vida?

-¿He ido dejando atrás, vendiendo o desprendiéndome de algunas posesiones porque Cristo es lo realmente importante, o no? Es decir: ¿he ido cambiando mi jerarquía de valores en el sentido de hacerla más acorde con lo que Cristo significa? ¿He dado un nuevo rumbo a mi vida desde ellos y he actuado con nuevos criterios? ¿Qué sigue siendo para mí 10 importante en mi vida?

-¿Vivo con alegría mi fe, mi adhesión a Cristo, incluso si ello me supone mayor esfuerzo e incluso incomprensiones?

Redescubrir la fe en estos momentos de nuestra vida y de nuestro mundo ha de ser algo así como «avivar el amor primero», esto es, el amor que hizo posible que la fe recibida y regalada fuera en algún momento fe personal iluminadora de nuestro ser y actuar; una fe que nos empujó a asumir compromisos, a comprometernos con la obra de Jesús en favor de los hombres; una fe que sigue manteniendo nuestra perseverancia en esos compromisos.

1. Recordemos a este propósito el siguiente texto del libro de la Apocalipsis (2,1-7):

«Al ángel de la Iglesia de Éfeso escribe así: Esto dice el que tiene las siete estrellas en su diestra y anda entre los siete candelabros de oro: conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza; sé que no puedes sufrir a los malvados y que pusiste a prueba a esos que se llaman apóstoles sin serlo y hallaste que son unos embusteros. Tienes aguante, has sufrido por mí y no te has rendido a la fatiga, pero tengo contra ti que que has dejado el amor primero.
Recuerda de dónde has caído y vuelve a proceder como al principio». 

Yo me veo siempre retratado en este texto. Cada vez que lo leo siento que me concierne. ¿Qué significa la expresión «amor primero»? Pienso que es el amor joven, lozano, fresco y sencillo que es todo él ilusión y esperanza. El amor que lo vivifica y envuelve todo, que hace ver las cosas de una manera nueva, que es más sensible para lo bueno y positivo que para lo malo y negativo. El amor que compromete sin componendas ni condiciones, sin reservas.

Es el amor a Cristo y la fe con que los cristianos de Éfeso acogieron el evangelio.

En mi caso, es lo que podemos llamar vocación: el que me llevó a comprender con mi inteligencia y corazón que valía la pena consagrar mi vida al servicio del evangelio como sacerdote y movilizó todo mi ser, el amor por el que no tuve inconveniente «despojarme de cosas, personas y proyectos» para ser más dócil a lo que Dios tenía preparado para mí.

En el vuestro es, sin duda, el amor que os embarcó con ilusión en un movimiento apostólico y que os sigue sosteniendo en él; el que os llevó a fundar una familia con valores cristianos y a ejercer una profesión que implicase un servicio a los otros. Todos hemos tenido un primer amor; sin él no se entiende nuestra vida.

Pues bien, el Señor dice: «Tengo contra ti que has dejado el amor primero». ¿Cómo entender esta acusación o reproche?

-No se trata de que hayamos hecho mal las cosas, ni de que hayamos dado la espalda o rectificado nuestras opciones: «Conozco tus obras, tu esfuerzo, tu entereza», dice el texto.

No hemos dado marcha atrás, ni hemos abandonado el proyecto de nuestra vida. Seguimos en la tarea de ser fieles a nuestros compromisos, nos esforzamos por no ser negligentes. Hemos resistido tentaciones de mandarlo todo a paseo y de iniciar otros caminos. Hemos tenido aguante y con toda seguridad hemos «sufrido por el señor» dentro y fuera de la Iglesia; «no nos hemos rendido a la fatiga».

Hemos defendido al Señor trabajando por el evangelio, soportando las inclemencias de los tiempos y las incomprensiones de muchos … Hemos sufrido en no pocas ocasiones por el Señor cuando hemos visto que en la Iglesia no todo era evangélico y se adoptaban decisiones que pensábamos podían comprometer el futuro de la fe en Cristo.

Y, sin embargo, «tengo contra ti que has dejado el amor primero».

-Se trata de otra cosa. El amor primero, si no se alimenta y cuida debidamente, acaba convirtiéndose en costumbre y rutina. Este es, a mi entender, el problema.

Seguimos cumpliendo, mantenemos la fidelidad, vamos tirando, vamos pactando con la realidad -nos hacemos realistas y algo escépticos, como estando de vuelta-pero el fuego intenso se apaga, la ilusión es escasa, la alegría moderada. Éste es, a mi entender, el reproche del Señor a los cristianos de Éfeso, y a los cristianos de todos los tiempos: tener una fe que ya no es capaz de cambiarnos y de cambiar las cosas; una fe sin ardor ni entusiasmo, una fe resignada. Una fe sin energía creadora. Por eso dice el ángel de la Iglesia de Éfeso: «Recuerda de dónde has caído y vuelve a proceder como al principio».

2. ¿Cómo recuperar ese «amor primero»? ¿Cuál es el camino de renovación? ¿Cómo poner fin al amor convertido en costumbre y rutina? ¿Cómo redescubrir la fe?

El teólogo Von Balthasar escribió: «La gracia tiene el poder de devolver a quien seriamente lo quiere, la lozanía y el frescor del amor primero» (La oración contemplativa, 67)

La gracia es Cristo. Abrirse a la gracia es, por ello, abrirse a Cristo, dejar que entre en nosotros y vuelva a hablarnos al corazón. El está siempre disponible y de muchas maneras se nos hace presente. Al final de las cartas del Apocalipsis se dice: «Mira que estoy a la puerta I1amando; si uno me oye y me abre, entraré en su casa y comeremos juntos» (3,20).

Abrir las puertas de nuestra casa a Cristo y entrar en comunión con él. Está es la clave. Redescubrir así quién es Cristo para mí y qué exigencias representa para mi vida en todos los ámbitos de la misma (personal, familiar, profesional, etc.) Redescubrir para dinamizar en todos los sentidos la vida cristiana. Y este «redescubrir a Cristo», que es lo mismo que redescubrir la fe, es, de hecho, un crecimiento en el conocimiento de Cristo.

Pero ¿cómo hacerlo?

«La fe sólo crece y se fortalece creyendo» (Porta Fidei, 7); sólo una fe «rezada, celebrada y vivida» es capaz de ser fuerte y resistente, de renovarse constantemente, de no caer en la rutina y la costumbre, de producir frutos de amor y de misericordia y de dar un testimonio gozoso de Cristo en el mundo:

a) una fe celebrada en la comunidad, especialmente en la Eucaristía. Una fe celebrada nos enraiza en un sujeto mayor que nosotros mismos: en la comunidad creyente que da gracias y testimonia las misericordias divinas. Es la fe compartida.

b) una fe rezada, hecha súplica y meditación; hecha escucha de la Palabra; dejándose interpelar por ella. Toda la Escritura habla de Cristo de una u otra manera. Y toda la Escritura nos enseña 10 fundamental: el amor a Dios y el amor al prójimo. Esta oración centrada en la meditación de la Palabra nos va haciendo conocer mejor a Cristo y enseñando cómo hemos de plantear nuestra vida para ser sus discípulos.

e) una fe vivida. Este es, sin duda, el mejor camino para conocer a Cristo: el camino y la puerta que abre a la fe. Conoce mejor a Cristo quien vive la caridad, el amor fraterno, la solidaridad que quien conoce todos los tratados de Cristología. Sólo quien ama de verdad comprende a Cristo como amor encarnado de Dios; conoce mejor a Cristo quien perdona, quien no tiene en cuenta las ofensas, quien acoge incluso a quien no le cae bien … que quien domina todos los tratados y es muy leído.

Y de ese conocimiento vital, de ese encuentro y adhesión sostenidos por el vivir, procede toda la fuerza transformadora del evangelio, toda la vitalidad de la fe, toda la capacidad para el testimonio y toda la alegría.

Una fe no vivida antes o después acaba muriendo. El apóstol Santiago dice que «es una fe muerta». Escribe lo siguiente:

 «Saber, sí sabéis, queridos hermanos ( … ) Pero llevad a la práctica el mensaje y no inventéis razones para escuchar y nada más, pues quien escucha el mensaje y no lo pone en práctica se parece a aquel que se miraba en el espejo la cara que Dios le dio y, apenas se miraba, daba media vuelta y se olvidaba de romo era. En cambio, el que se concentra en la ley perfecta, la ley de los hombres libres, y es constante, no en oirla y olvidarse, sino en ponerla por obra, ése encontrará su felicidad en practicarla» (1, St. 19-25). 

«Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe podrá salvarlo? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen qué ponerse y andan faltos de alimento diario, y que uno de vosotros le dice: «Andad con Dios, calentaos y buen provecho», pero sin darle lo necesario; de qué sirve eso? Pues lo mismo la fe: si no tiene obras ella sola es un cadáver» (St., 2, 14.17). 

Sólo quien escucha la Palabra y la pone por obra tiene una vida cristiana fuerte y resistente.

Lo dice Jesús en el evangelio de Mateo, como conclusión del Sermón del Monte:

«El que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundo porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron sobre la casa y se hundió; ¡Y qué hundimiento tan grande! (Mt. 24-27).